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Mientras tantoTierra y mundos

Tierra y mundos


 

Desde cierta formación nietzscheana –y no tanto el Nietzsche “literario” como el pensador de un sistema abierto a la vida de siempre y al poder actual- hace mucho que Heidegger resulta demasiado historicista e ilustrado. Demasiado “cercano a Hegel”, en palabras de Deleuze. A algunos, Heidegger siempre nos interesó en el vientre de Nietzsche. Y poco a poco le hemos ido sintiendo incompatible con el organismo nietzscheano, ese “cuerpo sin órganos” que se tensa para pensar el Eterno Retorno, la verdad de la belleza, en medio de la prisión de paredes móviles que es la vida moderna.

 

Al margen de los miedos del profesor Heidegger, lo que llamamos tierra produce eventualmente –en el arte y en la vida cotidiana- una profunda desconexión en la seguridad de la cobertura. La vida terrenal interrumpe la sociedad para crear comunidad, una comunión en la finitud de la que nuestra Sociedad no quiere saber nada. La Tierra es el gran interruptor que corta, aquí y allá, la continuidad de la información. El misterio viviente de sus apariciones singulares obstruye la religión de la circulación que nos sostiene, esa pared ubicua del reemplazo constante, esa incesante deconstrucción de cualquier intensidad real.

 

Cuando decimos “tierra” queremos decir lo más difícil y sofisticado de nuestra cultura: unas páginas de Onetti o Handke; un cuadro de Rothko, un poema de W. Stevens, una composición de Morton Feldman. Es sabido que lo elemental es hoy lo más difícil, la rara vivencia que sólo se encuentra tras un accidente en la cadena de mediaciones que  nos protege –esto es, que nos preserva enfermándonos. Cuando toma la palabra o accede a la imagen, deteniendo por un instante la “superstición de la cronología” (Simone Weil), la tierra agrieta el gran muro de la separación –palabra legendaria donde las haya- que permite que Occidente sea “superior”, cultural, tecnológica y militarmente.

 

De eso se trata para nosotros, de ser superiores, de mantener un nivel de vida que nos libre de la vida elemental, sin nivel. Por eso la tierra, esa riada brutal de formas de vida que eventualmente reaparece en el arte, ha de tener “mala prensa”. Es más que probable que de tal mala fama forme parte también esta preocupación benéfica que se presenta bajo el nombre de “cambio climático”. Bajo tal cambio supuestamente catastrófico la tierra habría perdido el eco de independencia y soberanía que le era propio y al fin se parecería a nosotros. Se parecería a nuestra fragilidad crónica, a nuestra histérica necesidad de cuidados, librándonos por tanto de un referente que nos pueda hacer sentir decadentes, casi patéticos.

 

Por el contrario, la ley de la naturaleza que nos enseña el arte es que la tierra cuida desprotegiendo, dejando ser a la intemperie. Nos cura entregándonos al trauma de lo real y sacando de ahí una forma. Si la industria -también la cultural- conserva las cosas añadiendo una sustancia que altera el elemento original, la naturaleza conserva entregando los seres a su finitud, abrazando la caducidad. La naturaleza y el arte generan, en este aspecto, una frágil salud de hierro.

 

El arte nos habla siempre de una naturaleza que “ama esconderse”, más profunda que todas las reglas numéricas con las que pretendemos encerrarla. El misterio de lo viviente sigue encarnado la afirmación –no positiva- desde la muerte, y eso no lo podemos consentir. Si la naturaleza –en los rostros, en los paisajes- ofrece algo es la duración inocente de la finitud. Una enigmática fortaleza intraducible a información, a concepto, a narración segura.

 

Esto es demasiado para nuestro narcisismo, que se pone exactamente en el centro al precio de alejar todo lo que sea un roce directo con la finitud. ¿Son otra cosa las tecnologías numéricas en boga, su “tiempo real”, más que un diferido global de veinticuatro horas? Lo obsesión por la velocidad en las tecnologías es la obsesión por alejar al instante lo real, por duplicarlo con  la cobertura. Es el instinto de buscar que por ningún lado se cuele el tiempo en estado bruto, el peligro de vivir. Por eso el hombre tecnificado tiene con frecuencia ese aspecto ensimismado. Conserva su vida apartada de los vaivenes de los mortal, pero al precio de ser un zombi, un muerto viviente.

 

A través del Estado y del Mercado, nuestra religión sigue siendo la de la seguridad, la de la previsión. De ahí que resulte a la fuerza cómico cualquier informe meteorológico que prevenga de tal o cual inestabilidad atmosférica. En razón de esa religión norteña de lo uniforme, tememos y odiamos a la tierra. También, seamos progresistas o conservadores, tememos y odiamos a todos los pueblos demasiado cercanos a ella. Nos recuerdan demasiado vivamente lo que hemos perdido, nuestra debilidad más íntima: que carecemos de cualquier tecnología para lo mortal. Somos ilustrados por encima de todo, modernos, civilizados. Tenemos pues que vivir retirados –la urbe, la economía, el hogar, las tecnologías- y desde ahí desarrollar al resto de la humanidad; en suma, ejercer un poder sobre ella.

 

Esto significa dos cosas. Primero, extender sobre los pueblos toda clase de plagas: el colonialismo ha sido eso, la información es ahora eso. Como se ha comentado a veces, la primera producción del capitalismo es el miedo, la inseguridad, la miseria. Después, se trata de venderle a la humanidad una solución, convencer a los pueblos de que se enganchen al progreso para erradicar la enfermedad de su atraso, la sombra de su pobreza. De ahí que nos preocupe sobremanera que algunas naciones milenarias se armen –cultural, política y militarmente- para resistir a nuestra benéfica maquinaria infernal.

 

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