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Tiago Rodrigues, su abuela y el teatro de la memoria

 

Tiago Rodrigues

 

Tiago Rodrigues nos espera sentado en medio de diez sillas distintas y vacías, leyendo, o haciendo que termina de leer un libro. Su asiento es una de esas escaleritas míninas que sirven para acceder a los estantes más elevados de una librería doméstica. O de una zapatería. Entre las sillas y la primera fila, tres cajas de fruta que nunca contuvieron fruta. Están demasiado limpias. No tienen muescas, manchas, código postal, código de barras. Un nombre lustroso de vendedor de naranjas y pomelos. Están llenas de libros que han sido leídos a conciencia, abiertos una y otra vez. Eso sí que no se puede fingir. 

 

Tiago Rodrigues se expone en el Teatro del Barrio porque habla de su vida, de su abuela, de la memoria. Pero no de forma abstracta. Habla de lo que nadie nos podrá arrebatar nunca. Por eso reclama de diez voluntarios cada noche que le ayuden a experimentarlo. Para ellos es el soneto número 30 de Shakespeare. ¿Es el libro que le sugirió George Steiner después de las dos cartas que Tiago le escribió a Cambridge? ¿Los sonetos de William Shakespeare? Su abuela, en Tras-os-Montes, que había cocinado y leído durante toda su vida, quería un libro que pudiera memorizar antes de quedarse ciega. Su peripecia, la de su abuela, le lleva literalmente al borde de las lágrimas al final de la representación, cuando parece como si al propio Tiago, al director de escena, al autor, al nieto, se le olvidara la versión en portugués, en su lengua materna, del poema de Shakespeare después de haber logrado la no pequeña proeza de que diez voluntarios, diez desconocidos, se aprendieran los cuatro primeros versos del soneto y los recitaran como un neonato coro griego, y luego, uno por uno, como una guirnalda de palabras encadenadas, los diez versos restantes. Un poema que termina con los versos

 

«Pero cuando en ti pienso, buen amigo,

todo lo encuentro y el penar mitigo».

 

Para su insospechado magisterio recurre a Osip y a Nadezhda Mandelstam, y a Boris Pasternak, y a Joseph Brodsky, y a Ray Bradbury niño escuchando la radio y escribiendo sus primeros cuentos, preparándose para soñar y concebir su Farenheit 451, y a todo lo que nos hace únicos, iguales y distintos. Cuando memorizamos un poema, un texto, y lo hacemos nuestro para siempre. By Heart. De corazón. En este caso doblemente. Porque Tiago Rodrigues había encargado a una panadería del barrio de Lavapiés, donde está el Teatro del Barrio, que imprimiera con tinta comestible en pan de oblea el soneto 30 de Shakespeare. Para que se lo comieran los actores-voluntarios antes de recitarlo al completo, al final de la representación, cuando ya nos había ganado para la causa de la memoria. Y de un teatro que nos concierna y nos interpele.

 

Hacía tiempo que no veía un espectáculo que no lo parece. Tan hermoso. Tan sencillo. Tan complejo. Tan estremecedor. Capaz de tocarnos tanto a todos los que esta tarde de Madrid que se cerró en lluvia fuimos al Teatro del Barrio a memorizar un poema. A preguntarnos quiénes somos. De dónde venimos. Qué estamos haciendo aquí. Para qué sirve todo esto.

 

 

Fundé un teatro de la memoria, arrastrado por la influencia de Tadeusz Kantor, pero nunca lo llevé a la práctica. Y carezco del talento y de la atención de Tiago Rodrigues para, a partir por ejemplo de mi abuela Emilia, seguir un camino parecido al suyo. Como plantarse en Madrid con tres cajas de fruta llenas de libros en portugués, sin actores, sin compañía, solo, a cuerpo gentil, y conseguir cada noche diez voluntarios que hagan la obra con él, y conmovernos.

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