Home Mientras tanto Toasted: de la información a la irrelevancia de diseño en democracia

Toasted: de la información a la irrelevancia de diseño en democracia

En 1948, Claude Shannon publicaba “Una teoría matemática de la comunicación”; el artículo es considerado seminal de lo que después se ha dado en llamar ‘teoría de la información’. En ella se parte de una elegante definición, central para buena parte de los avances técnicos y científicos posteriores en comunicaciones digitales: la información que contiene un mensaje está relacionada con la entropía de su fuente, que es tanto como decir su impredecibilidad; ésta puede formularse de manera precisa en términos estadísticos. En román paladino, nos informa lo que nos sorprende, o en la medida en que nos sorprende. Una vez enunciada, la idea es casi tautológica, porque resulta difícil considerar informativo algo que pudiera predecirse (adivinarse) por adelantado: lo sabido ya lo sabemos. Nos informa lo que nos sorprende, y por eso un gran medio de comunicación plural es más informativo que varios medios de comunicación que digan, en conjunto, lo mismo, pero que sólo confirmen a sus respectivos lectores en lo que ya saben, o creen, o temen.

La definición sigue siendo operativa y ha resultado tecnológicamente fecunda en los últimos 80 años. Pero sólo cubre parte —la parte de ingeniería de la comunicación, que es la que motivaba los trabajos de Shannon— de la noción de información: para una caracterización (más) completa de la información, la impredecibilidad es necesaria, pero no es suficiente. Hace falta algo más, que Sherlock Holmes resume cínicamente en el Estudio en Escarlata (1887), ante un doctor Watson escandalizado de que el mítico detective ignorara (¡y pretendiera olvidar tras aprenderlo inadvertidamente!) que la Tierra gira alrededor del Sol: 

“Considero que el cerebro de cada cual es como una pequeña pieza vacía que vamos amueblando con elementos de nuestra elección. Un necio echa mano de cuanto encuentra a su paso, de modo que el conocimiento que pudiera serle útil, o no encuentra cabida o, en el mejor de los casos, se halla tan revuelto con las demás cosas que resulta difícil dar con él. El operario hábil selecciona con sumo cuidado el contenido de ese vano disponible que es su cabeza. Sólo de herramientas útiles se compondrá su arsenal, pero éstas serán abundantes y estarán en perfecto estado… (..) Resulta por tanto de inestimable importancia vigilar que los hechos inútiles no arrebaten espacio a los útiles. (..) ¿Qué se me da a mí el sistema solar? Dice usted que giramos en torno al Sol… que lo hiciéramos alrededor de la Luna no afectaría un ápice a cuanto soy o hago”. 

Aunque resulta difícil tomarse en serio el argumento para justificar la ignorancia sobre el funcionamiento básico del sistema solar, la ‘teoría del desván’ de Holmes no es mera literatura. La información no se mide sólo por lo que tiene de novedoso: también —y sobre todo— por lo que tiene de relevante. El exceso de datos sin estructurar o sin priorizar —el desván revuelto, donde las cosas se acumulan sin orden de relevancia, ni concierto— genera efectos parecidos a su escasez o su ausencia: contiene poca información, o ésta es de mala calidad.

Novedad (impredecibilidad) y relevancia son dos elementos básicos y necesarios para estimar la calidad de la información transmitida, producida y circulante en cualquier sociedad, por cualquier medio. Pero, si para lo primero podemos contar con un modelo estadístico bien definido, lo segundo es imposible de objetivar: para el doctor Watson el giro de la Tierra alrededor del Sol era indiscutiblemente relevante, y por eso le chocaba la indiferencia al respecto del detective, que encontraba el asunto totalmente anodino para sus intereses. Holmes y Watson no se habrían puesto de acuerdo sobre los contenidos a enseñar obligatoriamente en la escuela; seguramente tampoco leían las mismas secciones del diario, o los mismos diarios. La relevancia de la información es necesariamente relativa a quien la recibe (y en el momento en que la recibe). Por las distintas preferencias e intereses subjetivos de los receptores, pero también por la pluralidad de condiciones objetivas en la que éstos se encuentran. Ésta es la razón última del pluralismo informativo y mediático —es decir, de la necesaria pluralidad en las formas de jerarquizar los datos en informaciones, o de seleccionar unas en detrimento de otras—, y por tanto también del político. 

En ocasiones, cuando se dice que algo “es relativo”, lo que se quiere implicar es que “no importa”. Así que aquí se impone una clarificación: que la relevancia de la información sea relativa (a quien la recibe), no significa que no exista y que no valga la pena razonar sobre ella. Todo lo contrario: porque la relevancia de la información es relativa y no reducible a una fórmula matemática, válida en términos absolutos, la vida pública de las sociedades abiertas se estructura en torno a una tensión y una pugna permanente, nunca resuelta, sobre los temas, las cuestiones y las informaciones que deben obtener la atención de ciudadanos, medios de comunicación e instituciones públicas. La esfera pública no es sólo el espacio donde se debate sobre los temas de interés general: antes de eso, es el lugar donde se determina —en función, en buena medida, de las relaciones de poder subyacentes— qué temas son considerados “de interés general”, y forman parte privilegiada, por tanto, de la conversación pública. Que los temas presentes y circulantes en la agenda pública de una sociedad, a través de sus distintos medios y espacios mediáticos, correspondan a los temas socialmente más relevantes dependerá de la inclusividad mediática (y por tanto, también política) de esa sociedad; que los temas relevantes para un grupo social estén presentes en la conversación pública dependerá del peso mediático (y por tanto, también político) de ese grupo social. La relación es bidireccional, y tiende a realimentarse: sociedades muy desiguales generan esferas mediáticas poco representativas, donde los temas centrales de la agenda son de escasa relevancia práctica para amplios segmentos de la población; y la captura del debate público por sectores sociales influyentes (típicamente, de un alto nivel socio-económico, y por tanto un considerable poder mediático y político) prepara y organiza una sociedad segregada, con amplias capas de la población distanciadas del espacio mediático y del conjunto de instituciones públicas y representativas con las que éste interacciona, desinteresadas o ajenas a lo que se dice en ellas.

La desigualdad o la ininclusividad no son los únicos factores que pueden degradar la conversación pública. Un espacio público e institucional despojado de relevancia, ya sea por la ineptitud (o la impotencia) de sus actores, ya sea por la banalidad de los asuntos abordados en él, ofrece toda clase de ventajas para que prospere incontroladamente otro tipo de temáticas caníbales, que no solo ocupan el terreno sino que impiden que otras cuestiones prendan en él: la irrelevancia en el debate público no sólo altera sensiblemente su naturaleza, sino que genera las condiciones para la reproducción y la consolidación de esa irrelevancia. 

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En el primer episodio de la celebrada serie Mad Men (2007), la agencia de publicidad Sterling & Cooper recibe a su principal cliente, la tabacalera Lucky Strike. Ésta espera con impaciencia la nueva estrategia publicitaria con la que compensar el último revés que han sufrido a manos del gobierno norteamericano. La agencia y la escena es ficticia, pero el contexto histórico no: en los años sesenta, a medida que la evidencia científica de los efectos nocivos del tabaco se acumulaba y permeaba en la opinión pública, las autoridades sanitarias empezaron (con muchas dificultades) a limitar las agresivas técnicas publicitarias de las tabacaleras; en particular, prohibiendo los (hasta entonces habituales) reclamos publicitarios basados en los supuestos (y falsos) efectos saludables de tal o cual marca de cigarrillos. Al final de una reunión extremadamente tensa, y en un giro de guión típicamente norteamericano, el director creativo de Sterling & Cooper, Don Draper, propone convertir la catástrofe en oportunidad: “Ésta es la mejor oportunidad publicitaria desde la invención de los cereales. Hay seis empresas idénticas, fabricando seis productos idénticos. Podemos decir lo que queramos”. Draper pregunta a los ejecutivos cómo fabrican sus cigarrillos; mientras éstos responden, anota en la pizarra una de las operaciones que describen: “It’s toasted” (“Está tostado”, histórico eslogan de la verdadera Lucky Strike). Uno de los ejecutivos le replica que el tabaco de las demás compañías también está tostado. “No”, repone Draper; “el tabaco de las demás compañías es tóxico. El de Lucky Strike está tostado”. La imposibilidad o la inconveniencia de hablar de lo relevante —en la serie, de los efectos del tabaco sobre la salud, porque son nocivos—, lejos de limitar la conversación, abre nuevas posibilidades: “podemos decir lo que queramos”. No sólo lo cierto y lo falso, sino —más grave aún— lo que no importa que sea cierto o falso, lo que no es ni cierto ni falso sino todo lo contrario, porque no tiene ninguna relación con la realidad, o la tiene pero es irrelevante. Y como está desconectado de ella, puede continuar indefinidamente, sin someterse a contraste, examen o contradicción. Puede crecer sin límite. Se trata de dirigir la atención mientras se toman decisiones, no de informar la opinión con la que se decide. La información se evapora, o más bien queda oculta, enterrada bajo capas de inputs banales, sensacionalistas o inverificables —ruido—, que no necesitan ser falsos para degradar apreciablemente la calidad de la conversación. A diferencia de la información, que requiere un cuidado constante y una energía considerable para ser simplemente preservada, el ruido se propaga sin esfuerzo.

Este truco de prestidigitación resulta particularmente efectivo en una política y en un debate público colonizados, justamente, por las técnicas de la publicidad. Cuando se drena la información del debate público, éste pierde su interés democrático y deja de responder a las reglas del intercambio racional — que son las que lo vuelven políticamente y socialmente útil. Se convierte en otro terreno adecuado para otro tipo de perfiles: emprendedores políticos, profesionales de la política-espectáculo, sofistas o mesías, demagogos y aventureros. Si los márgenes de decisión pública son limitados o se vuelven insuficientes —ya sea por su falta de pluralismo o representatividad de los decisores, o por su impotencia práctica al frente de las instituciones—, lo que se debate pierde relevancia para la toma y el control de las decisiones colectivas, y el espacio mediático cambia de función: deja de estar al servicio de la deliberación, para estarlo al del entretenimiento (para la audiencia) y la gestión de la atención (para los operadores político-mediáticos). Al cambiar las reglas, cambian necesariamente las métricas que definen el éxito de las élites, que va asociado a su capacidad para captar y encauzar en un momento dado la atención colectiva, aunque sea de forma volátil y estéril. Es decir, a la producción de espectáculo en continuo, a la polarización (que genera, como es sabido, más engagement y menos reflexión) y al control de la agenda.

No es sorprendente que la época del infotainment esté dominada por políticos y comunicadores (cada vez más indistinguibles unos de otros) con escasa maña para fijar líneas políticas reconocibles, forjar mayorías en torno a ellas, tomar decisiones o afrontar crisis, en el caso de los primeros; y con magra habilidad (o interés) para aportar información relevante y mejorar la calidad del debate público que alimentan, en el caso de los segundos. Hay más factores, pero el hecho es que el régimen de infotainment no permite discriminar estas cualidades, así que difícilmente puede promocionarlas. En este escenario, el ruido mediático no es un indeseable efecto secundario; ha pasado a ser el producto principal, y en este desempeño, la maquinaria político-mediática resulta irreprochable, realmente virtuosa… para la función que realmente cumple. Como decía pensativamente Alicia en el País de las Maravillas (1865), al soltar al ruidoso y extraño bebé que se había convertido en lechón mientras berreaba en sus brazos, y verlo huir hacia el bosque, “Si hubiera crecido, habría sido un niño terriblemente feo; pero como cerdito me parece precioso”. No está claro que estemos aún de tiempo de detener o revertir la mutación; o si más bien toca levantar acta y extraer conclusiones, dejar suelto al animalito y pasar a otra cosa, o pensarla en otros términos.

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