Siempre me pregunto (y no pocos pensarán que es una estupidez) cómo pasa las horas previas a la entrega del Nobel de Literatura un escritor que está entre los firmes candidatos. Bien es cierto que dadas las peculiaridades que caracterizan a los componentes de la Academia Sueca, basta con que suene un nombre para que ellos concedan el galardón a un desconocido del que nadie ha oído hablar antes. Lo del Nobel es como ser ministrable en España o estar en la lista de preseleccionables de Luis Enrique. Cuanto más anónimo sea, más posibilidades tiene.
Hoy en día uno puede aspirar a todo. Con sólo ponerse a ello, mover unos cuantos hilos y se alcanza la Casa Blanca o La Moncloa ante la perplejidad ciudadana. Ejemplos recientes y presentes los hay. O también poder ser asesor de un primer ministro, afirmar unas cuantas insensateces en la tele, aderezadas con un par de expresiones en inglés, mentir sin pestañear y avisarle al entrevistador de que lo que acaba de declararle o va a decirle es importante y que por tanto debe estar atento.
Pero para mí el Nobel de Literatura se algo más que todo lo demás. Sin duda, pecaré de inocente al creer que quien lo recibe en teoría lo merece. De todos modos, con el tiempo me he hecho más escéptico y cínico. Pienso ahora en esa película de hace unos tres años, La buena esposa, en la que Glenn Close hace el papel no sólo de sacrificada mujer del escritor y ganador del premio, sino el de ghost writer de él durante cuarenta años hasta que todo explota y confiesa la verdad de que era ella y no él la autora de muchas de sus novelas. “¡Hemos ganado el Nobel! ¡Hemos ganado el Nobel!” baila el matrimonio norteamericano sobre el colchón al recibir a las siete de la mañana la noticia de un portavoz de la distinguida institución. Bueno, no tan distinguida porque en 2018 estalló el escándalo sexual del marido de una de las académicas lo que obligó ese año a dejar vacío el premio.
Al ver anoche por la tele al ex jefe de gabinete de la presidencia monclovita declarar en una entrevista que a los 12 años pensaba y decía públicamente a sus amigos que lo que quería ser de mayor es director de El País, me ilusioné en mi locura, afortunadamente todavía autocontrolada, y me inventé una historia postmortem: “Señor Esteruelas, mi nombre es Eric Magnusson, portavoz de la Academia Sueca. Le llamo para comunicarle que le ha sido concedido el Nobel de Literatura 2021. Mi más sincera enhorabuena”. Yo, naturalmente, no daba crédito: “Mr Magnusson, debe de tratarse de un error o una broma de muy mal gusto puesto que yo en vida era un modesto juntaletras y ahora, muerto, me dedico a vagar por el limbo en busca del tiempo perdido con mi nuevo amigo, Marcel Proust”. No hubo más. Se cortó la comunicación con Estocolmo. Seguramente se trataba de una broma pesada de algún otro muerto como yo.
Precisamente Proust es uno entre muchos escritores que merecieron el Nobel pero que los doctos miembros decidieron ignorar. La lista es larga. Mi memoria recuerda a Joyce, Zola, Tolstoi, Virginia Woolf o Kafka o más contemporáneo Philip Roth, recientemente fallecido. Pero en cambio decidieron dárselo a los chinos Gao Xinjian (no recuerdo si exiliado en Francia) y Mo Yan, al sueco Tranströmer, del que apuesto moriré sin conocerlo, los polacos Olga Tokarczuk y Wislawa Szymborska, el francés Le Clézio o el húngaro Kertész. Pienso que estuvieron muy sobrevalorados el dramaturgo italiano Dario Fo, el novelista francés Patrick Modiano y también el poeta español Vicente Aleixandre o incluso Camilo José Cela. De Aleixandre se dijo que cuando se lo dieron en 1977 fue un reconocimiento a la España que emprendía el camino de la Transición. El poeta Rafael Alberti afirmaba a derecha e izquierda que declinaron dárselo a él, que objetivamente tenía más merecimientos, por pertenecer al partido comunista. Ignoro si fue eso lo que llevó a los académicos a no dárselo, pero muchos años después se lo entregaron al italiano Fo, considerado un escritor de ultraizquierda. Y antes, a Sartre, aunque éste lo rechazó.
¿Y este año qué sorpresa me darán los suecos? Seguro que barajan el nombre de un escritor uigur, un turkmenistano o un afgano. A mí si me volviera a llamar en sueños el portavoz de la Academia le daría sin dudar tres nombres: Hosni Murakami, Paul Auster y Javier Marías. Los tres han rebasado la septena, han sido traducidos a numerosísimos idiomas, su narrativa sigue muy viva y los tres acaban de sacar recientemente libro.
Murakami ha estado siempre en todas la listas cuando se acerca la fecha del Nobel. Pero va a pasar como con Roth, que cuando piensen en él habrá muerto. Personalmente me encanta su escritura. Es un autor que como él mismo ha confesado más de una vez es raro. Murakami es, sin duda, el más occidental de los autores japoneses. De hecho ha vivido en Estados Unidos y Europa y ha tenido más éxito fuera que dentro de Japón. Regresó a su país a finales del siglo pasado. Tiene una gran influencia kafkiana en sus novelas y cuentos. Narra una historia cotidiana y luego la convierte en un mundo de sueños donde la soledad está bien presente.
Auster, por el contrario, es ese neoyorquino afrancesado, con influencia también de Kafka pero sobre todo de Beckett y del español Vila-Matas. Lo casual juega un gran papel en su literatura. Es novelista, poeta, ensayista y guionista de cine. Me ha llamado la atención una frase suya en una entrevista con ocasión del lanzamiento de su último libro, La llama inmortal de Stephen Crane: “Los escritores no somos políticos. Damos lo mejor de nosotros cuando analizamos toda la sociedad y para eso es necesario quedarte al margen, en una especie de exilio interno”. Lo deberían tener en cuenta muchos de los intelectuales que proliferan, y vociferan, en nuestro país.
¿Y qué decir del joven (para diferenciarlo del padre) y ya canoso Javier Marías? Para mí es un maestro de la lengua. Aprendo a mejorar el idioma leyéndolo. Domina la introspección psicológica como ninguno. Poco importa que sus novelas no tengan apenas argumento. El argumento son ellos, sus personajes. Marías es un escritor conflictivo, alejado de otros que necesitan acercarse a un partido político sea del signo que sea y diligentes a la hora de sumarse a manifiestos. ¿Por qué no él? De las letras hispanas contemporáneas es uno de los que más merecimientos tiene. No es un advenedizo y es conocido fuera de su país. Para mí sería un espaldarazo a la literatura en español, una elección justa que prestigiaría el premio como ocurrió con García Márquez, en 1982, y Vargas Llosa, en 2010. Tengo entre los mejores discursos el que hizo el peruano en la Academia Sueca en la víspera de la entrega del Nobel.
Y como reservas añadiría al británico Ian McEwan y a otro español: ni más ni menos que Arturo Pérez-Reverte. Yo estaba cargado de prejuicios sobre éste por su pasado periodístico un tanto tremendista. Lo empecé a leer tarde, pero confieso que su escritura me atrapa desde la primera hasta la última línea por su dinamismo. Me entretiene, lo cual no siempre es fácil.
Pero, en resumen, los muy doctos académicos suecos volverán a sorprenderme con su elección. Lo único que espero en apoyo de las editoriales españolas que al menos uno de sus libros esté traducido a nuestro idioma.