En el barrio de clase media de la parte este de Columbus, Ohio, donde Myles Schoonover había crecido, los chavales fumaban hierba y bebían. Sin embargo, cuando Myles crecía, no conocía a nadie que consumiera heroína. Tanto él como su hermano pequeño, Matt, iban a un instituto cristiano privado de un barrio residencial de Columbus. Su padre, Paul Schoonover, es copropietario de una agencia de seguros. Ellen Schoonover, su madre, es ama de casa y asesora a media jornada.
Myles salía de fiesta, pero no tenía dificultades para sacar fuerzas y concentrarse. Se marchó a una universidad cristiana de Tennessee en 2005 y estuvo fuera de casa durante la mayor parte de la adolescencia de Matt. Este tenía déficit de atención con hiperactividad y las tareas escolares se le hacían más duras. Empezó a salir más, a fumar hierba y beber durante la secundaria.
Los dos hermanos pudieron encontrarse de nuevo cuando Matt se unió a Myles en la universidad al entrar en primero, en 2009. Sus padres no llegaron a saber con certeza en qué momento Matt había empezado a tomar unas pastillas que, para entonces, estaban por todos lados en la parte central de Ohio y Tennessee; pero aquel año, Myles vio que las pastillas eran ya una parte muy importante de la vida de Matt.
Matt esperaba que la universidad fuera un nuevo comienzo. No lo fue. Por el contrario, se agenció una pandilla de amigos que carecía de habilidades básicas y motivación. Dormían en el sofá de Myles, que acabó cocinando para ellos. Durante un tiempo, lavaba la ropa de su hermano, ya que Matt podía llevar la misma durante semanas. Matt, con sus dos metros de alto y su cuerpo robusto, era un tipo cariñoso con un lado tierno. Sus postales podían ser sentidas y dulces: “Te quiero, mami –escribió en la última que le envió a su madre, después de que su abuela hubiera pasado un tiempo en el hospital–. Todo esto con la abuela me ha hecho darme cuenta de que no sabes realmente cuánto tiempo te queda en este mundo. Eres la mejor madre que se puede desear”. Aun así, las pastillas parecían mantenerlo en una nube. En una ocasión, Myles tuvo que acompañarlo a la oficina de correos para que pudiera enviarle una tarjeta de cumpleaños a su madre porque Matt parecía incapaz de encontrar el sitio.
Myles era profesor ayudante no doctor y veía a jóvenes de la edad de su hermano continuamente. Tenía la sensación de que un buen número de chavales de la generación de Matt no sabía desenvolverse entre las demandas y las consecuencias de la vida. Myles había enseñado inglés en Pekín a jóvenes chinos que se esforzaban al máximo para diferenciarse de otros millones de jóvenes. Al otro lado del mundo, a los jóvenes estadounidenses se les consentía con los recursos del mundo en enormes cantidades para satisfacción de nadie; vagueaban haciendo lo mínimo y dependían de sus padres para resolver sus problemas, ya fueran grandes o pequeños.
Cuando acabó el año, Matt volvió a casa para vivir con sus padres. Myles pasó los años siguientes en Yale haciendo un máster en Estudios Judaicos y Bíblicos sin saber qué había sucedido a continuación. En casa, Matt parecía haberse desecho de la falta de rumbo que mostraba en la universidad. Se vestía con pulcritud y trabajaba a jornada completa en empresas de catering. Sin embargo, cuando volvió a casa –como sus padres descubrieron más tarde–, ya se había vuelto un adicto funcional que consumía analgésicos opiáceos con receta, Percocet sobre todo. A partir de ahí, en algún momento se pasó al OxyContin, una píldora potente fabricada por una compañía del pequeño estado de Connecticut: Purdue Pharma.
A principios de 2012, sus padres lo descubrieron. Estaban preocupados, pero las píldoras de las que Matt abusaba eran fármacos recetados por un doctor. No se trataba de una droga de la calle que pudiera matarte, o eso creían. Lo llevaron a un doctor, que prescribió una desintoxicación en casa de una semana a base de medicinas para la presión arterial y pastillas para dormir que calmaran los síntomas de la abstinencia de los opiáceos.
Recayó poco tiempo después. Incapaz de pagar el precio del OxyContin en la calle, en un momento dado Matt se pasó a la heroína de alquitrán negro que había copado el mercado de Columbus y que traían jóvenes mexicanos de un pequeño estado de la costa del Pacífico de México llamado Nayarit. Al rememorar lo sucedido tiempo después, sus padres creen que esto ya había sucedido meses antes de que supieran de su adicción. No obstante, en abril de 2012, Matt admitió entre lágrimas a sus padres su problema con la heroína. Estupefactos, lo llevaron a un centro de rehabilitación.
Myles llevaba un tiempo sin hablar con su hermano cuando llamó a sus padres. “Está en rehabilitación”, dijo su madre. “¿Cómo? ¿De qué?”, contestó Myles. Ellen hizo una pausa, sin saber cómo decirlo: “Matt es adicto a la heroína”. Myles rompió a llorar.
Matt Schoonover volvió a casa después de pasar tres semanas en rehabilitación el 10 de mayo de 2012, y con eso, sus padres sintieron que la pesadilla se había acabado. Al día siguiente, le compraron una batería nueva para el coche y un móvil nuevo. Se fue a una reunión de Narcóticos Anónimos y, más tarde, a jugar al golf con amigos. Debía llamar a su padre después de la reunión de NA.
Sus padres esperaron todo el día una llamada que nunca hizo. Esa noche, un policía llamó a su puerta.
Más de ochocientas personas asistieron al funeral de Matt. Tenía veintiún años cuando murió de una sobredosis de heroína de alquitrán negro.
En los meses posteriores a la muerte de Matt, a Paul y Ellen Schoonover les impresionó todo lo que no sabían. En primer lugar, las pastillas: los doctores las recetaban, ¿cómo podían llevar a la heroína y la muerte? Y ¿qué era el alquitrán negro? La gente que vivía en tiendas de campaña debajo de un puente era la que se metía heroína. Matt había crecido en los mejores barrios, iba a un colegio privado cristiano y a una iglesia destacada. Había confesado su adicción, buscado ayuda y recibido el mejor tratamiento para la adicción a las drogas que había en Columbus. ¿Por qué no había sido suficiente?
Sin embargo, a lo largo y ancho de Estados Unidos, miles de personas como Matt Schoonover morían. Las sobredosis de drogas mataban a más personas cada año que los accidentes de coche, que habían sido la causa principal de muerte accidental durante décadas hasta que llegó esto. Ahora, la mayoría de las sobredosis mortales eran de opiáceos: analgésicos con receta o heroína. Si las muertes eran la medida, esta ola de abuso de opiáceos era la peor plaga de drogas que había golpeado nunca a este país.
Esta epidemia afectaba a más adictos y provocaba muchas más muertes que la plaga del crack en los noventa o que la plaga de la heroína en los setenta, aunque sucedía lentamente. Los jóvenes morían en el cinturón de óxido de Ohio y el cinturón de la Biblia de Tennessee. La peor parte se la llevaban los mejores enclaves de los clubs de campo de Charlotte. Sucedía en Mission Viejo y Simi Valley, en la periferia del sur de California; también en Indianápolis, Salt Lake y Alburquerque; en Oregón, y Minnesota, y Oklahoma, y Alabama. Por cada millar de personas que moría cada año, muchos cientos más se enganchaban.
A través de las pastillas, la heroína había penetrado en la cultura dominante. Los nuevos adictos eran jugadores de fútbol americano y animadoras. El rugby era prácticamente la entrada a la adicción a los opiáceos. Soldados heridos regresaban de Afganistán enganchados a las pastillas analgésicas y morían en Estados Unidos. Los jóvenes se enganchaban en la universidad y morían allí. Algunos de estos adictos provenían de rincones agrestes de la parte rural de los Apalaches; aunque la mayoría pertenecía a la clase media estadounidense. Vivían en comunidades donde las calles estaban limpias, los coches eran nuevos y los centros comerciales atraían a los Starbucks, los Home Depot, los CVS y los Applebee’s. Eran hijas de predicadores, hijos de policías y doctores, vástagos de constructores, y maestros, y empresarios, y banqueros.
Y prácticamente todos eran blancos.
Los hijos del grupo más privilegiado del país más rico de la historia del mundo se enganchaban y morían en números rayanos en la epidemia por culpa de sustancias diseñadas para, precisamente, aplacar el dolor. “¿Qué dolor?”, preguntaba retóricamente un policía de Carolina del Sur una tarde mientras patrullábamos los mejores barrios del sur de Charlotte, donde arrestaba a jóvenes por llevar pastillas y heroína.
El crimen estaba en un momento de bajos históricos; las muertes por sobredosis, alcanzaba cifras récord. Una fachada de felicidad ocultaba una realidad perturbadora.
Cada vez me consumía más esta historia. Trataba de Estados Unidos y México, de adicción y mercadotecnia, de riqueza y pobreza, de la felicidad y de cómo alcanzarla. La veía como un entramado épico con filamentos de todo tipo. Me llevó a través de la historia del dolor y de una revolución en la medicina estadounidense. Perseguí el relato a través de una pequeña localidad de agricultores de caña de azúcar de Nayarit, México, y de una localidad de igual tamaño en el cinturón industrial del sur de Ohio. La historia me transportó a la Kentucky de los Apalaches y a los radiantes barrios residenciales de las ciudades que más se beneficiaban de la era de excesos que había comenzado a finales de los noventa. Conocí a policías y adictos, profesores y doctores, enfermeros de la sanidad pública y farmacéuticos a medida que intentaba tirar del hilo.
Y conocí a padres.
El día de Año Nuevo de 2013 me encontraba en Covington, Kentucky, y comenzaba a documentarme a tiempo completo para este libro. El único lugar abierto para comer era la Taberna de Herb y Thelma: un restaurante de chile acogedor y en penumbra. En su interior se congregaba una docena de miembros de una familia que celebraba el cumpleaños de una chica. Me senté en una esquina y pasé una hora comiendo y escribiendo con el resplandor de los partidos de fútbol universitario en el televisor y el neón de cerveza bávara de la pared.
Me incorporaba para marcharme cuando, al ver la sudadera de Berkeley que llevaba, una abuela del grupo me preguntó: “Tú no eres de por aquí, ¿verdad?”.
Le dije que era de California. Ella me preguntó por qué estaba tan lejos de casa. Le dije que estaba comenzando a documentarme para un libro sobre el abuso de heroína y pastillas con receta.
La fiesta se detuvo. Se hizo el silencio en la taberna. “Bueno, coge una silla –dijo, tras una pausa–. Tengo una historia para ti”.
Su nombre era Carol Wagner. Carol procedió a hablarme de Chad, su atractivo hijo con título universitario, al que recetaron OxyContin para su síndrome del túnel carpiano, se volvió adicto y no consiguió desengancharse después de eso. Perdió su casa y a su familia, y cinco años más tarde moría de sobredosis de heroína en un hogar de transición de Cincinnati. La nuera de Carol tenía un sobrino que también había muerto por culpa de la heroína. “Ya no juzgo a los drogadictos –decía Carol–. Ya no juzgo a las prostitutas”.
Salí de Herb y Thelma y conduje por las calles, asombrado ante el hecho de que un encuentro tan casual en el corazón de Estados Unidos pudiera conducir a contactos tan personales con la heroína.
Más adelante, conocí a otros padres cuyos hijos aún vivían, aunque se habían convertido en mentirosos y ladrones esclavos de una molécula invisible. Estos padres temían cada noche recibir la llamada que les comunicara que su hijo estaba muerto en el lavabo de un McDonald’s. Se arruinaban pagando rehabilitaciones y llamadas a cobro revertido desde la prisión. Se mudaban a donde nadie conociera su ignominia. Rezaban porque el niño que habían conocido resurgiera. Algunos se planteaban el suicidio. Estaban conmocionados y desprevenidos ante la repentina pesadilla que el abuso de opiáceos había causado y cuán profundamente había destrozado sus vidas.
Entre los padres que conocí estaban Paul y Ellen Schoonover. Los encontré angustiados y desconcertados un año después de la muerte de Matt: “No dejaba de intentar entender lo que acababa de ocurrir. ¿Por qué nuestras vidas estaban destrozadas? –me dijo Paul Schoonover el día que nos reunimos por primera vez en su agencia de seguros de Columbus–. ¿Cómo ha podido suceder esto?”.
Así es cómo…
Este fragmento corresponde al libro Tierra de sueños. La verdadera historia de la epidemia de opiáceos en Estados Unidos que, con traducción de Noelia González Barranco, acaba de publicar Capitán Swing.