La actriz Victoria Salvador interpretando a Sofía en una de las escenas de la obra.
Foto: SERGIO PARRA. Teatro Español de Madrid.
Sofía. Autor y director: Ignacio García May. Reparto: Victoria Salvador; voces en off: José Luis Patiño, Alba Recondo y Víctor Sainz Ramírez. Escenografía e Iluminación: Luis Perdiguero. Vestuario: Almudena Rodríguez Huertas (AAPEE). Sala Margarita Xirgu del Teatro Español de Madrid. Del 1 al 26 de junio de 2016.
Las vidas de las reinas consortes siempre han tenido un punto melodramático de “pobres niñas ricas envidiadas”, que sufren -más que disfrutan- sus obligaciones hacia la corona masculina que las sustenta. Inicialmente fueron los dramaturgos quienes las incorporaron al repertorio teatral, haciendo subir a escena a reinas tan peculiares como Leonor de Aquitania, Juana la loca, Inés de Castro, Isabel de Inglaterra, María Estuardo, María de las Mercedes, o las emperatrices Eugenia de Montijo o Isabel de Baviera (más conocida como Sissi), amén de un largo etcétera.
Para el gran público, el dilema sobre el que gravitan las vidas de estas reinas es si accedieron al matrimonio por obligaciones de estado (las llamadas “reinas profesionales”), o por razones amorosas (las “reinas enamoradas”). Las pocas que cumplían con el segundo requisito fueron siempre las preferidas del pueblo, porque encarnaban las excepciones que confirmaban la regla, ya que casi todas ellas “iban forzadas” al matrimonio, como si asumieran un contrato de trabajo, con la particularidad de que el horario laboral no se acababa nunca; el tiempo de intimidad de cada día también iba incluido.
A partir del Siglo XX, el cine pasó a convertirse en el medio idóneo para recrear -en grandes producciones- el fasto de las vidas de estas reinas tan insignes como melodramáticas. Locura de amor, La reina Cristina de Suecia, Cleopatra, Ludwig, ¿Dónde vas Alfonso XII?, Sissi Emperatriz, Ana (Bolena) de los mil días… se convirtieron en sonados éxitos de la gran pantalla. El drama histórico -alejado en el tiempo- ha resultado siempre tan cómodo como el género legendario o la ficción, para que sus guionistas se tomen todo tipo de licencias a la hora de corregir los hechos históricos, en beneficio del interés dramático. Por eso resulta tan arriesgado escribir un texto teatral sobre un personaje público -aún vivo- de tamaña relevancia.
Puestos en antecedentes de lo comprometido que puede resultar la práctica de este subgénero monárquico del teatro biográfico, podremos valorar mejor el hecho de que el dramaturgo madrileño Ignacio García May haya tenido la osadía y la delicadeza de escribir y dirigir un espectáculo, Sofía, sobre la reina española Sofía de Grecia. El autor demuestra una vez más su valentía y capacidad de hacer suyo un encargo. Tampoco “le duelen prendas” en pasar como monárquico ante cierta izquierda tan escrupulosa como ignorante en temas teatrales, ni como republicano entre los monárquicos más acérrimos y también ignorantes en las artes de Talía.
El autor y director no ha querido escribir ni representar con Sofía ni una farsa satírica, ni un melodrama, ni siquiera un monólogo trágico, ni -por supuesto- un alegato anti monárquico. Experto conocedor de las misteriosas urdimbres del telar dramático, García May se ha valido del excitante artificio de un juego infantil, libre y poético -llamado teatro- para jugar a interpretar (con sensibilidad e inteligencia) lo que podría transitar por la mente y la memoria de la que aún sigue siendo–en cierto sentido- reina de España.
Catarsis simpática
Convertir en teatro lo que todo el mundo conoce, es uno de los retos que entraña transformar en personajes dramáticos a seres vivos de carne y hueso. Ya que el público conoce tanto el argumento como el desenlace, la emoción dramática radicará en el ingenio con que el autor afronte la historia y a sus personajes, y en cómo ordene y resuelva los imponderables de una biografía de todos conocida. May no ignora este requisito y sorprende al público de Sofía con tres escenas tan posibles o futuribles, como desconocidas; entre otras causas, porque aún no han sucedido, o por pertenecer a una intimidad estricta.
La representación comienza en una tétrica sala de un Palacio Real madrileño, durante una noche lluviosa de invierno; se eleva en vuelo memorial hasta los montañosos bosques del Palacio de Tatoi (residencia oficial de los últimos reyes griegos) donde Sofía pasó una infancia mágica; para recluirse, finalmente, en una claustrofóbica habitación de un hotel actual de Ginebra, donde Sofía alcanza su privada catarsis trágica.
Palacio Real de Tatoi en las cercanías de Atenas, durante los años de infancia de Sofía.
La actriz Victoria Salvador no se parece en nada –ni lo pretende- a la reina Sofía que todos conocemos. El director ha concebido la representación como si la actriz actuara en tercera persona. La temperatura emocional del personaje resulta fría y distanciada, aunque realice todo tipo de reproches a su esposo “Juanito” (refiriéndose con ese diminutivo al anterior rey de España) y a su propia madre, Federica de Grecia, a la que perseguía inútilmente por los aeropuertos de medio mundo, para hablar con ella, mientras ésta huía hacia ninguna parte.
La actriz de este monólogo se hace cómplice absoluta del juego que le plantea su director, entrando y saliendo del personaje, o de la misma representación, a través de un libro que se cae reincidentemente; de una caja de tizas de colores con las que dibuja en las superficies más impensadas; o arrastrando una mesa y una silla regias, que devienen -como en el teatro chino- polivalentes.
La hermosa e ingeniosa escenografía concebida por Luis Perdiguero (tres espacios escénicos- tan estilizados como realistas- insertos uno dentro de otro como una matriushka rusa), así como su preciosista y dramática iluminación, contribuyen en gran medida al delicioso poder sugestivo de este espectáculo. El vestuario de Almudena Rodríguez Huertas las complementa, constituyéndose en uno de los aspectos más miméticos de la representación con el personaje original.
Otra de las caracteríisticas de esta obra que más regocija al público (a la par que arranca sus carcajadas) son las ácidas y agudas reflexiones sobre la idiosincrasia española, que vierte el autor a través de esa mirada del extranjero (Sofía) que no termina de comulgar con este “compadreo nacional” -considerado como falta de rigor- y que tanto termina perjudicando a los españoles.
El juvenil público de la 1ª representación del 31 de mayo, siguió la obra con atención, rió sus relampagazos de ingenio, y aplaudió largamente a su única intérprete. En la puerta del teatro, en plena Plaza de Santa Ana, los asistentes se resistían a dispersarse, compartiendo y prolongando ese estado de gracia o catarsis simpática, que se produce entre los espectadores, cuando una representación teatral les ha tocado el alma.
Juan Antonio VIZCAÍNO
Foto: SERGIO PARRA.Teatro Español de Madrid