Hay un lacónico epílogo en el que hablan un perro y un coche, pero la película podría haber terminado con un insospechado y bellísimo final de Tío Vania en el que el papel de su sobrina Sonia lo interpreta una muda. Es con el lenguaje de signos con el que el director japonés Ryüsuke Hamaguchi realiza una proeza a mi juicio equiparable en su lectura vital y dramática de la estremecedora obra de Chéjov a lo que Louis Malle y André Gregory hicieron en Vania en la calle 42. La película Drive my car, que vuelvo a ver en un estado de asombro que no se extingue, es un homenaje al poder no sé si sanador, pero sí esclarecedor, del arte en general y del teatro en particular (a través del cine) y en más de una ocasión en completo silencio.
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Haruki Murakami es una presencia espectral desde los primeros compases de una película hipnótica, cuando la luz incierta del amanecer azulado como una placenta en Tokio sirve de telón de fondo al sexo mezclado con palabras que embriagan y nutren. Un relato mórbido e irresistible desde el mar oscuro del deseo hasta la nieve como un gran pupitre donde volver a escribir y el teatro como cámara de descompresión del alma humana.
Drive my car es como un drama en tres actos de una hora de duración cada uno con un Saab 900 rojo como hilo conductor que desemboca en un largo viaje de dos días entre Hiroshima y un pueblo perdido en la isla de Hokkaido. Por autopistas, túneles fantasmagóricos como agujeros negros, y un ferry que une dos islas en medio de la noche en que la espuma es un anticipo de la nieve que les espera en la tierra natal de la conductora.
Por un instante, cuando se asoma a la noche del mar y a las espumas que se abren y se cierran como un tentador sudario, tememos que el protagonista se arroje por la borda, y es posible que la idea pase fugazmente por su cabeza, pero sabemos que no lo hará, que no se lo puede permitir.
Tras el primer acto, trágico y revelador, al director le encargan que monte Tío Vania en una universidad de Hiroshima. Le asignan a una conductora para evitar los litigios legales que el centro tuvo que arrostrar por un predecesor que se vio involucrado en un fatal accidente. El director, al que antes vimos desdoblarse en actor, suele elegir un hotel a una hora del teatro para poder escuchar una y otra vez las palabras de Chéjov, para que le texto acabe fluyendo como si fuera un órgano más del cuerpo. Mientras traslada al protagonista (trasunto vital y emocional de Vania) a los ensayos, escuchan la cinta de casete que le grabó su esposa con el texto del drama. Es lo que suele hacer a solas. Es lo que ahora ambos escuchan mientras recorren la distancia entre su residencia y la sala de ensayos. Hablan en silencio a través de las palabras que le dicen a Vania, porque su parte la pronuncia él en voz alta. La repetición es clave aquí, y muchas veces dudamos de si lo que escuchamos es la grabación o la conversación que conductora y conducido entablan sobre el fondo de las emociones que esconden en sus corazones.
Las palabras se irán abriendo paso como un rompehielos entre ambos, cuando él abandone el puesto del pasajero y se siente al lado de su gran, silenciosa, confidente. Ambos sienten el peso abrumador de una culpa que no les deja ser, que no les deja respirar. Como si fueran responsables de un crimen, no se quieren perdonar, y en realidad lo que están cegando es el grito de sus almas atribuladas por la memoria y la pena. La infelicidad que forma parte de la trama de Tío Vania, y que es el bastidor sobre el que el director de Drive my car borda la de sus dos insólitos compañeros de viaje que van en busca de una luz blanca al final de tantos túneles que son como un viaje espacial (veo resonancias de 2001, una odisea del espacio, o de un videojuego al que nunca he jugado), por carriles de aceleración tan herméticos, de noche o al lado de un mar siempre gris, entrevisto, como el de las propias autopistas que solo parecen conducir a un destino inexorable.
La atmósfera moral está tan llena de ambigüedades y matices como la que emplea Chéjov para retratar las dudas, los miedos, las ansias y el desasosiego de sus personajes. No nos dice lo que hay que hacer ni cómo, aunque sí quisiera que fueran fieles a sus propios sentimientos, a su corazón. Pero el trenzado de miedos, presagios, biografía les impide casi siempre romper un destino que es como una fatalidad. El dramaturgo insta a vivir a pesar de todas las vicisitudes, con un encolado de sueño tenue y resignación, como al final de Vania, cuando vuelve el silencio a la casa rusa y Sonia y Vania se consuelan mutuamente de sus infortunios.
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Ryûsuke Hamaguchi sigue en cierta medida la estrategia de Peter Brook a la hora de acometer un nuevo montaje de Tío Vania, o al menos así lo propone su alter ego, el protagonista de Drive my car, el director de escena que interpreta Hidetoshi Nishijima, profundamente herido por la muerte de su mujer, de la que se siente en gran medida responsable, y por eso no puede volver a interpretar el papel de Vania. La universidad que patrocina en Hiroshima un nuevo montaje de la obra cumbre de Chéjov convoca a actores y actrices de Japón, Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Filipinas. Se servirán para entenderse del inglés, del mandarín, del coreano y del japonés.
El director trata de mostrar la capacidad del dramaturgo ruso para abrir una grieta luminosa en la incomunicación entre maridos y mujeres, amantes, padres e hijos, ciudadanos y países, tradiciones e idiomas. Por eso hace tanto hincapié en lo que el texto plantea, dedicando horas innumerables a leerlo hasta que acaba formando parte de la memoria emocional de los intérpretes, al margen de sus orígenes, su pasado, su lengua, su cosmovisión, su ideología. Hasta que se convierta en parte de los sistemas respiratorio y sanguíneo, hasta que se olviden de que están actuando, en un curioso paralelismo con la pericia de la conductora que le asignan al director, tan hábil que su pasajero acaba olvidando que está en su propio coche, que le están llevando adonde teme y quiere ir.
El propio filme acabará revelándonos la razón de ser de su pericia, un aprendizaje a través del dolor.
Esa armonización de experiencias a la hora de leer a Chéjov también propicia una interpretación menos retórica, más contenida, más sobria, llena de matices, con la ventaja del cine gracias al uso del primer plano y el plano medio. Esa forma de interpretar permite una identificación óptima entre los espectadores y los personajes, a la manera brechtiana. No en vano el dramaturgo y director alemán aprendió técnicas de teatro oriental para potenciar el distanciamiento y el rito en sus dramas. Paradójicamente ese distanciamiento no mata la emoción, al contrario, la potencia de otra manera: a partir de la propia razón lingüística de un texto que se ha vuelto, por su profundo conocimiento de la condición humana, universal. No hay excesos dramáticos en el peor sentido de la palabra, aunque la obra de Chéjov no los elude, como cuando Vania intenta matar a Srebriakov, que tiene todo lo que Vania siempre ha deseado. Pero falla estrepitosamente. Estampas de la vida vulgar.
En la película vemos, en semipenumbra, cuando el actor que interpreta finalmente a Vania –no quiero destripar la película, aunque creo que querrán verla en más de una ocasión– va a buscar la pistola entre bastidores, y vemos cómo al actor le embarga de pronto un irresistible desaliento, como si tomara conciencia de su propia vida entrelazándose con la del personaje que interpreta, y le pesa sobremanera tener que volver a salir a escena, a recrear otra vez ese momento de locura, de empuñar un arma, de matar al que considera el último obstáculo para su felicidad. Pero es más el sentido de hacer teatro y en concreto de interpretar a ese personaje en ese preciso momento de su vida lo que prevalece.
Porque, por cierto, la vida ha irrumpido en el teatro donde ya ensayan con el texto diluido en cada memoria. Entra la policía de Hiroshima, y es como cuando en Vania en la calle 42 entran los sonidos de Nueva York en el teatro, en el espacio teatral, no metafórico, donde la obra se hace carne. Aquí la irrupción de la vida real es mucho más brutal. Y se produce el segundo corte decisivo en Drive my car, el que llevará a un desenlace que nos sobrecoge.
Donde sin embargo logra Ryûsuke Hamaguchi un efecto insospechado es en la elección de una actriz muda (en este caso de un personaje que hace de muda) para interpretar a Sonia: con el lenguaje de los signos (coreano) entramos dócilmente en la buena noche del teatro. Suspendemos toda nuestra resistencia. Algo ocurre ya cuando en las pruebas de selección del elenco la expresividad que Park Yu-rim pone al servicio de su personaje cautiva al director. Park Yu-rim, que interpreta a la actriz Yoon-a, que a su vez interpreta a Sonia en Tío Vania, no se limita a traducir su parte (lo que lee) al lenguaje de los signos, sino que lo llena de viento, sonidos netos, con las manos, como si manejaran un coco vacío, su frágil plexo solar se convierte en una caja de resonancia, y su cuerpo en caña de bambú, flauta, xilofón.
Hay varias epifanías en esta película y Park Yu-rim interviene en tres de ellas: cuando ensayan en un parque y el director les dice que eso que ha ocurrido entre ella y la actriz que interpreta Sonia Yuan (que encarna a Janice Chan que a su vez da vida a Yelena, el personaje que trastorna tanto a Vania como al médico Astrov, fascinados por su belleza) debe ser atesorado para llevarlo al escenario; la cena familiar en la que el asistente de dirección coreano que habla japonés, inglés, y el lenguaje coreano de signos, le pide disculpas al director y le explica el porqué, y vemos cómo tratan de entenderse los humanos (y la conductora parece preferir el lenguaje secreto de los perros), y la escena final de la representación, con ella y Vania en el centro del escenario, cuando los ruidosos invitados se han ido y Sonia y Vania vuelven a su mesa, a repasar las cuentas de la hacienda donde están condenados a vivir sus pequeñas vidas sin esperanza, que es a fin de cuentas la vida que tenemos casi todos en la tierra, y el destino ante el que podemos doblegarnos o rebelarnos: hacerlo inteligible, bueno, silencioso, resignado, profundamente humano, o salir a campo abierto, a perseguir nuestros sueños con todas sus consecuencias, cueste lo que cueste.
Chéjov, que tan bien conoce a sus personajes porque tan bien se conoce a sí mismo, opta por el final que todos conocemos, que es profundamente melancólico, y en el que tantos nos reconocemos. Ella abraza a Vania por detrás, sentado, y como si sus brazos y sus manos fueran los de un Vania/Shiva dice su texto en silencio, mientras leemos la traducción (en el teatro, en una gran pantalla sobre el escenario. En el cine, sea en nuestro íntimo altar doméstico o en la sala oscura, gracias a los subtítulos) y el efecto es tan estremecedor como el del montaje de André Gregory/Louis Malle en Vania en la calle 42, con los vasos de poliuretano con el símbolo de I love NY, y los sonidos de la gran ciudad integrándose y desintegrándose en una nueva representación de una obra que nos sigue diciendo tanto a tantos desde Jabarovsk a Lisboa, desde Helsinki a Tokio, desde Seúl a Kiev, desde Taormina a Caminha, desde Buenos Aires a Estambul, desde Maputo a San Petersburgo.
Aquí, en Hiroshima, una de las ciudades del mundo más cargadas de dolor (en la que finalmente el director hubo de ambientar su drama a causa de la pandemia, a la que hay una mínima referencia en la brevísima secuencia final, que deja abierto), muerte, destrucción, memoria, historia, y reconstrucción (de lo que habla también Drive my car), vemos cómo el actor que en principio es elegido para interpretar a Vania (Masaki Okada) es el que da vida al personaje Koji Takatsuki, uno de los amantes con los que sistemáticamente su mujer engañaba a Yusuke Kafuku, el director, que a su vez encarna el gran actor japonés Hidetoshi Nishijima, el protagonista, alter ego del director de la película, Ryûsuke Hamaguchi. Parece un juego de muñecas rusas, un juego de espejos, y lo es. Parece intrincado, y lo es. Y sin embargo la puesta en escena se desliza con tanta suavidad como el Saab 900 rojo turbo que lleva a los personajes y nos lleva. El actor le confiesa al director que está tan perdido en Vania como en la vida, lo cual no es óbice, le dice el director, para que haga bien su papel: lo que puede ser un problema en la vida real, puede ser una ventaja en el teatro. Siempre que sepa manejar esas fuerzas oscuras, siempe que las ponga al servicio de la obra. ¿De ahí que tantos actores justifiquen o alimenten su excentricidad, en su condición de artistas sujetos a códigos éticos particulares? ¿Sería por eso que Tadeusz Kantor tituló una de sus obras Qué revienten los artistas?
“Entrégate al texto”, le dice Kafuku, quien aprovecha para confesarle que no quiere volver a interpretar a Vania porque Chéjov le resulta “aterrador”. Ante la estupefacción del actor, Kafuku le da una razón que podemos sentir en carne propia: “porque Chéjov tiene la capacidad de sacar a relucir tu verdadero yo”. La contenida tristeza que sobrelleva Kafuku durante toda la película solo estalla en el pueblo natal de su conductora, que le da extraordinariamente réplica desde el volante del Saab 900: Toko Miura, que encarna a Misaki Watari. La catarsis llega ante lo que quedó de su casa tras un corrimiento de tierras que la sepultó con su madre dentro. Su cruel autoescuela, su profesora de la vida: trabajaba durante toda la noche en un antro y la hija debía llevarla y traerla en el coche a la estación por carreteras tan penosas como secundarias sin que ella se despertara, para no suscitar su cólera, para que no le pateara el respaldo del asiento con sus pies furiosos. En su intenso viaje a los orígenes, a las nevadas tierras de Hokkaido, ambos abrirán su corazón al otro, confesarán sus crímenes, y se perdonarán. Por cierto, el personaje de Misaki Watari tiene 23 años, la misma edad que tendría la hija de Kafuku si hubiera sobrevivido al parto que resquebrajó para siempre su matrimonio.
Esta película está llena de movimientos: físicos, geográficos, espirituales, mentales, morales, teatrales, cinematográficos, sexuales. Desplazamientos temporales y emocionales, reales e imaginarios, íntimos y públicos. Y vuelve a mostrar de qué manera el conocimiento que Antón Chéjov tiene de nuestra alma entra en combustión tóxica y luminosa en manos de Haruki Murakami y del director, Ryûsuke Hamaguchi, que dibujan un prodigioso fresco sobre las mentiras que nos contamos o los silencios a los que nos aferramos porque creemos que es la mejor forma de vivir, la única a la que nos atrevemos. Miedo y compasión.
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Del mismo modo que en la Orquesta del Diwán el escritor Edward Said y el pianista y director de orquesta Daniel Barenboim lograron que músicos palestinos, de varios países árabes y de Israel tocaran juntos y buscaran un entendimiento común gracias al lenguaje de la música, Drive my car también parece pretender algo equiparable a través del Tío Vania que encarnan actores de varios países asiáticos y en un teatro de Hiroshima, ciudad para siempre asociada al mayor desastre de la humanidad provocado por la mano el hombre, por una portentosa capacidad científica y tecnológica puesta en este caso al servicio de la muerte.
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En una entrevista recientemente publicada en el diario La Vanguardia, el director de escena lituano Oskaras Korsunovac le dijo a Magí Camps que “Vania no se suicida por el amor que tiene por Sonia y el recuerdo de su hermana difunta. Hamlet vive un proceso parecido, ya no puede dejar las cosas para más adelante. Hay una tradición que dice que Hamlet es joven, pero no lo es. Aunque tiene 30 años, es una edad equivalente a la de Vania en la época de Chéjov y es el mismo tema”.
Aunque Hidetoshi Nishijima se maquilla y se pone un bigote entrecano y añade hebras de plata a su tupida cabellera, no puedo evitar cierta sensación de incredulidad a la hora de creerme su Vania. Es como si me resultara mucho menos verosímil, menos adecuado que el que encarna Wallace Shawn en el montaje de André Gregory (sí, el Wallace Shawn de Mi cena con André), filmado después (como esa cena) por Louis Malle. Y a pesar de todo no me incomoda esa incredulidad, como si al acentuar lo inverosímil la verdad intrínseca de la vida que está fuera entrara más claramente en el teatro y en el cine.
Oskaras Korsunovac cree que “llega un momento en que tomas conciencia de que ya no puedes estar ensayando la vida, que de golpe la vida se hace real, ya no puedes dejar la vida para mañana y entiendes que hay sueños que ya no serán reales, que ya no puedes cambiar la vida, tienes lo que tienes. Hay una leyenda sobre El grito de Munch. Dicen que pensó este cuadro durante un paseo con tres personas por un puente y vio la puesta de sol. Entonces entendió que nunca más estaría enamorado”.
¿Le ocurre algo parecido a Yusuke Kafuku, cuando se da cuenta del error que cometió al aceptar las infidelidades de su esposa como algo ineludible y no dio a entender que lo sabía y la rabia y el dolor que le causaban? Aunque también cabe pensar que había un silencio tácito entre ambos, un entendimiento que más que preservar el amor y la vida resignada que llevaban la minaba como un cáncer. La noche en que ella muere víctima de una hemorragia él se demora todo lo que puede a bordo de su coche porque esa misma mañana ella le anunció que esa noche tenían que hablar. ¿Si hubiera llegado antes podría haberla salvado? Si hubieran hablado ¿ella hubiera puesto sobre la mesa la imposibilidad de seguir fingiendo una vida así como si nada, cuando además estaba enamorada de un joven actor? El mismo actor que se presentará a las pruebas de ese Tío Vania porque quiere volver a conectar con Oto Kafuku (que interpreta la actriz Reika Kirishima), porque él es el único lazo que queda en la tierra con lo que ella era, con lo que ella escribía. Una mujer a la que ambos se asían como un lazo existencial insoslayable, deseo insaciable, conexión con lo que las palabras no siempre consiguen expresar. Y Kafuku le confesará cómo construía ella sus inquietantes historias. Aunque para su sorpresa será el joven Koji Takatsuki el que le contará el verdadero final de su guion más turbador y perverso: el de la muchacha que entraba subrepticiamente en la casa del compañero de clase del que estaba enamorada para dejar prendas cada vez más comprometedoras. Y eso acabará de romperle el corazón, que escucha la confidencia que su actor le hace en el asiento de atrás. Luego, cuando se queden solos él y su conductora ella le dirá que cree que el muchacho decía la verdad, era sincero, porque «hablaba desde su corazón».
¿No es también una vida aplazada la que vive Misaki Watari, la enigmática choferesa, y solo el largo viaje al país natal juntos será el momento en que ambos asumirán ante el otro (y ante nosotros y la nieve) quiénes son?
¿De eso nos habla constante e inquietantemente Murakami?
¿Es Chéjov el que de verdad irradia esa luz mortecina de atardecer, pero también cargada de plutonio, y al mismo tiempo cálida, reveladora, que nos va a doler, aunque no queramos, y nos dejará marcas en la cara y en el alma?
Por cierto, ¿es Tío Vania el título del libro que lee todos los días la conductora mientras espera a que su único pasajero termine los ensayos para volver a su residencia frente al mar?
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Cuando pienso en Chéjov pienso en Morandi. De hecho, si algún día me decidiera a montar Tío Vania (cuando asistía al trabajo de mesa de Kafuku con sus actores, sumergiéndose progresivamente en el texto, sentí un deseo irresistible de volver al teatro, precisamente por eso, por lo que solo sucede en los ensayos, cuando los actores empiezan a construir un jardín en su memoria, donde las plantas carnívoras pueden convivir con abedules, rocas volcánicas, peces de colores, prímulas y peonías) recurriré a algún bodegón de Giorgio Morandi para el cartel. Volver a ensayar desde el más humilde de los aprendizajes de un texto y de una vida. Y todos los actores se sabrán todos los papeles. Y haremos la obra tal como está escrita y desde atrás hacia adelante. E intercambiarán los actores sus personajes, y harán de otros para conocerse mejor a sí mismos. Y, como solíamos hacer en Koyaanisqatsi, un día dejarán de lado el texto por completo para improvisar a partir de lo que cada uno sienta que Chéjov puede darnos y todavía nos da, mientras Hiroshima recuerda y en Ucrania siguen cayendo bombas y aparecen cadáveres de civiles con las manos atadas a la espalda y un tiro en la nuca, nos duele una uña infectada, recordamos vivamente el rostro de alguien que nos fascinó en el último tranvía de la infancia o de Budapest, nos asalta la imagen de la abuela Emilia metiendo las manos en el fuego sin quemarse, el aroma a vainilla de aquella tarta, el sonido de las cacerolas unidas con alambre para espantar a los mirlos de las brevas más dulces, la forma de una rama seca que nos trajimos de un viñedo muy viejo de Valbuena de Duero, el aullido de una sirena en medio de la oscuridad en Dresde o Mariúpol o de los astilleros de Vigo, la certeza de que la vida en realidad carece de sentido, pero también de que eso no tiene la menor importancia a la hora de vivir.
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Si no recuerdo mal, fue en Cómo leer y por qué donde Harold Bloom recogía el comentario que Gorki hizo sobre Chéjov, acerca de ese deseo de ser sinceros y sencillos que se suscitaba inconscientemente ante el autor de El jardín de los cerezos. Y el propio Bloom hacía una hermosa confesión: que leyendo sus cuentos o viendo la representación de sus obras sentía la irrefrenable tendencia y el deseo de ser bueno. Y el escritor egipcio Alaa al-Aswany, el autor de El eficio Yacobián, cree que después de leer las historias breves de Antón Chéjov “no puedes seguir siendo el mismo…”.
Tres notas a pie de página
Sied Muhamed, refugiado eritreo de 22 años, sin empleo, se arrojó hace unos días a las aguas del Pisuerga, a su paso por Valladolid, para rescatar a alguien que se ahogaba, mientras otros “grababan con sus teléfonos móviles”.
David Trueba escribió recientemente en un artículo en El País la historia de una mujer rescatada de Ucrania que llevó en la mano durante kilómetros y kilómetros una manzana: “cuando pasaron las jornadas y la mujer seguía sosteniendo la manzana en su mano, alguien se atrevió a preguntarle. La mujer explicó que la había cogido del árbol de su jardín justo antes de abandonar su casa, amenazada por las bombas rusas, que no han hecho ninguna discriminación entre objetivos civiles y militares. Entonces todos repararon en que la manzana era especial, hermosa, verde, única (…). Si uno se para a pensarlo, esa mujer ucrania con la manzana en la mano, que la sostiene como si fuera su casa y su gente, ha sido seguramente educada en una cultura de la creatividad como forma de resistencia. Ella sabe que la manzana es el regreso”.
La dacha que compramos en Tarasovka, a las afueras de Kiev, a cambio de su apartamento estilo soviético (como los que los rusos han destrozado en toda Ucrania) y de medio millón de pesetas, estaba en la calle Yablónevaia. La calle de los manzanos. Si ese matrimonio hubiera perdurado tal vez cuando se produjo la invasión rusa estaríamos viviendo en esa casa no lejos del bosque de Boiarka. No sé qué habrá sido de ella. No sé qué hubiera sido de nosotros.