Parece una imagen imposible. El camión monstruoso de Naciones Unidas, con soldados indios de turbante azul en la cabina, se abre paso por una lengua de lava negra, una calle. Las mujeres en los arcenes, con sus infiernillos de carbón y sus vestidos de colores psicotrópicos, observan el ir y venir de todoterrenos, niños, trastos, buscavidas. Estoy en Goma y voy de paquete en una moto de fabricación china. Llueve y hace calor. A lo lejos, un avión de carga gigantesco aterriza en la pista y la tierra desnuda tiembla, ruge, se retuerce bajo la lava que escupió en 2002 el volcán Nyiragongo, al fondo de todo del cuadro, envuelto en nubes.
En el cuartel general de la MONUC (Misión de la Organización de las Naciones Unidas para el Congo), el mayor indio Shardool Sharma me señala en un mapa la disposición de sus hombres sobre el terreno y los lugares que no debería pisar. Aquí, en esta franja con la frontera ruandesa hay milicias. Aquí, al sur de Bukavu, en las minas de coltán, está el FDLR (Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda, formadas por algunos de los autores del genocidio ruandés de 1994). Aquí mejor no vayas; aquí, tampoco. El aire acondicionado convierte el cubículo en el que nos encontramos en una nevera. En la pared, un póster del Taj Mahal y el eslogan turístico Incredible India. Mi entrenamiento de seguridad ha finalizado. Conclusión: todo lo que no es Goma es peligroso. Afuera, en el patio del cuartel, dos francesas vienen a trabajar con vestido de boda y tacones.
Los días de la MONUC en Congo están contados. El presidente Joseph Kabila quiere celebrar el cincuentenario de la independencia de Bélgica el próximo 30 de junio, viendo como algunos cascos azules se marchan del país. Miembros de su gabinete han expresado el deseo de una retirada total del contingente para verano de 2011, cuando expire el mandato de la misión. Una delegación del Consejo de Seguridad viajará a Congo a mediados de mayo para evaluar la renovación de ese mandato, ante las dudas de que el gobierno de Kinshasa pueda garantizar la seguridad en el este del país. La misión más grande de Naciones Unidas en el mundo cuenta con más de 20.000 cascos azules de 49 países y es también la más costosa, con un último presupuesto anual de 1.019 millones de euros. La MONUC está en todas partes, la MONUC es odiada y amada. Los niños piden galletas a los blancos por los caminos, pensando que son de la MONUC.
Goma pertenece al lado ancho del mundo donde la historia se construye a golpe de fracasos y no de éxitos. Da igual que la ciudad se bañe a orillas del arrebatador lago Kivu o que los gorilas se escondan en la niebla del cercano Parque Nacional de Virunga, uno de los pulmones del planeta. Aquí, la lógica camina en dirección contraria: el Kivu suministra agua a campos de refugiados, los gorilas huyen de los combates de los hombres y el volcán Nyiragongo, con la lava más líquida conocida hasta la fecha, sólo devuelve miedo.
Es una historia conocida. En el verano de 1994, centenares de miles de hutus ruandeses llegaron a Goma tras cruzar a pie los pocos metros de frontera que la separan de su vecina ruandesa, Gisenyi. Los genocidas hutus que habían acabado a machete con 800.000 tutsis y hutus moderados en seis semanas, obligaron a la población a huir a Congo ante el avance del Frente Patriótico Ruandés del actual presidente tutsi Paul Kagame. La intervención humanitaria de Francia en este asunto, también conocida como Operación Turquesa, funcionó a las mil maravillas: un pasillo blindado para que los genocidas pasaran a Congo y se llevaran consigo muchos secretos incómodos del entonces todopoderoso presidente francés François Mitterand, como el apoyo financiero y político a los radicales hutus. El pasado 25 de febrero, Nicolás Sarkozy, de visita en Ruanda, admitió “errores” y “una especie de ceguera” de su país durante el genocidio.
Con Goma convertida en el campo de refugiados más grande del mundo, vinieron las epidemias de cólera, los 3.000 muertos diarios en las cunetas, los genocidas controlando la distribución de ayuda y lanzando ataques contra Ruanda, así como las incursiones de castigo del gobierno tutsi de Kagame y tantas otras atrocidades que no importaron a nadie, porque ahora los que morían eran los malos. A la ciudad se le quedó un aspecto nómada para siempre y sólo las mansiones del barrio de La Corniche, a orillas del lago, contradicen la sensación de que la gente va a coger sus cosas y se va a largar, de la noche a la mañana, a un lugar mejor. El paso de Gisenyi sigue existiendo y en su suelo volcánico las huellas no se pueden borrar porque nunca se quedaron.
El éxodo de esos dos millones de ruandeses en 1994 iba a traer consecuencias que se escapan a los adjetivos, las conocidas como Guerras Mundiales Africanas y sus cuatro millones de muertos. La primera, entre diciembre de 1996 y mayo de 1997, vio el derrocamiento del dictador congolés Mobutu Sese Seko (en el poder desde 1965) a manos de una alianza de fuerzas tutsis congoleñas manejadas en la sombra por Ruanda y Uganda y apoyadas por Burundi y Zimbabue, todos con ambiciones regionales y pecuniarias más o menos explícitas. En el poder quedó Laurent Desiré Kabila, un viejo guerrillero que había luchado junto al Che Guevara treinta años antes. Kabila se olvidó pronto de quiénes eran los que le habían puesto ahí y empezó a tomar decisiones por su cuenta. Ruanda, Uganda y Burundi decidieron cambiar de marioneta y atacaron Congo. Lo que siguió, la Segunda, fue una caótica partida de ajedrez de cuatro años a la que se sumaron Angola, Namibia, Chad, Sudán y Libia, con alianzas e intereses cambiantes. Por su parte, Francia y Estados Unidos se emplearon en un pulso a puerta cerrada para decidir quién se quedaría con el control de la región. Kabila murió asesinado en 2001 a manos de su guardia personal y fue reemplazado por su hijo Joseph, el todavía presidente de Congo. Los acuerdos de 2002 en Sun City (Sudáfrica) pusieron un fin y una foto oficial a la contienda más sangrienta desde la Segunda Guerra Mundial. Todo lo demás, los campos, el saqueo, las violaciones, la impunidad de los señores de la guerra, siguieron a otro ritmo, pero siguieron.
Me encuentro con Amadi, exfutbolista entre otras muchas líneas de su currículum. Nos vamos a dar una vuelta por el centro de Goma y en una de las tiendas de música se escucha un discurso antiguo de Mobutu. Le pregunto cómo es posible que alguien quiera escuchar al hombre que saqueó el país, que cambió el nombre por Zaire, que vestía pieles de leopardo. Amadi me contesta con una sonrisa, como apiadándose de mi ingenuidad. Amadi me ha acompañado estos últimos días por los sótanos de la corrupción estatal para conseguir un visado de periodista a cambio de 250 dólares, otros varios billetes entregados por debajo de la mesa y demás súplicas teatrales a burócratas con cara de pocos amigos. Es como un juego y se aprende rápido.
¿MUGUNGA?
Amadi conduce la motocicleta por una carretera rectísima que sale de Goma en dirección oeste. Nos encontramos con un camión averiado de Naciones Unidas. Un grupo de niños observa desde el arcén. Dos soldados uruguayos revisan una de las ruedas traseras. Les saludo en español y se quedan atónitos, les hablo de Forlán, el jugador uruguayo del Atlético de Madrid. Pregunto, mientras compartimos un cigarrillo, cuánto queda hasta la entrada de Mugunga. “¿Mugunga? Ni idea, sólo hace tres meses que llegamos”. Me despido de ellos y el campo aparece cuatro kilómetros más adelante, donde siempre ha estado.
Después de los trámites rutinarios con la autoridad, entramos por un sendero acompañados por un policía adolescente con un fusil viejo al hombro. Una colina verde esmeralda y húmeda aparece punteada por cabañas blancas y miles de personas en un limbo de pesadilla. En el campo de refugiados de Mugunga I (hay II y III) la vida discurre aplastada por una ley de la gravedad multiplicada. El que no la aguanta, se queda tirado. Saltar o correr está reservado a los niños que no entienden mucho o que ya han dejado de preguntarse si la vida es esto. También hay niños que ni saltan, ni corren. Una larga fila de mujeres se apiña a las puertas de una casa de ladrillo descubierto en la que hoy se reparten cuatro pastillas azules de jabón por persona. Un anciano remienda una bota a las puertas de su cabaña, enroscado sobre sí mismo, sin levantar la mirada. Hay un pequeño mercado de ropa y utensilios básicos. En un descampado que ocupa el centro del campo hay otra multitud esperando algo.
Me acerco a la cola y le pido a Amadi que me presente a la última de la fila. Se llama Julienne Kisata, tiene 42 años y un bebé a la espalda. Dos diminutos tatuajes adornan sus mejillas bajo unos ojos inyectados en sangre. Lleva dos años viviendo aquí -730 días- y huyó de la aldea de Sake por los ataques del FDLR. “Quiero volver, pero aquí, al menos, tenemos lo básico. En Sake no hay absolutamente nada”. Unos días antes de mi visita, la milicia hutu ruandesa asesinó a 60 personas en la aldea de Ekingi, a menos de 80 kilómetros de Bukavu. Me despido de Julienne, rodeado por un corro de personas que ha seguido la entrevista en absoluto silencio y respeto.
El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) estima que sólo en Kivu Norte hay 1,8 millones de nuevos desplazados internos desde 2006, de los cuales el 75% vive en casas de familiares y el otro 25% en los 11 campos que ACNUR tiene en la provincia. Es decir, en cuatro años, una población del tamaño de la de Barcelona ha abandonado o ha sido expulsada de sus casas por culpa de la violencia.
El dolor, en el este de Congo, tiene muchos dueños, pero uno ha sabido monopolizarlo en los últimos años. El autoproclamado general Laurent Nkunda y su Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo (CNDP) sembraron el terror entre 2004 y 2006 con la excusa de proteger a los tutsis banyamulenge de los ataques del hutu FDLR, el ejército congoleño y las milicias Mai-Mai. La realidad es que Nkunda, que luchó en 1994 a las órdenes del presidente ruandés Paul Kagame en su ofensiva contra el gobierno genocida hutu, fue un peón de Ruanda en la zona durante las Guerras Mundiales. Sus delirios de grandeza le llevaron a conquistar Goma a finales de 2008 y a amenazar con marchar hacia la capital, Kinshasa, y derrocar a Joseph Kabila. Ruanda, presionada por el apoyo explícito que daba a Nkunda, decidió cambiar cromos y se deshizo de él en enero de 2009, en una insólita operación conjunta con el ejército congoleño. Otra partida de ajedrez más, con sus presidentes, servicios secretos, señores de la guerra y gobiernos extranjeros.
Uno de sus lugartenientes, Bosco Ntadanga, alias Terminator, fue el que tendió la trampa definitiva a Nkunda, que fue detenido en cuanto puso el pie en Ruanda. Ntadanga se deja ver por Goma, sin que la MONUC decida detenerlo a pesar de la orden de busca y captura de la Corte Penal Internacional por reclutar a niños-soldado y otros crímenes de guerra. Nkunda está confinado en una prisión de Gisenyi a la espera del juicio que nunca llega y que no será cómodo para el gobierno ruandés.
Seguimos en Mugunga. Nos metemos entre las cabañas de paja y techo de plástico de las bolsas de ayuda humanitaria. Hablo con Kalemera Barangendana, que tiene 11 hijos. A su lado, una anciana de sólo 39 años lava la ropa sobre una piedra. Se llama Mirabagenzi Mawzo y viene desde Matanda, a 54 kilómetros de aquí. “La cantidad de comida que recibimos no es suficiente. Quiero volver a mi casa y cultivar algo”, me dice. Un niño pequeño y desnudo se divierte con el agua del lavadero.
Enfilamos hacia la salida. Una mujer llamada Bahani me agarra por el brazo y me empieza a contar algo en swahili, muy agitada. Amadi me traduce que las autoridades del campo les han prohibido destilar el alcohol local llamado mutobe –obtenido del plátano-. Sin él pierden ingresos imprescindibles para sobrevivir. Me pide que haga algo, que me queje. Le respondo que sólo puedo contarlo. Le parece bien y me da las gracias. Yo también le doy las gracias.
Ya fuera del campo, siento que las historias de Mugunga se me han escapado como arena entre las manos. “Un millón de historias”, le digo a Amadi. “Sí, un millón de historias”, responde. De vuelta a Goma, en la carretera interminable, adelantamos a un niño con un solo patín en el pie izquierdo. El derecho, desnudo, lo aprieta contra el asfalto para coger impulso hacia ningún lugar.
EL PRINCIPADO DEL LAGO
El día amanece sobre los caminos desiertos y embarrados de Goma. Ha llovido toda la noche y una neblina baja separa la tierra negra de un cielo nublado y amenazante. En el puerto, a orillas del lago Kivu, los pasajeros del VR Mugote se aprietan contra una verja y discuten con un hombre malhumorado que se niega a abrirla. Los estibadores están en huelga y controlan el acceso a los muelles. Hay gritos y algún que otro empujón. La protesta consiste, finalmente, en retrasar un poco la salida de los barcos.
Zarpa el Mugote con destino a Bukavu y su bandera del Congo en lo alto. Los motores cansados, pero fiables. Algunas casas del barrio de La Corniche se recortan en la orilla que se aleja. En la tele del barco pasan un documental de la erupción del Nyiragongo y de un vulcanólogo italiano que se pasó años estudiándolo. Los pasajeros no prestan demasiada atención a una historia que ya conocen.
El lago está plagado de islas y los habitantes de algunas de ellas se acercan al Mugote. La tripulación lanza al agua bidones de gasolina que, previamente, alguien ha pagado en Goma. Saludan y celebran la llegada del combustible. Sobre la cubierta, en la proa, una tertulia de hombres liderada por un oficial congoleño de dos metros, entre pavos, gallinas y maletas. Una mujer forrada de joyas doradas duerme una larga siesta sobre una silla de plástico. Dos chicos indios parecen más fuera de lugar que yo.
Bukavu surge al fondo. Parece un Mónaco en descomposición y pienso que tienen tanto en común que podrían ser la misma ciudad. La fiebre del dinero, los edificios que se precipitan al agua. Me pregunto cuántas mansiones de Mónaco se habrán construido con la riqueza que le falta a Bukavu, por esas intrincadas conexiones que sustentan las finanzas internacionales. Coltán, diamantes y fajos de dólares en unas calles llenas de agujeros. Empresas de nombres nada sutiles: Minerales del Kivu Sur, por ejemplo.
La República Democrática del Congo es uno de los países más ricos del mundo en minerales y Bukavu uno de sus bazares, la primera puerta de salida de todo ese tesoro al mundo. En 2008, el país alcanzó el 45% de la producción mundial de cobalto, el 30% de diamante industrial y el 6% de diamante de consumo. Oro, cobre, coltán y casiterita completan, junto a otros muchos, una lista interminable de minerales cuyas exportaciones tuvieron un valor de 6.590 millones de dólares, la mitad del PIB del país. El problema es que ésas son las cifras oficiales. Por debajo de la mesa, en cargamentos clandestinos, sin aparecer en ningún registro, los minerales siguen desapareciendo. Un ejemplo: según el Ministerio de Minas, el 97% del oro del Congo es sacado del país sin pagar impuestos, al estilo de las tiendas de los aeropuertos.
Otro ejemplo significativo es el coltán (acrónimo de columbita-tantalita) que, por su conductividad y resistencia al calor, es imprescindible para la producción de dispositivos electrónicos como los teléfonos móviles, consolas de videojuegos y demás aparatos de alta tecnología como los misiles. La empresa norteamericana Kemet, la proveedora de coltán de Apple para la fabricación del iPhone, fue denunciada en un informe de Naciones Unidas (S/2001/357) por haber obtenido el mineral en el mercado ilegal, es decir, por haberlo comprado a unidades del ejército congoleño, ruandés o milicias como el FDLR. Otra empresa norteamericana, Cabot, la mayor productora de coltán del mundo, aparece en el mismo informe de 2002. La respuesta de Cabot llegó en agosto de 2008 y en ella negaba cualquier negocio, “desde que el informe fue publicado”, con coltán proveniente de los dos Congos, Ruanda, Burundi o Zambia. Es decir que, sobre el coltán que salía antes del informe vía los aeropuertos de Kigali en Ruanda y Entebbe en Uganda -dos países que no tienen coltán-, la compañía no se pronuncia.
Pero la asociación casi automática que se hace entre minerales y guerra en el Congo esconde una realidad mucho más compleja: la del territorio. Según el Pole Institute, una organización radicada en Goma que se dedica a investigar el desarrollo de los dos Kivus, “la dimensión económica del conflicto en Kivu -que empezó en 1993- es acerca del derecho a la tierra y del control de las rutas comerciales, no acerca de los minerales. La clave del conflicto es que ejércitos regulares y milicias como el FDLR se financian con el control exclusivo de zonas productivas (ya sea agricultura o minerales) y también de rutas por donde salen los productos primarios y llegan los productos de consumo que Kivu necesita al depender de las importaciones”.
A la mañana siguiente de mi llegada a Bukavu, salgo hacia la aldea de Murhesa, a unos 21 kilómetros. El padre François D’Assise Basinyize me recibe a las puertas del seminario y me invita a comer. El recinto tiene un jardín muy bien cuidado y un campo de fútbol enorme. El padre Basinyize recibe una llamada de un amigo italiano mientras me enseña las instalaciones. El seminario ha sufrido ataques del FDLR en los últimos años y mi anfitrión dice tener unos documentos que prueban la venta de armas de miembros de la MONUC al FDLR emboscado en la zona. ¿Qué clase de documentos?, le pregunto. “Fotos, facturas, ya te las enviaré”, me contesta.
Los documentos nunca llegaron, pero meses después, en una pequeña y gélida sala de las Naciones Unidas en Nueva York, una portavoz del Departamento de Operaciones de Mantenimiento de la Paz (DPKO en sus siglas en inglés) me comentó que sí tenían constancia de acusaciones y de que esos casos se juzgaban de manera interna por los ejércitos que aportan soldados a la misión. Me pareció una respuesta absurda y le pregunté si no pensaba que el daño se hacía a la bandera de Naciones Unidas. Respondió que desconocía el caso particular y que no podía comentar al respecto.
LA FIEBRE DEL ORO
La avenida principal de Bunia, la capital de la provincia de Ituri, podría ser el escenario de un moderno western africano. El suelo es de tierra y algunos locales están resguardados por soportales. En uno de los extremos, una barrera separa a los vehículos del cuartel de la MONUC, equipado con un par de bares y un complejo deportivo para los trabajadores de la misión. La otra punta de la avenida se va perdiendo en el campo hasta convertirse en un camino ancho y luego en un sendero que se adentra en la región más rica en oro de todo el país.
En el bar Hellenique, la cerveza está fresca y las paredes decoradas con pinturas de mitos y dioses griegos. Congo recibió, en tiempos de los belgas, a muchos griegos que venían atraídos por las oportunidades que ofrecía la colonia. Todavía quedan algunos, todos con historias increíbles que contar, como Kosta Koskinos, dueño de la MONUC House, el otro bar del complejo. Acodado en la barra parece un personaje de novela, un Humphrey Bogart hedonista y viejo que nunca ha querido dejar su Casablanca.
He venido hasta Bunia para encontrarme con mi amigo italiano Federico Dessí, un prodigio de los idiomas. Los locales alucinan cuando le oyen hablar swahili o lingala, lengua bantú de esta región. “Quiero ver una mina de oro”, le decía siempre en los emails. Una casualidad cósmica ha hecho que también me encuentre con mi amigo Alberto Barrera, que trabaja en una campaña de desarme y ha visto los buenos y los malos momentos de Bunia. Ahora estamos en uno bueno, la torreta a las puertas de la MONUC House ya ha sido desmantelada.
Alberto me lleva a ver los cuarteles de los cascos azules paquistaníes, guatemaltecos y nepalíes, a las afueras de Bunia. De camino, el terreno gana un poco de altura y se puede divisar una gran llanura. Henry Morton Stanley, el explorador con maneras de depredador, salió de la jungla justo en este punto, después de meses de penuria en uno de sus viajes, el de rescate del fascinante y enigmático gobernador inglés Emin Pasha. Stanley lo cuenta en su libro “Viaje al África tenebrosa”. En la tienda del cuartel nepalí me compro un cuchillo gurka. Todo es extraño.
De madrugada me encuentro con Federico. Salimos en nuestras motos chinas Tembo -elefante en swahili- y Gold. Por el camino, algunas minas de oro a cielo abierto, pequeñas, semiabandonadas. Al pasar el pueblo de Nizi nos encontramos con el primer control de carretera del día. Uno de los policías dice que no podemos pasar y que necesitamos un permiso de la seguridad del Estado. En la tiendecita junto al puesto, un póster de Saddam Hussein y sus hijos Uday y Qusay como superhéroes y otro de los coches de los jugadores del Liverpool. Volvemos a Nizi, nos llevan a un cuarto pequeño y maloliente. Un tipo revisa nuestros pasaportes. Somos viajeros, estamos cruzando África. El hombre hace unas cuantas llamadas por el móvil y nos deja ir. De vuelta en el control, pagamos al policía y nos pide hacernos una foto con él. Tenemos luz verde.
El siguiente núcleo urbano es Bambu, un complejo de antiguas mansiones belgas de la época colonial. Están medio en ruinas, pero llenas de vida, con la ropa colgando de los porches. Estamos en el corazón de Kilo-Moto, una de las regiones ricas en oro en la que los hombres del rey Leopoldo II aplicaron sus mejores técnicas de esclavitud y tortura con los locales, que eran obligados a trabajar en las minas. Nos tomamos una coca-cola en una casa que debió ver fiestas fastuosas de blancos en mitad de la impresionante selva que nos rodea. Nos vamos. Ante nuestra presencia, blancos sobre motos, algunas personas huyen despavoridas hacia los campos. Otras, mujeres de edad indefinida acarrean bultos imposibles sobre la espalda y una cinta que sujetan con la frente.
Al llegar a nuestro destino, la mina de Cthudja, preguntamos por el encargado. Detrás de una caseta, bajo un toldo de plástico, un grupo de jóvenes y ancianos machacan piedras con tubos metálicos. Buscan polvo de oro que luego mezclarán con mercurio sobre la palma de la mano hasta amasar una cuenta del tamaño de una lenteja. Nada es desaprovechado aquí.
La mina de Cthudja es propiedad de un consorcio formado por la empresa sudafricana AngloGlod Ashanti Ltd. y la Oficina de las Minas de Oro de KiloMoto (OKIMO), una empresa estatal con un 13,8% de participación. AngloGold es la tercera productora de oro del mundo y su principal accionista es John Paulson, un mago de los capitales de riesgo que se embolsó 15.000 millones de dólares el año pasado por apostar 200 millones al colapso de las hipotecas basura en Estados Unidos, en lo que Newsweek calificó como “el mejor negocio de la historia”, también conocido como el inicio de la crisis financiera internacional. Resulta que esos laureles ahora forman parte del caso de fraude que la agencia gubernamental estadounidense Securities and Exchange Commission ha iniciado contra la firma Goldman Sachs justamente por apostar contra el mercado inmobiliario. Paulson es el cliente estrella de Goldman Sachs y vive en el Upper East Side neoyorquino.
AngloGold, por su parte, fue acusada en un informe de la ONG Human Rights Watch de “apoyar financiera y logísticamente” a una milicia llamada Frente Nacionalista e Integracionista (FNI) -acusada a su vez de reclutar a niños soldado y otros crímenes- a cambio de favores políticos, es decir, seguir sacando oro de las minas. AngloGold contestó lo siguiente en un comunicado: “que hubiera una grieta en nuestros principios, en la que empleados de la compañía cedieran a la extorsión del FNI es lamentable. En descargo, debe destacarse que, tan pronto como la compañía tuvo conocimiento, lo reconoció públicamente, lo condenó y manifestó que no volverá a pasar”.
Por fin llega el encargado de la mina y le contamos la historia de los viajeros. Nos dice que no hay problema en visitar el lugar. Bajamos con Tembo y Gold por un sendero escarpado y se nos aparece una mina a cielo abierto del tamaño de un estadio de fútbol, con no menos de trescientas personas desperdigadas en varios niveles y ocupaciones. No hay máquinas, ni grúas; sólo manos, palas, agua y sudor para demoler la colina y alcanzar una veta que se extiende varios kilómetros bajo la piel de Ituri.
Algunos mineros parecen menores, pero no son niños. Nos piden una foto de grupo. Otros nos miran en silencio y prosiguen con su trabajo. Están en una fase de exploración en la que es raro encontrar pepitas de oro. La veta queda lejos todavía. Una laguna color tierra, el punto más hondo de la mina, es utilizada para refrescarse y probar suerte con las piedras de la orilla y un colador.
El sol cae a plomo sobre la montaña. El encargado nos lleva hasta el punto más alto, desde el que nos explica los diferentes trabajos y etapas de la extracción. Desde arriba, la vista de la mina es espectacular y parece como si alguien le hubiera arrancado la piel a la tierra, dejando al descubierto un secreto lleno de túneles y muescas del color de un atardecer perfecto. Fantaseo con el viaje de una pepita de oro sacada de este lugar hasta un escaparate de la Quinta Avenida de Nueva York o convertida en el anillo de una novia, en una boda de alguna ciudad remota. Tengo la sensación de estar en el corazón del engranaje que mueve el mundo.