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Titanic, Popotla.

 

En 1996 la productora norteamericana Twentieth Century Fox construyó en Popotla, un pequeño pueblo de pescadores de la costa occidental de México, a 20 minutos de la frontera estadounidense, un inmenso plató para el rodaje de la película Titanic. Una especie de gran maquiladora cinematográfica al borde del mar, rodeada por altos muros coronados de cristales rotos. Los habitantes de Popotla, indignados por una usurpación ilegal de sus terrenos auspiciada por sectores gubernamentales corruptos, y por los daños irreversibles que la construcción del plató y el rodaje causaron en la ecología marina de la zona –su única forma de vida– , reaccionaron decorando los muros con basura y materiales de desecho.

 

En 1998, Ars Electronica, quizás el más prestigioso festival de arte y tecnología del mundo, premió a la vez los espectaculares efectos especiales de Titanic, y las acciones de protesta de los habitantes de Popotla, que el jurado consideró como un notable gesto low-tech contra una desagradable situación high-tech.

 

Este no pretende ser un blog sobre arte en sentido estricto, sino más bien sobre las intersecciones del arte con todo lo demás. Una mirada de gran angular y eclecticismo militante, más relacional que excluyente, sobre las interferencias entre obra y vida, entre el autor y la persona, entre lo ideal y lo urgente, entre lo sublime y lo inadmisible.

 

Robert Henri, el pintor realista estadounidense cuyo libro de 1923, The Art Spirit, influyó enormemente sobre numerosas generaciones de artistas, decía que la cuestión no es hacer arte, sino estar en una situación en la que el arte sea algo inevitable. En su clara reivindicación de una determinada actitud más allá de la mera aptitud, Henri inculcó en muchos jóvenes, y no tan jóvenes, la integración entre arte y vida.

 

Quizás por eso Norman Rockwell, que en los años 40 y 50 reflejó como nadie los sueños del American Way of Life con sus entrañables y pulcras ilustraciones para el Saturday Evening Post, se sentía a menudo desdichado por no considerarse un verdadero creador, e infravaloraba su trabajo al sentirse fuera de los círculos artísticos. Todo lo contrario que el otro gran pintor del sueño americano –en este caso pesadilla– , su contemporáneo Edward Hopper, también influenciado por Henri, pero que en cambio se tenía por un artista auténtico al que molestaban profundamente las comparaciones temáticas con la obra del ilustrador Rockwell.

 

Sus actitudes se fueron con ellos a la tumba, pero tanto la luminosa amabilidad doméstica de Rockwell como la sombría y solitaria desesperanza de Hopper han permanecido como muestras de dos lados de una misma realidad. El cineasta David Lynch, uno de los grandes forenses del claroscuro humano, ha edificado su talento visual sobre esta dualidad y ha hecho de ella el ingrediente principal de su perturbadora y personal mirada.

 

También influido por el pensamiento de Robert Henri, Lynch es un perfecto invitado para esta presentación. Aparte de cineasta, es pintor, fotógrafo y compositor. Por un lado, creador inquietante, oscuro, perverso y complejo. Por otro, provinciano y campechano, apacible practicante de la meditación trascendental, siempre en busca de ese estado espiritual de iluminación en el que aparecen las grandes ideas y se mezclan las disciplinas. Una auténtica pesadilla para los adictos a las simplificaciones y las etiquetas.

 

Esta disolución de las lindes entre disciplinas de la que habla Lynch, está hoy fomentada por una tecnología cada vez más accesible, integradora y global, que al mismo tiempo que permite la progresiva democratización del acceso a la creación artística, auspicia una visión panorámica del mundo.

 

Les invito desde aquí a cuestionar –preferiblemente con buenas maneras– tópicos, etiquetas y sectarismos, y a promover la duda como intermediaria entre el arte y el mundo.

 

Quizás el jurado de Ars Electrónica decidió premiar también la intervención artística de los humildes pescadores de Popotla movido por un repentino ataque de mala conciencia, similar a la que hoy descubro en algunos cuando ven una película de Disney o compran en El Corte Inglés. No me importan los motivos. Me gustan las contradicciones y las interferencias, y los cortocircuitos que provocan. No lo puedo evitar, me pierde el relativismo.

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