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Tiempo e identidad

The Edison multipolar dynamo
Photo by British Library on Unsplash

Los siglos nunca se suceden a modo de portazo sino de bisagra. Los acontecimientos se solapan unos a otros y gestan aquello que vendrá de un modo casi imperceptible. Basta un solo minuto para contener cien años, un solo fotograma para resumir una era. Los Lumière lo hicieron con sus 46 segundos en los que filmaron en blanco y negro a los obreros saliendo de una fábrica en Lyon en 1895. No fue casualidad que eligieran ese tema ni ese preciso instante ya que desde la Revolución Industrial el trabajo y el tiempo eran las dos cuestiones que marcaban la vida diaria de la mayoría. Cuarenta y un años después, en 1936, Chaplin plasmó la misma cuestión pero de un modo más angustioso. El tiempo no le daba para mucho al obrero que trabajaba en la cinta de montaje y al final era absorbido por el engranaje de la propia máquina. Una secuencia que actúa como síntoma del periodo de entreguerras. Otro fotograma que resume una era.

Hoy, casi cien años después de los Lumière, reflexionar sobre el trabajo se ha convertido en un ejercicio casi tan complejo como lo fueron las doce tareas a las que Hércules tuvo que enfrentarse. La inteligencia artificial ha puesto sobre la mesa el debate sobre las formas de trabajar en el mundo moderno y cómo muchos trabajadores parece que se verán impactados por el desarrollo de esta tecnología. Fue en los años 90 cuando Jeremy Rifkin escribió una obra arriesgada, pero que ha demostrado ser una de las más agudas interpretaciones del mundo laboral: El fin del trabajo. Una bisagra en mitad del optimismo noventero. Este ensayo sigue siendo una obra canónica a la hora de reflexionar sobre el trabajo en el mundo moderno y su impacto en la vida cotidiana. Aunque fallida en algunas de sus previsiones (el sistema no ha generado un desempleo estructural irreversible), puede volver a leerse como una obra anticipadora de las principales preocupaciones de hoy en día ya que el economista norteamericano fue capaz de prever la jornada laboral reducida y el ingreso anual garantizado, dos de los aspectos con los que empresas y gobiernos más han experimentado en los últimos años. 

En los mismos años 90 apareció otra obra de impacto generalizado y que aún perdura en las retinas de aquellos que la leímos: El fin de la clase media, de Massimo Gaggi y Eduardo Narduzzi. En ella se avanza el fin de la clase trabajadora tal y como se la conocía, así como el surgimiento del nuevo consumidor y la economía de servicios. Para los autores, tal y como señalaban en las primeras páginas, “la sociedad está inmersa en una tempestad”. El fin de la clase media puede leerse como otra bisagra en el análisis de lo que más tarde vendría: la sociedad del low cost y la economía financiarizada

Avanzamos ahora hasta la actualidad, donde la tempestad parece que tiene forma de tecnología. En 2015 la BBC ya permitía averiguar si tu trabajo se vería impactado o no por la automatización. En ese año, un diseñador web o un programador tenían un escaso 21% de posibilidades de que sus tareas se viesen expuestas. En 2023, la incertidumbre sobre los trabajadores white collar parece que ya no es tan pequeña y se pueden prever vientos de cambio en cuanto al impacto de la tecnología en el desarrollo y ejecución de las tareas más comunes de estos trabajadores que en otro tiempo parecían fuera de la ecuación de riesgo.

La identidad del trabajador moderno, sea de cuello blanco o no, se ha ido forjando desde el siglo XVIII cuando se originó la primera Revolución Industrial. A pocos años de que se cumplan los trescientos años del origen de la misma, el trabajador se encuentra en un nuevo punto de inflexión, similar al que supuso el telar mecánico o la producción en masa. Sin embargo, a diferencia de los siglos anteriores, el sujeto asalariado se enfrenta ahora a una tecnología que aprende por sí misma a través de los complejos algoritmos que el machine learning ha puesto sobre la mesa. Este sujeto también se mueve en un espacio y tiempo diferentes: la fábrica ha dado paso al hogar y a la realización de tareas desde casi cualquier sitio en algunas profesiones, mientras que el tiempo cronometrado que regulaba la entrada y salida ha dado paso a la conexión perpetua con el consiguiente derecho a la desconexión. Es en estos planos donde se encuentran las dos bisagras que caracterizan la tormenta de nuestro tiempo: la velocidad y la identidad. Estas mismas características son las que fundamentan lo que Fernández Mallo describe en La forma de la multitud como el capitalismo de tiempo infinitesimal, en el que “el individuo es desmenuzado en una anónima masa y después, como de un kaos primordial, emerge como individuo pero con una identidad que ya no es la que tenía sino una identidad fruto de los enlaces algorítmicos generados en aquel kaos”. En este sentido, no es casualidad que las estanterías de las librerías estén llenas de ejemplares que pretenden enseñar cómo gestionar tanto el tiempo (Gestión del tiempo para mortales, de O. Bukerman, es un bestseller en estos momentos) como la ansiedad, síntoma y consecuencia de la identidad dañada.

Si los Lumière presentaron la salida de una fábrica como el signo de una época y luego Chaplin vio el lado menos amable de esa misma secuencia, parece que el fotograma de nuestro tiempo no se encuentra en un lugar preciso ni en un tiempo determinado. Es en ese no-lugar, al modo de Marc Augé, donde detectadas las bisagras, queda por averiguar cuáles serán los pecios de la tormenta. 

Coda

Tres palos. Tripalium. Eso es lo que el término trabajo significa literalmente en latín. El tripalium era una disposición de tres palos donde un reo era torturado. A través de un juego metonímico, el vocablo acabó por expresar no el instrumento de tortura sino el sufrimiento que conllevaba para todo aquel que era atado a dicho artilugio. La historia posterior, con un toque de sarcasmo, designó que si el sufrimiento conlleva una determinada retribución económica, entonces también hablaríamos de lo mismo: trabajo.

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