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Mientras tanto¡Tío, no te pases, JA-JO-JI-HI-HO OUMM GRRR, BRRR, GURP!

¡Tío, no te pases, JA-JO-JI-HI-HO OUMM GRRR, BRRR, GURP!


Hoy estaba mi hijo (mi hijo tiene ocho meses) perfectamente dormido en la playa, con la cabeza apoyada en un pareo doblado, bajo la sombrilla, a resguardo del viento gracias a un montoncito de arena perfectamente (o al menos amorosamente) levantado. Era por la tarde. No había nadie alrededor hasta una distancia de unos cuatro metros (y espacio en la playa suficiente como para seguir respetando esa distancia), cuando ha tenido que plantarse a menos de uno una pandilla de soplapollas (disculpen la expresión, pero no encuentro definición más exacta ni menos malsonante, o biensonante, según se mire).

Esas voces no estaban en consonancia con el entorno. Esas voces eran como un incendio provocado. Eran el efecto fatal del hombre sobre la naturaleza. Yo estaba sentado, cubriendo el flanco al descubierto de Guillermo y los he visto venir. Estas cosas se ven venir. Los he visto venir con sus andares, con sus risotadas. Ese caminar inconfundible. El levantar arena de adulto soplapollas. Eran una pandilla de soplapollas, no sé si lo he dicho. Lo repito, por si acaso. Me gusta decir esta palabra: soplapollas. Se veía que eran unos soplapollas desde un kilómetro. Es lo que tiene la soplapollez: su visibilidad.

Yo estaba solo con mi hijo. Mi mujer y mi hija y mis amigos se habían ido a dar un paseo. Los soplapollas llevaban un unicornio inflable, detalle por el cual es más fácil advertirlos y catalogarlos desde la distancia. Oí caer sobre la arena al unicornio a escasos centímetros de donde empezaba el parapeto de mi hijo. Me solivianté. Los miré con un gesto lo suficientemente expresivo como para que, sin decir una palabra, uno de ellos le dijera al otro, sin mirarme, algo así como: “Tío, no te pases, joder, JA-JO-JI-HI-HO OUMM GRRR, BRRR, GURP…”. Yo volví la cabeza hacia el mar y ellos siguieron con sus soplapolleces.

Pusieron “música”, según indicación de uno que llevaba una barba y unas cejas perfiladas que producían al mirarlas el mismo efecto que una cabeza de Medusa. Ya se pueden imaginar la música. Yo al escucharla me soñé destruyendo el aparato con saña, retorciendo con unos alicates sus más recónditos entresijos. Luego tiraron una tabla extraña de alguna moda acuática hortera, y alrededor levantaron su mierda de campamento. No podía ser otra cosa que una mierda de campamento con semejante venida y presentación. El caso es que mi hijo (un toro) resistió la acometida, por el momento.

Los soplapollas se empezaron a tumbar y a decir sus soplapolleces una tras otra. Era un festival de la soplapollez. Luego fue cuando se encendieron los porritos. Uno de ellos empezó a partir una sandía y otro, después, le recriminaba que su porción era demasiado gruesa, por supuesto no en estos términos sino en otros precisamente más gruesos y casi ininteligibles. El de la barba y las cejas de cabeza de Medusa era el líder. Lo observaba todo desde la distancia con una sonrisita presumida como para sacudirlo como a una almohada hasta que se le quitara la forma.

Se recostaba sobre su toalla de soplapollas, con dibujos de pedazos de frutas, como si estuviera sobre un triclinium y con el gesto de estar sobre un triclinium mientras observas, igual que un soplapollas, como los esclavos te sirven vino y uvas. El líder de los soplapollas se creía atractivo. Debía de pensar que la dramática rojez que le bordeaba el perfil de su barbita de cretino era un signo irresistible. O a lo mejor que su bañador estilo Rocky Balboa le daba alguna ventaja en el próximo combate que se iba a disputar sin ninguna duda esa misma noche en alguna discoteca cercana donde toda esa panda de soplapollas se iba a comer un colín, sin ninguna duda.

Pero ellos estaban confiados y animados. Estaban palpando el triunfo ilusorio. El líder se estiraba de tal modo que sus pies se acercaban fatalmente a la cabeza de mi hijo. Yo, sin dejar de mirar al mar, buscaba con la mente algún objeto cercano que pudiera utilizar en un posible ataque rápido y fulminante. Uno de ellos, el típico de tez blanquecina que se quema el primer día de una forma horrible de soplapollas por no ponerse crema, tiró algo (un trozo de sandía, creo) y otro (el típico que se broncea el primer día como si llevara en la playa todo el verano, con la parte de arriba del pelo rizado teñida de rubio anaranjado) dio un respingo que despertó a Guillermo.

Guillermo se incorporó lentamente con su tambaleo característico y sin embargo firme, valeroso y audaz, y los miró por detrás de su pequeño parapeto, todo blanquito y suave. El líder soplapollas lo miró y no dijo nada, el muy soplapollas, totalmente ajeno a sus propios actos y al valor y a la audacia de ese pequeño hombre del que yo me sentí tan curiosa e inesperadamente orgulloso.

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