Ahora que empezamos a vislumbrar el final del confinamiento, con Madrid y Barcelona estrenando sus flamantes fases 1 y con las playas de media España abiertas y apacibles de nuevo, es momento de empezar a agradecer. Por descontado, mis mejores vítores irían para los sanitarios, los enfermeros, los cajeros de supermercado y el resto de trabajadores esenciales que nos han ayudado a sobrevivir en los momentos de tensión; pero también quiero agradecerle a los objetos cotidianos que me han acompañado en estos días de pandemia: mi ordenador, mis libros, mi consola y, sobre todo, mi guitarra acústica, mi púa y mi afinador.
Una vez leí que, con doce o trece años, el eternamente precoz Johnny Depp, aparte de empezar a fumar, se encerró en su habitación durante un año sin salir hasta que aprendió a tocar la guitarra, y que con dieciséis dejó la escuela para irse con su banda de rock adolescente a Los Ángeles, donde grabarían un disco y tocarían como teloneros de Iggy Pop o del grupo Talking Heads. Y, en cierto sentido, estos días yo también me he vuelto a sentir como cuando tenía doce años, y me he vuelto a encerrar bajo llave en mi habitación con el pretexto de tocar la guitarra a todas horas y aprenderme alguna que otra melodía. Además, ahora que podemos salir, aunque sólo hayan pasado un par de meses, me siento como si hubiese estado cuatro años encerrado y practicando, y fácilmente podría desear irme a Los Ángeles a probar suerte y, especialmente, disfrutar.
En ‘Bajo el volcán’ (Seix Barral, 1985), de Malcolm Lowry, por ejemplo, también había un personaje que siempre que pensaba en el proyecto de escritura de una posible autobiografía llegaba a la conclusión de que en ella «tendría que admitir que una guitarra había llegado a ser símbolo importantísimo en su vida», en todas sus facetas. Y que, en cualquier caso, «su guitarra fue tal vez su realidad más auténtica. Y (…) en el fondo de cada una de las decisiones importantes que tomó en su vida siempre hubo una». De la misma manera, así es como yo mismo he ido sintiéndome a lo largo de estas semanas: sobrepasado por la realidad pero apegado a ella, gracias a una guitarra.
No se vayan a pensar ustedes que de esta crisis vamos a salir mejores o más fuertes, o, siquiera, con una mayor cultura musical. A mí me lo ha dejado claro mi guitarra, que, lejos de elevarme por encima de mis posibilidades y hacer que me sintiera telonero de Bob Dylan, me ha vuelto a poner los pies en el suelo y en movimiento, como queriendo que siguiera el ritmo de sus acordes o de alguna canción. No he sido el único, me temo; pues llevo compartiendo pasatiempo con un par de vecinos desde que empezó la inclaustración, pero sólo hemos quedado en pie los que traíamos la lección aprendida de casa -un poco, al menos-. No en balde, al comienzo de la cuarentena los médicos decían que no era un buen momento para dejar de fumar, y supongo que lo mismo nos habrá pasado a nosotros con los instrumentos: no es momento, tampoco, de dejar de tocarlos, sino de tratar de aprender y mejorar. De nuevo, como Johnny Depp cuando tenía doce años.
En mi piso, de hecho, el ratio de guitarras por inquilino se ha disparado. Para tres personas que nos hemos quedado en Madrid hay, aproximadamente, una guitarra y media por cabeza: dos acústicas, una española que también le ha servido a uno de mis compañeros como proyecto de bricolaje, y una eléctrica sin amplificador. No somos músicos ni lo pretendemos, pero el punteo caprichoso nos ayuda a pensar, como al personaje de Lowry. «Porque por una guitarra se volvió periodista; por una guitarra se convirtió en compositor de canciones, y hasta en gran parte por una guitarra —y Hugh sintió que lo embargaba un ardiente y lento rubor de vergüenza— se embarcó por primera vez». Nosotros, gracias a una guitarra hemos sobrevivido, hemos estado distraídos y en contacto con la realidad, y hemos mejorado nuestra técnica; todo, sin salir ni una sola vez a tocar al balcón y evitando molestar a los vecinos, que yo creo que será un hito musical dentro de poco, en la industria discográfica poscoronavirus.
Sea como sea, ya va quedando menos para que podamos salir a los parques a tocar, y le agradezcamos, así, su paciencia a la guitarra. Cuando esto suceda, y al resto de los paseantes se les ocurra mandarnos a freír castañas y tirarnos tomates -o piedras- mientras nosotros mismos somos incapaces de afinar, como le ocurría al músico Asurancetúrix en las historietas de ‘Astérix’, todo habrá merecido la pena. Y nos daremos cuenta, ¡por fin!, de la importancia que tienen los bardos y la música en toda aldea gala, en todo acto de resistencia contra un enemigo superior. El resto, si acaso queda algo, son cuentos sobre estrellas de Hollywood que un día se apagaron y leyendas literarias olvidadas por culpa del alcohol.