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‘Tierra fresca de su tumba’, de Giovanna Rivero. Una ‘pietà’ en el centro de la vida

En la pietà de Kathe Kollwitz una madre sostiene el cuerpo muerto de su hijo. La cabeza de ella se inclina sobre su eje, que es el de la pérdida, y lo arropa. “Yo lo que quiero saber es toditito sobre mi hijo. ¿Sufrió mucho en su agonía? ¿Tuvo usted piedad?”, pregunta otra madre a la última persona que estuvo con su hijo muerto en uno de los relatos de Tierra fresca de su tumba, de Giovanna Rivero, y en esa pregunta intenta sostener al hijo, como si las palabras pudieran acaso ser regazo. Póstumo.

Piedad, pérdida y violencia son algunos hilos con los que se tejen los seis cuentos de Tierra fresca de su tumba, un libro que nos recuerda que el relato es un género cercano a la poesía y que la poesía es, en realidad, una posición vital, un género experiencial. Los personajes están hilvanados por un lirismo feroz y delicado, y desvelan sus heridas en una prosa de alto vuelo. El terror, lo distópico y lo fantástico amplifican el ruido que hace la realidad sobre ellos, pero no se cae en la tentación posmoderna del cinismo, el sinsentido o el humor negro y despiadado hacia la falibilidad humana; al contrario, la piedad atraviesa el trasfondo psicológico, científico, social, cósmico y salvaje de estos relatos y los mantiene a salvo de la ausencia de fe en el mundo.

“Hay en la vida cotidiana algo de trágico, mucho más real, mucho más profundo y mucho más conforme con nuestro ser verdadero que lo trágico de las grandes aventuras”, afirmaba Maurice Maeterlinck sobre lo que él llamaba “lo trágico cotidiano”. En Tierra fresca de su tumba abunda lo que llamaremos aquí “lo terrorífico cotidiano”: situaciones de terror que nos arrastran al filo de nosotros mismos en el día a día, mucho más real, mucho más profundo y mucho más conforme con nuestro verdadero ser que lo terrorífico de las grandes aventuras. Este eje dibujado por la pérdida, el terror y la tragedia lo cruza otro: el de la búsqueda de redención, piedad o perdón; y en la intersección de ambos se genera una asombrosa serenidad. Como la madre con su hijo sobre el regazo, Rivero sostiene a sus personajes –todos ellos atravesados por la muerte– con la languidez de la caída y la solidez de la piedra, y en este posicionamiento con lo frágil y lo falible arroja una mirada compasiva hacia los abismos y los límites de lo humano, a todas sus sombras.

La violencia –sea esta física, simbólica o sistémica, sea en forma de precariedad, abusos, alcoholismo, ostracismo, orfandad o locura– es la enfermedad que sufren todos los personajes: una niña que es víctima de abusos, una mujer que acoge a una hija ilegítima de su marido, un hombre abocado a sobrevivir por debajo del umbral de la dignidad, una inmigrante que se ve forzada a vivir fuera de su comunidad tras la muerte de sus padres, un joven investigador que vende su cuerpo a los laboratorios para sobrevivir o una mujer que se refugia en la locura. Muchos de estos personajes complejos son femeninos, y la violencia les afecta de forma específica, como a la protagonista de ‘Mansedumbre’ o a la tía Anita de ‘Piel de asno’, figura especialmente rica y violentada por la soledad, el alcoholismo y una búsqueda de trascendencia oscura e inabarcable que se materializa en el éxtasis que alcanza leyéndose a sí misma a George Bataille. En la mirada sobre la violencia hay una apuesta por la complejidad, lo contradictorio y la permeabilidad, y se revisa lo que el imaginario colectivo caracterizara antaño como bello: un embarazo, el mar, incluso el alimento más básico, que puede convertirse en veneno.

La contradicción y la ambivalencia afectan asimismo a la comunidad, que puede ser la tierra fresca y fértil que protege y construye identidad o la tumba en la que quedar enterrado. Es el caso de la comunidad menonita de Manitoba, la comunidad japonesa (fruto de las olas migratorias que siguieron tanto a la Segunda Guerra Mundial como a la catástrofe de Fukushima), la de los métis de Canadá, la científica, la que conforman dos seres a la deriva en un desierto de agua o la familiar, con sus leyes y códigos sagrados.

A lo largo de los seis relatos, la tierra fértil y la tumba son detonadores incesantes de imágenes –ese “resaltar súbito del psiquismo”, como las describiera Gaston Bachelard– que hacen posible abordar los temas anteriores sin agotarlos en ningún momento. Entre esa tierra fresca que propicia el nacimiento y la tumba que es la muerte se convocan asociaciones y estratos semánticos y simbólicos que se abordan de manera diferente en cada relato. Aquí solo algunos apuntes sobre cada uno:

1.  En ‘Mansedumbre’, la tierra fresca es la búsqueda de una reparación que nada tiene que ver con la justicia divina de los menonitas, sino con la diosa Pachamama. Este relato, basado en hechos reales, se despliega en forma de juicio a la víctima y propone una reflexión sobre los códigos éticos de una comunidad religiosa, sobre la confusión ponzoñosa entre víctima y verdugo y sobre los peligros del aislamiento dentro de una comunidad en sí ya aislada. La mansedumbre del título es la que se exige de las niñas y la que muestra la comunidad a la hora de juzgar un acto de infamia; la de la víctima cuya inocencia es arrebatada y descubre que el emperador no solamente está desnudo, sino que es peligroso y violento. La mansedumbre es también la de un padre que tarda demasiado tiempo en reaccionar y proteger a su hija de un sistema agresor y de un consejo de ancianos frente a una religión que es cáscara vacía. Pero es también el final de la mansedumbre: la del indio frente al blanco, el “camba”; es el despertar de la ley natural de la tierra. Y en esta lucha entre el azul frío del cielo menonita y el pardo cálido de la tierra vence la justicia de la Pachamama, a quien hay que “ofrendarle algún fruto, un feto de la llama, unos caramelos, ¡algo!” porque “no puedes levantar nada próspero, ni una humilde choza, si no pides perdón”. El perdón es la sentencia de la tierra.

2.  En ‘Pez, tortuga, buitre’, la tierra fresca es esa piedad por la que pregunta una madre; es una lejana posibilidad de redención y de alejarse de ese oleaje que es para Amador un “siseo de víboras” que “se le entra por los oídos y le arma pesadillas terribles” en el puerto; es la montaña alejada del mar donde tal vez se pueda vivir en paz; son las tortillas de maíz que alimentan a ese hombre que ha sufrido un hambre atroz, un hambre que se le ha ido expandiendo por dentro “como un globo de helio, un animal hecho de vacío, un animal ciego que le quema las tripas, que lo cubre de miseria”. El maíz, base de la vida engendrado en tierra fértil, es al mismo tiempo camino hacia la muerte. El alimento prohibido salvó una vez a un hombre; el alimento básico lo condenará. Como el agua, la tierra da vida y muerte.

3.  En ‘Cuando llueve, parece humano’, la tierra es la del huerto que trae un espectro amable que invita a desenterrar el pasado, ese “resplandor que había encontrado el modo de materializarse. Era una corriente de ukiyo alimentándose de la tierra fresca para tomar la forma de un rostro, de unas trenzas de pelo oscuro, de un cuerpo elástico que había remontado su interrupción”. Es el regreso de un tiempo de la infancia que corona un espantapájaros y que se repliega sobre sí mismo como una figura de origami que pudiera formarse en esa hoja lisa de vida. “Porque todo había sido solo eso. Una interrupción. Un corte en la linealidad de un origami perfecto. Un tajo en la continuidad del tiempo. ¿No era así? Apenas una hendidura que ahora podían solucionar”.

4.  En ‘Socorro’, ese tiempo que regresa es vivido de manera traumática. La tierra fresca es el silencio que cubre lo indecible, lo sagrado profanado. Socorro carga con la fuerza simbólica de los entierros: ese “modo antiguo en que la gente les heredaba a sus hijos y a sus nietos las riquezas acumuladas en años de privación. A veces los hijos se enteraban en sueños de que debían derrumbar una pared para descubrir, con un alivio que dolía, que eran dueños de una riqueza impensable. La anécdota me hizo pensar en Freud y tuve que darle algo de razón, estábamos inexorablemente ligados a los pecados y las obsesiones de nuestros padres, a sus ‘entierros’, a la putrefacción de su herencia en las entrañas de una pared silenciosa, plagada de ojos y oídos”. En las entrañas de esa pared silenciosa arrecia el pasado, y ante ese ataque, los personajes se defienden con los medios de los que disponen: un cuaderno para “tramos incómodos”, una maestría en psicología o la locura, porque la locura “la había protegido de la violencia de la vida”. Socorro desentierra lo que solo el loco, el bufón o el niño puede desenterrar, y en su propio entierro se convierte en mártir de la verdad.

5.  En ‘Piel de asno’, la tierra fresca rodea lo salvaje, lo animal, la voz del bosque y de la naturaleza; es lo telúrico y lo cósmico, así como la pertenencia a una comunidad y la palabra que nombra. Pero también es la orfandad de una niña que ha perdido a sus padres y cuya madre se le aparece en sueños “sacudiéndose del vestido la tierra fresca de su tumba y las vetas de cenizas, sus propias cenizas, de su pelo negrísimo”.
En este relato, en el que confluyen el conocimiento científico y las verdades más ancestrales y atávicas, la cita de Leonard Cohen del comienzo nos acerca a esa salvación que propicia el arte, aliado de la medicina para detener el deterioro de la glándula pineal, ese “botón espiritual”. Esta suerte de salvación a través del góspel comienza en el instante en que quien más adelante se llamará a sí misma “Osa Ayotchow” cobra conciencia de ser aceptada en una comunidad, durante la fiesta anual de los búfalos: “busqué lo mejor de mí para ofrecérselo y solo encontré mi voz. Abrí pues mi ‘bocota’ y canté como nunca antes. Era una canción góspel que había escuchado en la radio, una canción honda, de pocas palabras, que me aceleraba el corazón. Fue la primera canción góspel que canté en mi vida. ‘Tienes la voz más resplandeciente que he escuchado jamás, piel de asno’”. Las palabras que nombran son regazo y destello de sanación.

6.  Si, como escribe María Negroni “en la palabra jardín crecen manzanas”, en el último relato, ‘Hermano ciervo’, hace frío. Es el frío de los lagos, del hospital y los laboratorios, el de la precariedad. Aquí, la tierra fresca es la que no está, la del desarraigo de dos emigrados bolivianos en los Estados Unidos que luchan en el ambiente falsamente glamuroso de la investigación académica. Pero es también la tierra del sublime americano, que es escenario de la herida y manto para el ciervo muerto que da título al relato. En este cuento, como en el anterior, lo humano encuentra consuelo en su vinculación con lo animal, pero no hay confluencia entre naturaleza y ciencia, sino una contradicción gélida e incómoda en medio del gran embuste de la meritocracia, que crece alimentándose de la vida y los anhelos de los protagonistas: “Entonces recuerdo lentamente que he soñado con el posible hijo que Joaquín y yo engendraríamos bajo el influjo del A-Contrarreactivo, un hijo hecho de vitaminas y dinero que no sabemos usar. Flotaba en mi interior como un animalito ultramarino. De frente al espejo, con una panza de siete meses, podía distinguir a través de la piel translúcida de mi vientre cada parte de su carne no nacida: las dos cabezas, los párpados dormidos bajo el tierno edema de los fetos, las manitos perfectas y los piecitos coronados por dedos supernumerarios, esos piecitos primitivos que alguien había cosido por los talones componiendo pétalos rebosantes de tejido recién formado. Flor de hijito el que me latía en la panza”.

A diferencia de la de Kollwitz, la pietà de Rivero se inyecta en la tierra, y en ella se sostiene al hijo vivo aún; se lo acompaña y arropa con el propio cuerpo literario. Hasta que llegue, o se intuya, el desenlace.

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