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Theodora, pistola en mano

Cuando pensamos en la Theodora de Haendel siempre viene a la cabeza aquel montaje mítico que hizo Peter Sellars en Glyndebourne en 1996. William Christie dirigía, la Orchestra of the Age of the Enlightenment tocaba y cantaban unos radiantes Dawn Upshaw, Lorraine Hunt y David Daniels. Pero fue la puesta en escena lo que llamó especialmente la atención. Peter Sellars encontró una forma enormemente eficaz de mover al coro por medio de sencillos movimientos coreográficos y dio a la obra un enfoque contemporáneo en la que Roma son los Estados Unidos, el malvado Valens el presidente americano, la pena de muerte se lleva a cabo mediante inyección letal, etcétera. La verdad es que nunca he vuelto a ver ningún montaje de Peter Sellars tan interesante como aquel. Como suele decirse, cría fama y échate a dormir.


El nuevo montaje que podemos ver estos días en el Teatro Real ha sido saludado como «feminista». En El País, el titular era «Theodora se empodera sobre el escenario del Teatro Real» y en elDiario, «Una Theodora rebelde y feminista llega al Teatro Real», mientras que Beckmesser proclamaba: «Theodora en el Real, triunfo del feminismo». En el elenco de esta obra hay, además de los consabidos intérpretes, una «Directora de intimidad», Ita O’Brian, cuyo papel consiste en instruir a los intérpretes cómo abordar los «problemas de intimidad» en escena, es decir, la forma correcta de tocarse, de besarse, etc.


Todo en esta época resulta complejo, contradictorio y, en último lugar, violento. Es verdad que Theodora es, y siempre ha sido, una obra feminista. Lo era ya la de Morell-Haendel, pero ya sabemos que una ópera o un oratorio escenificado como este no son realmente nada hasta que no se ponen en escena.


Cuando digo que todo en esta época es contradictorio me refiero, por ejemplo, a las espectaculares escenas de pole dancing del segundo acto, donde dos bailarinas casi desnudas ejecutaban increíbles acrobacias. Todo muy eficaz escénicamente, y es una suerte que todo el mundo haya comprendido que esta exhibición de clichés sexuales (la prostituta, la stripper, la bailarina de barra, la lencería sexy, los ligueros, los tangas, etcétera) tienen aquí un significado de denuncia feminista y no uno de cosificación y explotación. Sin embargo, la ambigüedad sigue en el aire: algunas veces las denuncias de la obscenidad resultan más obscenas que la propia obscenidad.

Cuando hablo de la violencia me refiero a la resolución de la ópera. En la obra de Morell-Haendel, Teodora y Didymus son ejecutados. Mueren uno al lado de otro, mártires y por tanto héroes. Didymus es un soldado romano que se ha convertido al cristianismo por amor a Teodora y por admiración al sufrimiento y entereza de los cristianos perseguidos, un personaje de enorme complejidad y humanidad dentro de un género, el de la ópera y el oratorio del siglo XVIII, cuyos personajes suelen ser cliches bidimensionales. Especialmente trágico es su amor por Teodora, que jamás llegará a consumarse dado que Teodora ha decidido consagrar su vida a Dios.

En la versión de la directora de escena Katie Mitchell, Teodora se «empodera», lo cual quiere decir, ¡ay!, que acaba en el cliché más grande de todos, el icono de nuestra época, el icono obsesivo de una cultura, la americana (teniendo en cuenta que todos en el equipo, directora de escena, escenógrafa, vestuarista, etcétera, son británicos), que parece empeñada en vendernos esta idea simple y concisa: que empuñar un arma es el gesto central y definitorio de nuestra época. Empuñar un arma: coger una pistola con ambos brazos (señal clara de empoderamiento) y apuntar hacia adelante.

Que Teodora, la mártir cristiana que, como Irene y el coro de cristianos, se pasa todo el oratorio cantando a la pureza, a la belleza, al amor, a la compasión, a la paz, al perdón, en una sucesión de coros y de arias de emocionante ternura que están entre los más sublimes jamás escritos, que esta misma Teodora, decimos, acabe matando a tiros a su archienemigo, el malvado Valens, me resulta un tanto descorazonador.


Hay un mensaje que no me gusta, y que no puedo evitar denunciar aquí: la idea, que se nos está intentando inyectar en el cerebro a diario, de que la violencia es inevitable, necesaria o incluso buena (si se ejerce contra los malos, claro), la idea, sobre todo, de que empuñar un arma es un acto de libertad y de autonomía.


En el primer acto, vemos a Teodora y a Irene y a los otros que trabajan en la cocina (¿por qué trabajan en una cocina?) elaborar algo con todo cuidado durante más de media hora. No sabemos qué es, desde luego, es imposible saberlo porque no se ve (y eso que yo estaba sentado en la platea): parece una especie de bizcocho, pero seguramente se trata de una bomba, una bomba que los cristianos, que ahora son terroristas, piensan poner a los romanos en su gran fiesta dedicada a Júpiter.


Jamás he visto un montaje operístico en el que lo que sucede en la acción y lo que cantan los personajes tenga tan poca relación con lo que está sucediendo en escena. Uno entra en una especie de ensueño fascinado viendo al personal de cocina entrar y salir, limpiar planchas y superficies y colocar platos y llenar vasos, etcétera, mientras cantan y hablan de todo tipo de cosas. Uno llega a pensar que utilizando el oratorio Theodora de Haendel se podría hacer un montaje sobre Caperucita Roja, sobre Fortunata y Jacinta o sobre La metamorfosis de Kafka.


Cantan sobre el amor y el perdón y fabrican una bomba… Ignoro si hay aquí alguna intención irónica. Creo que no, porque ya sabemos que la ironía terminó con la caída de las Torres Gemelas, y que a partir de entonces vivimos en la Era Postirónica.


Afortunadamente, los actos segundo y tercero retoman el pulso y el ritmo dramático, y consiguen hacernos entrar en la acción, que es tremendamente conmovedora y también violenta. Hay que tener en cuenta que Theodora no se escribió para la escena, y que hay una gran distancia entre decir o cantar que una monja va a ser obligada a prostituirse en el templo de Venus que ver esas mismas escenas representadas con personas de carne y hueso. Iba a escribir «representadas con crudeza», pero la crudeza ya está en la propia situación y es imposible suavizarla.


Lo cierto es que solo en nuestra época sería posible haber realizado una versión de Theodora como esta, en la que el tema central ya no es el heroísmo de los mártires cristianos y la bondad de la religión de Cristo frente al paganismo implacable y cruel, tal como sería la intención original de Morell, sino sobre todo la explotación de la mujer en todas sus formas y la violencia contra las mujeres. En la célebre versión de Peter Sellars, por ejemplo, con todo su enfoque contemporáneo que más bien se orientaba a la política y a la denuncia del imperialismo, esta lectura no se hacía.


Un montaje, en definitiva, apasionante tanto por sus éxitos, que son muchos, como por esos aspectos que al señor Alpeck, autor de estas reflexiones, le convencen menos.
Reina absoluta de la noche: Joyce Didonato en el papel de Irene. Pero todo lo que hace Joyce Didonato es una absoluta maravilla. Y el Didymus del contratenor Iestyn Davies, intensamente lírico. Muy bien el tenor Ed Lyon en el papel de Septimius, el amigo de Didymus, y espectacular el bajo Callum Thorpe en el dificilísimo papel de Valens. Ivor Bolton es un maestro dirigiendo este repertorio, y hacía sonar a la Orquesta Sinfónica como una verdadera orquesta barroca. En definitiva, otra gran noche en el Teatro Real.

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