Hace 50 años el enemigo público declarado en otramérica era el comunismo y el temor al contagio cubano llevó a Estados Unidos a promocionar a dictadorzuelos que dejaron un rastro de sangre difícil de limpiar. No fue tan sencillo, los dictadores y los pseudo dictadores eran apuntalados por alianzas por el progreso variadas, ejércitos paramilitares entrenados y dirigidos desde el Norte (la Contra, por ejemplo), academias para enseñar a los mandos medios a torturar (como la Escuela de las Américas), e iglesias que cargaban opio (las evangélicas) para contrarrestar el breve sueño libertario de la Teología de la Liberación.
Aplastados los comunistas, eliminadas las corrientes religiosas con discursos ‘contaminantes’, controladas universidades (en parte) e instalado el falso discurso del ‘desarrollo’, los milicos vuelven a la carga. Lo hacen de otro modo y con propósitos no menos lucrativos. En el caso de Mesoamérica, llegan como las súper estrellas para, supuestamente, controlar la violencia narco. El espejismo no deja de ser paradójico si tenemos en cuenta que los narcoestados no pueden controlarse a sí mismos. La ingenuidad de imaginar unos gobiernos (como el de México o Guatemala) luchando contra unos malos malísimos se la dejamos a los medios de comunicación convencionales y las clases medias europeas (satisfechas de ver cómo los ‘bárbaros’ siguen siendo bárbaros). En otros países, arropados por el nacionalismo populista, los militares toman el control para controlar a los desheredados que quieren poner ruedas en el camino del ‘desarrollo’ (léase: minería, deforestación, hidroeléctricas o agroindustrias de exportación que matan la tierra y dejan las migas para los nacionales).
Si hacemos un repaso rápido tenemos ya varios presidentes militares (porque nunca se deja de ser milico como nunca se olvida eso de ser cura): Venezuela, Perú, Surinam o Guatemala tienen ex presidentes como primeros mandatarios y en Colombia, México, Chile, Panamá u Honduras los ex militares relacionados con el abuso de poder y la violación de derechos humanos están escalando posiciones a velocidad incontrolable.
La mano dura, llaman eufemísticamente a estas políticas -que ponen en marcha milicos y no milicos-, que llevan de la mano la criminalización de los movimientos sociales (como en Bolivia, Ecuador o Chile), la unanimidad del discurso (como en Argentina o Brasil) y la permanente utilización del patriotismo y del paramilitarismo (como en México o Colombia).
Tiempo de milicos o, mejor dicho, tiempo de déficit democrático, el mismo que ya acusa Europa y que hace mucho tiempo sufre Estados Unidos. Lo que pasa es que en otramérica no nos han dejado, si quiera, disfrutar de unas décadas de engaño colectivo.