La expresión corporal es la primera manifestación del intelecto. Antes, el pensamiento -o lo que sea que pase por la cabeza de cada cual- se encuentra confinado entre la masa cerebral y la calavera. Después, se pierde por completo en el exterior, en forma de palabras, gestos o bramidos. Y cuando logra llegar a otros oídos, a otras latitudes, ya ha dejado de pertenecernos. Así, por tanto, cuando más unidos estamos a nuestra propia inteligencia es cuando nos dejamos llevar y ponemos cara de tonto, cara de póker, cara de intelectual o cara de no haber entendido nada en absoluto; en definitiva: cara de algo. No en balde, el rostro actúa siempre como el reflejo más auténtico de nuestra agitada vida interior, y sólo tendremos problemas -de los de verdad, me temo- cuando no sepamos controlarlo.
Mírenme a mí, por ejemplo: estoy detrás de una pantalla y, aún así, no soy capaz de dominar el rubor que me produce presentarme, y encima no se me ocurre nada mejor que ponerme a hablar del intelecto y de la expresión corporal, cuando, en realidad, estoy lleno de tics nerviosos que impedirían, en caso de desgracia -¡Dios no lo quiera!-, el adecuado reconocimiento facial de mi cadáver.
Entiéndanme ustedes, yo antes no tenía tics. Todo empezó de repente, como ocurre en las peores circunstancias, cuando quise incorporarlos voluntariamente a mi repertorio gestual, y desde entonces vivo arrepentido. Me parecía original poder guiñar un ojo cuando me apeteciera, o arrugar la nariz de vez en cuando aludiendo a un síndrome de Tourette ficticio, pero nunca debí haber empezado el juego. A fin de cuentas, los tics sólo son buenos si son nobles, serios y bienintencionados.
Lo había leído en La carta robada, uno de los cuentos de Edgar Allan Poe: “Si quiero averiguar si alguien es inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, y saber cuáles son sus pensamientos en ese momento, adapto lo más posible la expresión de mi cara a la de la suya, y luego espero hasta ver qué pensamientos o sentimientos surgen en mi mente o en mi corazón, coincidentes con la expresión de mi cara”. ¿Pero qué pasa conmigo? ¿Cómo van a saber ustedes si yo soy inteligente, o estúpido, o bueno, o malo, si no pueden verme y adaptar sus respectivos ademanes a mi jeta? De nuevo, encontramos respuesta en el relato de Poe. Sencillamente, “la identificación del intelecto del razonador con el de su oponente depende de la precisión con que se mida la inteligencia de este último”, y, créanme, a través del intelecto -ajeno, casi siempre- que empezaré a volcar en estas páginas, a partir de ahora serán ustedes capaces de averiguar, en todo momento, hasta dónde llega mi inteligencia -que es limitada- y hacia qué lado de la balanza se inclina mi expresión corporal.
De resto, qué decir. Me llamo Alfonso Mareschal y tengo 24 años, una edad absolutamente escandalosa, que es lo que escribió Manuel Jabois con 31 en su estreno como articulista en esta Frontera Digital. ¡Guau, Jabois! Es decir su nombre y empezar a sentir, irremediablemente, un pequeño temblor en el ojo. Pero no nos asustemos, que, aparte de estas tres o cuatro anomalías gesticulares, estaremos bien. Yo sólo soy un impostor del nerviosismo. Las cosas caerán por su propio peso, ya lo verán.