Al morir de manera repentina, también de un infarto, Roy Orbison, George Harrison llamó a su compañero de grupo Tom Petty. Lo primero que preguntó fue «¿No piensas que podrías haber sido tú?» para luego añadir, con cierto misterio, «no te preocupes, sigue con nosotros”.
Recordé esta anécdota a propósito del fallecimiento de mi amigo Miguel López el pasado lunes con apenas 47 años: todos los que lo conocíamos y lo queríamos nos hemos sentido interpelados por la guadaña. También debido a que “Hematocrítico” fue el indiscutible alma de ese foro de frikis culteranos llamado Focoforo; epílogo entre feliz y triste (especialmente al final) de la lista de Mondo Brutto. Pedro Berruezo ha mencionado bien su labor increíble de subtitulador de series británicas, pero para mi Miguel López fue toda la vida un anglófilo gourmet. Aquel cuyo estilo era la ironía sencilla y que jamás pasó la línea roja entre la comedia y el insulto personal (gasolina de lo más mediocre de Twitter).
He reivindicado aquí, vaya, mi pasión por la comedia británica surreal y pocos conocieron tan bien esta como Miguel. Hace poco hice una entrevista con un viejo caricaturista y defendió con ese mismo fervor ese humor blanco, de situaciones. “Hemato” volvió a mi cabeza en esta respuesta: el humor inglés es un culto que compartimos y, ay, entendemos pocos. No, desde luego, ese Pérez-Reverte “desfacedor de entuertos” que juzgó desde la altura de su vanidad a Miguel como un “escritor mediocre” por una crítica ligera.
Un buen ejemplo de su buena prosa y mejor cabeza fue Aquí no bebíamos cerveza de Jengibre; pieza de ironía blancuzca realizada con Noel Ceballos sobre la franquicia “Los Cinco”. Entrañable y divertida, trasladaba la aventura de los parajes rurales de Gales al Norte de Madrid y resumía bastante bien ese tono tan esquivo. Tan ajeno, por otra parte, a la comedia castiza negra y cruel que arrasa en Celtiberia (“me habéis matado un hijo, pero lo que me he reído” era la frase que más risas despertaba de Miguel Gila).
Esa ironía resumía bien su utopía laboral de adaptar aquella Inglaterra imaginada a una España que se le quedaba corta. Era, a fin de cuentas, un Roald Dahl varado en Coruña que más que tener en su horizonte a la costa de la muerte, lugar de naufragios, ejercía de profeta vitalista de lo surreal. Su muerte es el final de la generación Focoforo, también, en un ocaso que ha coincidido con el apogeo de los “youtuber”, la música latina y la comedia con más ataque que inteligencia.
No es mi generación, no es la que elegí; prefería sentarme en el sillón de atrás de un Cadillac movido por el talento de “Hematocrítico” y tantos otros. Prefiero imaginar que todavía está aquí, que queda combustible y “sigue con nosotros” al volante…