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Sociedad del espectáculoLetrasThomas de Quincey: fugas sensuales, monólogos de placer

Thomas de Quincey: fugas sensuales, monólogos de placer

Retrato de Thomas de Quincey por Sir John Watson-Gordon, c. 1845.

La literatura es implacable con aquellos que buscan explicar y explotar sus misterios. Recorremos, con un escalofrío de angustia, el intangible mapa de su geografía, sus calles, nombres y casas. La compulsión por lograr un equivalente de lo leído, una imagen que rivalice con el libro o lo copie, nos deja exhaustos. Toda crítica es tristemente retrospectiva. Nosotros, sus contemporáneos, somos el pálido residuo de un fuego moribundo. Nada que hacer, más allá del listado o la catalogación, salvo dejar atrás archivos muertos. Avanza la erudición entre espectros e instancias de memento mori, a través de cronologías de la fundación y la denominación, del asentamiento y el desarrollo, destacando virtudes y voces, los atributos particulares de lo desaparecido.

Es la del periodista, crítico y escritor británico Thomas de Quincey (Manchester, 1785 – Edimburgo, 1859) una epopeya de la celebración, de la asimilación y absorción de bibliotecas enteras, navegación a través de los infinitos atlas de la grafomanía para acceder a voces medio olvidadas. Mira hacia atrás, resume, cita a los testigos: revela lo que tanto investigar, tanto vagar entre libros, le ha concedido. Su prosa se convierte así en conferencia continua, en incesante actuación. Habla con afecto de oasis desatendidos, se abandona a la digresión, incurre en rapsodias sobre la comida, la bebida, los lugares, el clima: monólogos de placer, fugas sensuales. Hay susurros de un yo secreto, previamente no confesado, no revelado en ninguno de sus recuentos. Se libera De Quincey mediante golpes oblicuos, mientras reactiva fantasías de lo no publicado.

 Biografías

Contrario al prejuicio universal de que todo escritor que se precie está obligado a hacer de su solitaria entrega una cuestión de remordimiento, el biógrafo que nos ocupa rechaza la costumbre del horror en la vida privada de una figura tan pública como la del poeta, novelista, y científico alemán Johann Wolfgang von Goethe (Fráncfort del Meno, 1749–Weimar, 1832): “No sufrió desgracias personales, su trayectoria estuvo llena de alegrías y ni siquiera el reflejo del dolor de las calamidades de sus amigos afectó demasiado sus simpatías, aunque ninguna fue excesiva ni en grado ni en duración”. Elocuente hasta el extremo, cada detalle de la biografía del dramaturgo, filósofo e historiador germano Johann Christoph Friedrich von Schiller (Marbach am Neckar, 1759–Weimar, 1805), se subdivide en miríadas de importancia decreciente. Cada hecho desencadena, invariablemente, comentarios jocosos: “Un hombre adulto que corrompe a sus lectores o que al menos intenta corromperlos es una horrible cosa, y su influencia siempre será precaria, ya que depende para resistir al tiempo de la libidinosidad de los hombres”.

Incendios, plagas, tormentas. Se asienta la grafomanía sobre genealogías de grandeza. Si toda semblanza es una mezcla de hechos y conjeturas, las incluidas aquí no distinguen entre unas y otros. Escrita bajo el designio de lo arbitrario o el imperioso plazo, esta colección de ensayos rara vez escapa a las presiones de índole local. Y, sin embargo, en sus Biografías selectas (1830-40; Ediciones Universidad Diego Portales, 2017; selección y traducción de Andrés Barba) De Quincey se esfuerza por mezclar bromas y generalizaciones con comentarios aproximadamente críticos sobre los autores antologados, notas a pie de prosa donde la verosimilitud pierde su textura.

Autor mucho más sorprendente que sus libros, el británico nunca se detiene ante el asombro. Se demora en el detalle trivial, o guarda silencio, cuando no, con alguna licencia, mantiene separado al ser que sufre del que crea. Sostiene en su recuento de la vida del Cisne Inmortal (Stratford-upon-Avon, 1564–1616): “Parece cosa del destino que todos los hechos incuestionables sobre la vida de Shakespeare nos hayan llegado a través del canal de los documentos legales, mejores evidencias sin duda que las medallas imperiales, mientras que todas las leyendas fabulosas, como no es necesario que lleven impreso el sello de ningún abogado, parecen ficciones salidas de un cuentacuentos”. En su microbiografía del rapsoda y filósofo Samuel Taylor Coleridge (Ottery, 1772–Highgate, Londres,1834), cita a los amigos sobrevivientes, inspecciona archivos, explora con paciencia las fuentes, para concluir: “Los tenientes generales y los diplomáticos, cuando les llega la hora de abandonar su puesto, no despiertan mayor interés que los anuncios del año anterior (…) pero quienes optaron por las arpas de la pasión en tiempos convulsos (…) se vuelven incluso más necesarios para los hombres cuando no se encuentran presentes, y en medio del coro de esa música intelectual siguen teniendo un lugar preeminente entre los vivos”.

Algunos creadores se disfrazan de realistas, pero no se ocupan de la realidad: las trivialidades ordinarias y los accidentes modestos de la cotidianeidad rebotan en las opacas superficies de sus obras. Ilumina el apologeta la oscura ruta a lo largo de la cual la épica de Paradise Lost (El paraíso perdido, 1667) deja su aliento en la página y se reencarna en nuestro recuerdo, a través del sentimiento: “El doctor Johnson, con su insolencia habitual, asegura que Milton daba patadas porque ya no podía dar puñetazos, cuando en realidad lo que debería decirse es que alzó una solitaria mano en contra de un comportamiento que favorecía una causa que ya estaba en sus últimos estertores (…) que continuó fiel a ella hasta el final a pesar de que ya sabía que no había esperanza alguna en la resistencia y que su gesto comportaba también numerosos peligros”. Abunda en la especulación cuando escribe como si fuera el primer biógrafo del emperador Carlomagno (Herstal, 742–Aquisgrán, 814), el cual “no menos que Napoleón fue el hijo privilegiado de una revolución, requerido por los tiempos e indispensable para resolver la crisis que se produjo entre los francos; él mismo se vio al fin protegido por las necesidades que había atendido”.

La felicidad es una cámara de ecos y citas. La subversión nos alienta un momento, antes de ser aplastada. Supera el autor de las Confesiones (1822) a sus predecesores (y herederos): nos informa con respeto distante, sin eludir lo que podría parecernos incómodo. Es sincero acerca de sus simpatías o su falta de ellas; por todo ello, aporta un retrato completo y plausible. Guía para los misterios no resueltos de unas vidas mil veces contadas, De Quincey es dogmático, pero entrañable. Se apropia de viejos argumentos como si, al emplearlos, los engendrara de nuevo. Imposible hoy escribir con mayor poder de profecía. ¿Por ausencia de talento? Más bien, porque nada parece importar a nadie demasiado. En nuestra época hiperconectada y sin sentido, estos ensayos son el símbolo de una pérdida. Una y otra vez, se desvían de lo cronológico para abundar en la afirmación aleatoria y el delicioso aparte, los cuales, refutados con posterioridad por las evidencias acumuladas, borran al autor para concentrarse en sus múltiples actores.

Confesiones

Franquicia del pasado, proyecto de anticuario, ciudad de palabras, monumento público, tributo final a una noción impracticable de la épica. Es la propia negación de la naturaleza de la adicción (“la carga de lo incomunicable”) lo que hace que este libro se lea como una diabólica parábola de la alienación. Al describir la drogadicción como una forma de vida, su autor convierte al volumen que nos ocupa en una lente, a través de la cual examinar el alma del hombre (o la mujer) bajo el capitalismo de principios del siglo XIX (o del XXI). Las descripciones de los territorios alucinados en los que habita nuestro alter ego diríanse representaciones de la demencia urbana, “el secreto de la felicidad, sobre el cual los filósofos han disputado durante tanto tiempo, al descubierto: la felicidad ahora puede comprarse por un centavo y llevarse en el bolsillo del chaleco”.

Recuento no arrepentido de una dependencia, residuo sensible de un alma inyectada en el espacio, de confesión no redimida a libro de culto; de las sórdidas calles de Londres (“Oxford Street, madrastra de duro corazón, tú que escuchas los suspiros de los huérfanos y bebes las lágrimas de los niños”) a la encarnación de lo exquisito, describe el periodista británico la forma en que la subcultura de la adicción muta, se extiende e injerta en el corpus social, alterando, en el proceso, aquello que parasita. Suponen las Confesiones de un inglés comedor de opio (1822; Alianza Editorial, 2018) una microrevolución en el statu quo occidental, una reevaluación convulsiva de sus valores.

Con sus inclinaciones anómicas y su intelecto lumpen, De Quincey simboliza la posición paradójica frente a la contrarevolución que supondrá la época victoriana: “Era un domingo por la tarde, húmedo y triste; no hay espectáculo más apagado que esta tierra nuestra nos muestre que un domingo lluvioso en Londres”. Abierto al consumo del opio, su libertarismo lo lleva a evitar economías éticas, mientras que sus inclinaciones lo conectan con el desenfreno liberal. Abre el pensador inglés el camino a un nuevo colectivo que comprende y privilegia el placer, evidencia de un universo mágico que concibe como interpenetración del nuestro: “¡Tú tienes las llaves del Paraíso, oh justo, sutil y poderoso opio!”. El autor de El asesinato como una de las Bellas Artes (1827) aniquila así todas las formas falsas de vida (y, de paso, escritura), mientras desentraña la mitificación post hoc de la cruda realidad de la drogodependencia.

El éxtasis es casi sexual. Navega el anglosajón a través de un laberinto de máscaras y disfraces, antes de reconocer al huérfano en el espejo de piel. El narrador de las Confesiones encarna la angustia del desapego precisamente por ser un adicto. Autodenominado, vanidoso, narcisista, obsesionado consigo mismo y, sin embargo, curiosamente receptivo a la enfermedad del mundo (“nuestras divisiones, nuestras adicciones, nuestras pérdidas, nuestro yo”) ofrece su psique como una forma de matraz dentro del cual cultivar los virus obsesivo-compulsivos de la modernidad. Su informe inexpresivo debe tanto al estilo policial como a las inclinaciones filosóficas más elevadas. Al evitar el florecimiento retórico o el exceso de adjetivos, trata de guardar un silencio vienés sobre lo que no se puede decir. “Nada”, escribe De Quincey en su prefacio, “más repugnante a los sentimientos ingleses que el espectáculo de un ser humano que impone a nuestro escrutinio sus úlceras o cicatrices morales”.

En nuestra hipócrita época de posguerra, en que la censura desemboca invariablemente en la autocensura, conviene regresar a este boceto autobiográfico que, en contra de lo que podría imaginarse, tiene una capacidad redentora, ya que hace esfuerzos por liberarse de su adicción, pero también insiste en cómo “una criatura intelectual; e intelectual en el sentido más elevado de búsquedas y placeres” ha llegado a convertirse en drogadicto, mientras condena la naturaleza de la dependencia en sí misma, como falta de dirección moral o espiritual. Propongo volver a leerlo asumiendo una patología latente, presente en el individuo antes de tener experiencia directa de la química. En su propia estimación autojustificada (basada en una renuncia que nunca llega), Confesiones se convierte en el arquetipo de la romanticización del exceso que caracteriza nuestra era.

Ventriloquía de lo inerte

Avanza De Quincey a través de un lugar en la memoria. A base de reconocimientos, busca las cualidades que definen y sostienen su reputación. Se ha propuesto conocer todo acerca de lo incognoscible: agotado, el pasado que abruma a un anoréxico presente. Crisol de mitos, contempla el mancuniano los montículos sagrados de la mistagógica. Druida y chamán, su narrativa se desplaza en párrafos a través de un patrimonio recuperado de restos polvorientos. Se abandona al infernal parloteo acústico, al caos sin mediación del que apenas tamizamos el significado. Es como si, al abordar la ficción, recordara el presente, en lugar de descubrirlo o revelarlo. Los pasajes de su discurso se solapan con ensoñaciones y sueños postraumáticos, único territorio en que el autor desea vivir.

Reconoce, al mismo tiempo, que no es tiempo de ficciones, así que abjura del catálogo de aventuras: fuegos, fraudes, magos, emblemas. Se afana en su ventriloquía de lo inerte. Es la suya una suerte de rigurosa nigromancia. Si todo apologista ha de transcribir el testamento del cadáver metropolitano, esa zona que se tambalea en la cúspide del tiempo, si el exégeta es el empresario de los afectos especiales, abre De Quincey el telón para mostrarnos los tesoros de su gabinete de curiosidades: lo bueno y lo malo, lo infame, lo monstruoso, lo criminal. A través de un paisaje plural, un culto a la fama. Mediante la exposición picaresca, el espectáculo extraño de lo notable y lo notorio, perlados incidentes de sentimiento contra la oscuridad que nos invade.

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