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Sociedad del espectáculoEscenariosTodo el mundo es trazas. Una interpretación del barroco de Calderón

Todo el mundo es trazas. Una interpretación del barroco de Calderón

 

El éxito de La vida es sueño, de Calderón de la Barca, que se representó en Madrid, en el otoño de 2012, ha tenido mucho que ver con la interpretación tan convincente de Blanca Portillo, en su papel de Segismundo, sin olvidar el resto del reparto; con la dirección tan segura de Helena Pimenta; con la versión tan depurada de Juan Mayorga. Ahí están sin duda las claves del éxito. Pero no habría que descartar otro factor que tiene que ver con el público siempre pronto a asistir a una buena representación de una obra clásica. Este público, que ha agotado todas las plazas del teatro Pavón de Madrid, vive angustiado por una crisis de dimensiones epocales. Habría que preguntarse si ese estado de ánimo es ajeno a la respuesta. Hay quien ha visto en el barroco, la cultura envolvente de La vida es sueño, un adelanto del siglo XX. Calderón nos convocaría porque nos sentimos expresados. Este es el contexto de las siguientes reflexiones en las que, de la mano del autor del Origen del drama barroco alemán, Walter Benjamin, voy a desarrollar la idea de la complicidad entre el barroco y nuestro tiempo. 

 

El barroco sucede al renacimiento. El renacimiento, un estilo de vida que duró apenas el tiempo de una existencia humana, llenó Europa de optimismo, creaciones y plenitud. Como dice Stephan Zweig: “En el curso de una vida humana, el renacimiento habría brindado a la feliz humanidad, con sus artistas, sus pintores, sus poetas y sus eruditos, una belleza nunca esperada con semejante plenitud, y parecía alborear un siglo o, mejor dicho, parecían alborear siglos en los que la fuerza creadora acercaba paso a paso, ola tras ola, la oscura y caótica existencia a lo divino. De pronto, el mundo se había vuelto vasto, pleno y rico…”[1].

 

Pero la bonanza duró poco. En efecto, “la Reforma, que en Europa soñaba con dar un nuevo espíritu al cristianismo, sazonó la descomunal barbarie de las guerras de religión; la imprenta, en vez de difundir la cultura, diseminó el furor theologicus; en vez del humanismo, triunfó la intolerancia. En toda Europa sangrientas guerras civiles desgarraron los países, mientras en el Nuevo Mundo la bestialidad de los conquistadores se desataba con brutalidad inaudita…” (Zweig, 2008, 16). Sobrevino, pues, un tiempo oscuro de guerras, peste y hambres. Una carta escrita por unos jesuitas el 30 de julio de 1638[2] da idea de la gravedad de la situación: “Las necesidades de hambre son tan sin ejemplo que se llegan a comer los más cercanos”. Hambre significa canibalismo. En ese medio aparece el Barroco o, mejor dicho, el barroco es la expresión de ese mundo.

 

 

El prestigio del mito

 

Lo que hoy, un día de 2012, nos convoca es una obra del barroco, La vida es sueño, de Calderón de la Barca, escrita en 1635 (la versión definitiva es de 1673). Carl Schmitt expone en su Hamlet o Hécuba. La interrupción del tiempo en el drama la extraña teoría de que entre Hamlet, el Quijote y el Fausto, sólo el primero alcanza el prestigio del mito, del mito inmortal, porque apunta a conflictos irresolubles que alcanzan a toda generación. Sus desafíos siguen siendo los nuestros, mientras que los que plantean Cervantes y Goethe pueden ser digeridos y solventados desde sus respectivos contextos (el católico-español, en un caso; el luterano-alemán, en otro). No habría misterio en estos dos últimos sino conflictos que podemos asimilar y resolver desde las respectivas culturas. No sabemos qué diría Schmitt de La vida es sueño, pero tampoco importa. Más interesante es lo que apunta Walter Benjamin cuando dice que el barroco prefigura nuestro tiempo. Juan Mayorga habla, en la presentación de su versión, “de la actualidad de la tensión que atraviesa los versos de esta trágica comedia”. Y Helena Pimenta, la directora del montaje, abunda en la misma idea: “Sus temores son nuestros temores, sus anhelos son nuestros anhelos, su lucha por sobrevivir en un mundo habitado por la incertidumbre es la nuestra”.

 

De una manera u otra coincidimos en que Calderón (“el de más altura de todo aquel teatro europeo”[3], según Benjamin) es nuestro contemporáneo. Admitamos que la afirmación no es del todo evidente. El barroco nos queda lejos. Lo asociamos a religión (la música de Tomás Luis de Vitoria o de J. S. Bach, las iglesias jesuíticas, la pintura de Zurbarán, los cristos yacentes de Gregorio Fernández) y los nuestros son tiempos seculares. Por otro lado, una sociedad que se debate o que se acomoda a la indistinción entre realidad y ficción, como es la barroca, no parece que tenga mucho que ver con una “sociedad del conocimiento” como decimos que es la nuestra. Tampoco coincidimos en gustos: al arte barroco le va el exceso, lo ornamental, hasta lo superfluo, mientras que la estética moderna es más bien funcional.

 

Lo que quiero decir es que no es evidente esa complicidad, de ahí que haya que justificarla. Tenemos que preguntarnos por lo que nos atrae del barroco, lo que nos expresa, incluso aunque no seamos consciente de ello. Para descubrirlo, lo más eficaz es recordar lo característico del barroco y preguntarnos luego si eso tiene que ver con nosotros.

 

Propio del barroco es, en primer lugar, el abandono, el estado de postración del ser humano. Es un mundo, dice Benjamin, “abandonado por la gracia”[4], es decir, abandonado a sí mismo. Durante siglos el ser humano europeo estaba protegido por el manto de la religión. Dios era su destino y protector. El hombre del barroco descubre que está solo y no con la soledad prometeica del hombre del renacimiento, que se siente el centro del mundo, sino con la soledad de quien se siente abandonado. Esta arreligiosidad conviene aclararla bien porque el barroco es impensable sin la Reforma y la Contrarreforma, es decir, sin la religiosidad. Siempre cabe el fácil recurso de decir que “el barroco es la cultura de las contradicciones”, pero al menos en este caso cabe una explicación. Dice José Antonio Maravall, en su libro La cultura del barroco[5], que el barroco “más que cuestión de religión, es cuestión de Iglesia, y en especial de la católica, por su condición de poder monárquico absoluto”. No es la religión sino el poder eclesiástico lo que interesa. Lo que quiere decir es que hay un poder religioso –la Reforma o la Contrarreforma– que está siempre presente y con el que hay que negociar. Dado que es un marco sólido, inamovible, la cultura barroca se hace fuerte afanándose en cambiar el sentido de la existencia. El hombre barroco no es el que predica la Reforma o la Contrarreforma sino el que se construye al interior de ellas. He aquí algunos rasgos: se sabe solo. Un personaje de Tirso de Molina dice: No hay Dios que me dé cuidado/ lo demás es desvarío… Nacer y morir, no hay más (Maravall, 1996, 108); se sabe frágil, inseguro, sin certezas. El peregrino de Comenius se pregunta “si existe alguna cosa sobre la cual pueda fundarse con certeza” (Maravall, 1996, 323); pero precisamente por eso, porque no tiene respuestas que le despejen las incógnitas relativas al futuro, al sentido o a la densidad de la realidad, se declara apegado al mundo, se ata a lo que hay porque más allá no hay nada de mundo. Benjamin llama la atención sobre el hecho de que no hay escatología barroca, es decir, el hombre del barroco no es capaz de imaginarse un más allá humano o mundano; de ahí su tristeza, otra nota característica. Es la época del chagrin, de la acedia, de la melancolía. La razón de esa tristeza reside en su impotencia ante el poder, ante la historia. A quienes viven en territorio protestante se les dice que las obras no valen nada, todo da lo mismo; y los que habitan territorio católico saben que las obras que cuentan no son las de los de abajo. A esa criatura del siglo sólo le queda entonar el beatus ille de Fray Luis de León que si uno observa bien no invita a irse de vacaciones a alguna idílica Arcadia, sino que expresa la voluntad de huir del poder, de refugiarse en la naturaleza, un espacio sólido que resiste la arbitrariedad del poder. La naturaleza aparece como el límite que el poder no puede conformar a su gusto. La tristeza genera el luto, un estado de ánimo que es expresión y protesta ante una sociedad que priva al ser humano de esperanza. El luto o duelo –en alemán Trauer– se convierte en piedra angular de la cultura del barroco.

 

 

La concepción del tiempo

 

En segundo lugar, la concepción del tiempo. El tiempo en el barroco es un dato fundamental. Góngora recoge bien ese sentir en un par de versos en los que el poeta le dice al tiempo: “Tú eres, tiempo, el que te quedas / y yo soy el que me voy”. Ese tiempo afecta al modo de ser: “No se nace hecho”, dice Gracián, porque la vida es un proyecto, un devenir, un infieri, porque nada hay que ocurra fuera del tiempo. Como no se puede hacer abstracción del tiempo tampoco nos está permitido no tenerle en cuenta en nuestra forma de entender la vida. Es verdad que esa entrega al factor tiempo acaba mal porque se impone la muerte que es vista como un fracaso. La idea de la muerte como culminación de la vida es ajena al barroco. El poeta Rilke entendía la vida como “la maduración de la gran muerte que llevamos dentro”; y el joven Jorge Semprún, deportado en Buchenwald, acudía a la cabecera de los moribundos para hacerles sentir que morían porque habían elegido vivir libremente y no porque lo hubieran decretado los nazis. Pues bien, esa actitud ante la muerte no la conoce el barroco que vive agarrado al instante presente porque todo lo demás es vacío. La muerte es la negación de la vida, por eso hay que agarrarse a la vida, disfrutar del instante, y mantenerse lejos de la muerte.

 

Propio de ese tiempo es la fugacidad: “no hay cosa estable en el mundo”; “el agua siempre es eterna / pero nunca se repite”, dice Bocangel, que remata así: “y mientras todo se muda / sólo la mudanza es firme” (Maravall, 1996, 369-70). La fugacidad se traduce plásticamente en la parcelización o troceo de lo continuo: gusto por las palabras cortadas, interrupción de la columnas rectilíneas que en el renacimiento llegaban hasta lo alto. En la iglesia de Saint Sulpice de París o en el Gesù de Roma se ve bien cómo las potentes columnas que sustentan la fábrica no llegan hasta el techo sino que se agotan en los planos explicando plásticamente la finitud de la voluntad humana.

 

La fugacidad de la existencia lleva a poner el acento en lo circunstancial o accidental, es decir, en lo ocasional más que en lo definitivo. La ocasión, lo ocasional, abre las puertas a la fortuna y esto tiene una importancia que no puede pasarse por alto. Este culto a la ocasión, esta búsqueda de oportunidades explica, desde luego, el gusto por el juego (los naipes hacen su aparición en este momento), pero, sobre todo, lleva consigo la idea de que todo no está decidido, que todo puede ocurrir, que se puede plantar cara al destino. Basilio, el rey y padre de Segismundo, que por creerse los fatales vaticinios de los hados sacrifica a su hijo a los augurios de la astronomía, tiene, sin embargo, sus dudas: “Quiero examinar si el cielo / o se mitiga o se templa / cuando menos, y vencido / con valor y con prudencia / se desdice, porque el hombre / puede vencer las estrellas”. Al decir que “el hombre puede vencer las estrellas”, tiene lugar la diferencia fundamental entre la tragedia antigua, en la que el héroe no escapa al destino, y la barroca, que sí puede, como Segismundo.

 

En tercer lugar, la representación. Decir que “todo el mundo es trazas”, apariencias, ostentación, es un tópico del barroco. Roma es la ciudad del barroco porque sus artistas, pintores o arquitectos la convierten en una ciudad para ser vista y admirada. Esto no significa despreciar por ese otro nivel más profundo que podríamos llamar lo esencial; tampoco debe invitar a despreciarse porque se es superficial. Lo que pasa es que se valora lo que es por cómo se manifiesta.

 

Si el barroco está convencido de que el disfraz es la verdad, que disfrazándose se llega a ser uno mismo, que la persona es el personaje que se muestra (por eso Velázquez se pinta, consciente de que lo que no aparece, no existe), entonces se entenderá el lugar del teatro, arte de la representación por excelencia, en el barroco. Pero esto conviene entenderlo bien: para Calderón lo que pasa en las tablas no es distinto de lo que pasa en la liturgia religiosa o en la vida cortesana. Todo es teatral, sólo que el teatro lo hace consciente, lo explicita plásticamente. Eso no significa que el teatro engañe o camufle la realidad. El engaño consistiría en pensar que hay disociación entre persona y personaje, por eso uno sale del engaño, es decir, se desengaña cuando reconoce que esto es lo que hay. Desengañarse es acomodarse a lo que hay y no volverle la espalda (que es como habitualmente ahora entendemos eso de desengañarse). El desengaño barroco es lo opuesto a la teatralización de la vida, entendiendo por ello un tipo de teatro que en vez de manifestar la vida la oculta o la deforma. Es lo que ocurre, por ejemplo, en ese campo de Theresienstadt al que acude un alto funcionario de la Cruz Roja para hacer un informe sobre los campos nazi de concentración y de exterminio. El jefe del campo, para transmitir la imagen oficial de que son campos de trabajo, provisionales, donde la vida se desarrolla con toda normalidad, les obliga a esos seres condenados a muerte a representar una normalidad que no existe. Ahí la vida va por un lado y el teatro por otro. Por eso puede decir Mayorga que en ese caso “el teatro ocupa la vida en lugar de iluminarla”. Y eso es una impostura (pero el teatro puede como nadie desenmascarar la impostura, que es lo que consigue el propio Mayorga con su obra Himmelweg).

 

No hay oposición entre el interior y el exterior, entre lo real y lo ilusorio, entre el sueño y el despertar. Todo conforma la realidad, por eso no entramos en contacto con la realidad cuando nos sacudimos el sueño y miramos el mundo con ojos despiertos porque eso que vemos también es ilusión. No se trata en definitiva de abandonar el juego, sino de saberse manejar en él. Como die Segismundo: “Más sea verdad o sueño / obrar bien es lo que importa; / si fuera verdad, por serlo; / si no, por ganar amigos / para cuando despertemos”.

 

En lo concerniente a la idea de realidad, la posición de Calderón no es la misma que la de Descartes. El filósofo francés trata de salir del enredo buscando criterios claros que separen lo real de la ficción, a través de “ideas claras y distintas” (aunque, no lo olvidemos, la revelación de su método, el famoso “método cartesiano”, para escapar al embrujo de tomar la ficción por la realidad, la obtuvo en un sueño, viajando al santuario de Loreto). La idea del barroco es que el mundo al que uno se despierta también es ficción. Las ideas “claras y distintas” pueden ser cosas del maligno.

 

Precisamente porque no hay oposición entre exterior-interior, entre teatro-vida, entre sueño-despertar, es por lo que Calderón puede ser fiel a la profunda mundaneidad del barroco y seguir contando con Dios. Lo compagina porque convierte a Dios en un actor. “Dios está en la tramoya”, dice Benjamin. Dios es un efecto especial. De esta manera Calderón gestiona su teatro en el barroco español. Así consigue, dice Benjamin, que “la trascendencia dijera su última palabra, pero de una forma secularizada, esto es, disfrazada de teatro dentro del teatro”[6].

 

 

El fragmento y la ruina

 

El fragmento. “El fragmento es la creación más noble del barroco”, dice Benjamin. El fragmento se opone al discurso, al gran relato, a visiones globales del mundo. El relato es portador de sentido: explica el horizonte de sentido de nuestras acciones concretas. Del fragmento se espera algo más que del discurso. Se espera un milagro: no que dé sentido sino que le salve. Fragmento y ruinas se compadecen, van juntas: lo que significa el fragmento en el orden de las palabras, lo significan las ruinas en el orden de las cosas. Son dos momentos de un todo que le comprometen en su integridad.

 

¿Qué es lo que tienen en común el fragmento y las ruinas? Que son la argamasa de la alegoría. Material alegórico es una ruina, una calavera o los trozos inconexos de papel de una carta que ha sido despedazada. Y eso es así porque la alegoría se fija en la facies hipocrática de la realidad, en su lado oculto, dañado, aplastado. Lo hace para descubrir la vida que yace en lo que parece muerto. Ese es el milagro, “su saber secreto y privilegiado” (B, 230). Esa es la contradicción del barroco: se nutre culturalmente del fracaso y puede tomar dos caminos, ya sea el de la resignación o este otro de la alegoría que se afana en ver en las ruinas vida, ciertamente arruinada, pero vida que fue, que quiso ser y no pudo. Vida que pide ser.

 

Si esos son los rasgos del barroco y éste anuncia nuestro tiempo, habría que preguntarse ¿dónde están estos trazos hoy? ¿Cómo se manifiestan? Veamos.

 

El abandono. Decíamos que el hombre del barroco se sabía sólo en un mundo abandonado por la gracia. Cerca de la Iglesia pero lejos de Dios. Sería fácil decir que si hay un mundo secularizado, ese es el nuestro, y que, por lo tanto, nos encontramos unidos en un mundo arreligioso. Pero las cosas son un poco más complicadas: el nuestro no es un mundo secular, como lo era el mundo moderno, sino posmoderno. Quiero decir que ya sabemos lo que da de sí un mundo secularizado. Prometía mucho pues pensaba que podía construir un mundo habitado por la razón y la ética. La secularización ha expulsado a Dios, pero su lugar ha sido ocupado por los muchos dioses que conforman la razón instrumental. Por eso se habla del fracaso de la modernidad, es decir, de tiempos posmodernos en los que el mismo hombre que se ha liberado de Dios está a merced de los dioses del poder o del dinero.

 

Sobre la fugacidad del tiempo. Fugacidad se traduce hoy por velocidad o, mejor, por aceleración. La fugacidad, llevada al extremo, entroniza el instante, el presente, como único valor temporal: no hay pasado, ni futuro, sólo ahora. Bueno, pues eso es lo que está ocurriendo hoy en día con el culto a la velocidad que es como la quintaesencia del progreso. Lo que tenemos que tener en cuenta es que la velocidad de referencia en nuestro tiempo es internet, que es la velocidad de la luz. Queremos viajar a la velocidad de la luz por eso el tiempo de más es tiempo perdido. Buscamos la instantaneidad. Antes los viajes no tenían trayecto, es decir, un punto de partida, el goce del recorrido, el momento de la llegada. Era un momento de experiencia ligada al tiempo empleado y al espacio recorrido. Ahora el viaje sólo es punto de partida y de llegada. En medio, tiempo perdido. Ahora bien, de la misma manera que la fugacidad es una apuesta perdedora por la vida porque no puede evitar la muerte, de la misma manera la aceleración contemporánea es un suicidio. El ser humano necesito tiempo y espacio. Son sus condiciones de posibilidad de vivir. Sin ellas no hay vida. La aceleración ha matado, por un lado, la posibilidad de la experiencia (“somos pobres en experiencia”, decía Benjamin, aunque vivamos mucho), sin olvidar que mueren más en las carreteras que en las guerras.

 

Sobre la representación. Ya hemos visto que, para el barroco, la vida es sueño y el mundo, trazas. Para entender en qué sentido nuestro tiempo sigue siendo fiel a esas convicciones barrocas, habría que referirse a los estudios benjaminianos sobre el capitalismo contemporáneo. Benjamin ve una diferencia substancial entre el capitalismo del siglo XIX y el del siglo XX (y a fortiori el del siglo XXI). Si el del siglo XIX tenía su epicentro en la fábrica porque ahí se operaba la explotación, se legitimaba la plusvalía recurriendo al fetiche de la mercancía (nos hacían creer que el valor de unos zapatos eran 100 cuando su valor real era 10), el capitalismo del siglo XX lo tiene en el escaparate porque las cosas no valen lo que cuestan, ni valen en función de lo que sirven, sino que las cosas valen en función de lo que representan socialmente. Hemos pasado del fetichismo a la fantasmagoría. Un coche, un vestido, un reloj valen según el reconocimiento social que consigan o conciten. Son nuestro carnet de identidad. Nos pasa lo que a los adolescentes que caminan con los pantalones caídos, aunque sea incómodo, para enseñar la marca de los calzoncillos. No es que el nuestro sea el mundo de las apariencias (que las cosas o las personas valgan en función de lo que se muestre), es que identificamos realidad con facticidad, con lo que hay, con lo que aparece. El exterior ha devorado el interior. De alguna manera, hemos dejado atrás al barroco, que sí reconocía la distinción entre substancia y accidente, entre el exterior y lo interior, aunque sólo valorara lo sustancial en tanto en cuanto se manifestaba. Ahora hemos decretado que sólo hay exterior, apariencia. Confundimos realidad con facticidad. Lo que no está, no es. Lo que ha quedado en las cunetas de la historia, vencido o aplastado, carece de realidad. ¡Vae victis!

 

 

Fin de los grandes relatos

 

¿Qué decir sobre el fragmento? La posmodernidad que nos envuelve proclama el fin de los grandes relatos. Es la apoteosis del fragmento. Lo que no es mala cosa si tenemos en cuenta que los grandes relatos sólo se ocupaban de las grandes cifras, desinteresándose del destino de los individuos. Ahí está, por ejemplo, la cultura de la memoria, que no sería nada sin las ruinas, sin las huellas del desastre, en una palabra: los fragmentos. Gracias a los supervivientes de la catástrofe podemos llegar a entender que el progreso es catástrofe; gracias a las huellas, a las cicatrices que deja el crimen en el victimario podemos hablar de culpa moral y pensar así en un tiempo nuevo, distinto, reconciliado.

 

Hay otra dimensión del fragmento que conviene tener en cuenta. En El mayor monstruo, los celos, de Calderón de la Barca, el perverso protagonista ha decretado que si él muere sus fieles tienen que matar a su esposa, por honor. Para evitar que el documento llegue a manos de ésta, lo hace pedazos oportunamente. Pero la mujer llega a tiempo de ver por los suelos el texto hecho añicos y de leer en un trozo muerte, en otro su nombre, Mariene, en aquel de allá honor y en este de acá secreto. Entiende que está condenada a muerte. Las palabras aisladas adquieren una fuerza muy superior a la que tenían en el documento. Las palabras en un discurso son comunicacionales; aisladas se cargan de emoción que potencian el significado. Pensaba en esto visitando el 15-M en la Puerta del Sol. Los jóvenes expresaban su malestar a través de palabras minúsculas, tales como futuro, casa, trabajo, salud, corrupción o participación. Son palabras sueltas que las encontramos en los programas políticos de los partidos existentes. La diferencia es que en esos programas esas palabras no significan nada, están desgastadas; pero esas mismas palabras, colgadas de las tiendas de los acampados, sí tenían significación.

 

Lo dicho hasta aquí es la radiografía de un tiempo histórico o, si se prefiere, de dos: del barroco y del nuestro, pero con eso no está todo dicho porque el artista y el filósofo no describen sino que se sienten interpelados por esa realidad. Son creadores no porque inventen sino porque muestran aspectos que escapan a la mirada del observador con prisas. Uno y otro leen su tiempo aunque con instrumentos diferentes. Sintetizaría lo que dice el dramaturgo Calderón con la expresión “drama de destino” y lo que dice el filósofo Benjamin con el concepto “naturalización de la historia”. Veamos.

 

 

Drama del destino

 

“Drama de destino” quiere decir drama que se enfrenta al destino, asunto exclusivo hasta ahora de la tragedia. Pero la tragedia puede tratar el destino de dos maneras muy distintas: como insuperable o como superable. Esta es la diferencia entre la tragedia clásica y la moderna, entre Edipo y La vida es sueño.

 

Había quien pensaba, como Nietzsche, que la tragedia clásica era inmortal porque sus dilemas eran irresolubles y por tanto permanentes. La pretensión de la filosofía –representada por Sócrates– de hacerse cargo de esas contradicciones y resolverlas racionalmente era una quimera porque en la realidad había un momento de irracionalidad del que sólo la tragedia podía hacerse cargo. Benjamin también pensaba, contra los ilustrados, que la tragedia seguía vigente, pero no la de siempre, la clásica, sino la barroca, el Trauerspiel que es luto, por un lado, y, por otro, juego. ¿Cuál es la diferencia? Que el héroe antiguo nace culpable (con la culpa trágica que no es la culpa individual), no podrá escapar al destino (asesinará a su padre y será causa de la muerte de su madre) y morirá asumiendo su culpa (Edipo se arrancará los ojos). El protagonista de la tragedia barroca –Segismundo, por ejemplo– también nacerá condenado, como Edipo o Moisés. No son culpables por haber transgredido una orden sino porque son una transgresión, su sola existencia altera el orden del universo. Pero hay una diferencia entre Segismundo y el destino implacable de Edipo. La culpa originaria de Segismundo desencadena un proceso en el que van a intervenir factores imprevistos que juegan en muchos sentidos. Estas circunstancias sobrevenidas son ocasión para que el protagonista escape al destino y se libere. Es un juego desigual pues las circunstancias juegan en contra, pero es un juego, y Calderón está muy atento a la “rebelión de los elementos”. Por eso me parece muy acertado que Helena Pimenta se refiera en su breve presentación de La vida es sueño a la lucha de Segismundo por recuperar su libertad y a la voluntad del ser humano de enfrentarse al destino. Propio de la tragedia es la lucha del héroe contra su destino; lo nuevo en el barroco es que los dados no están echados. Todo puede ocurrir. Segismundo puede rebelarse contra sus cadenas y liberarse de ellas.

 

Benjamin expresa lo mismo, filosóficamente, hablando de “la naturalización de la historia”. ¿Qué se quiere decir? Por “historia” entendemos proyectos de vida individual o colectivos diseñados libremente; por “naturalización de la historia” reconocemos el fracaso de esos proyectos libres que mueren a manos de poderes superiores que se imponen a la voluntad. Pues bien, el filósofo constata el fracaso de la historia pero con la mirada de un alegorista: el alegorista, ya lo hemos visto, se fija en las calaveras, los escombros y las ruinas, en las víctimas…, pero viendo en ello no un hecho fatídico, un triunfo de la muerte, un precio inexorable, sino vida en la muerte, una injusticia o, como dice Benjamin, “la infinitud en la ausencia de esperanza” (Benjamin, 1999, 230), esto es, esperanza en la desesperanza. El crimen no es un hecho natural, sino privación de vida y, en ese sentido, una injusticia causada por el hombre y contra la que el hombre puede rebelarse.

 

Volviendo a La vida es sueño, se trata de soñar mientras se duerme (de poder ansiar la libertad desde la condición de encadenado). En alemán y francés hay dos palabras distintas, con significados opuestos, que en castellano traducimos por sueño: sommeil y rêve; Schlaf y Traum; estar dormidos y soñar mundos. El alegorista, siguiendo los pasos de Segismundo, hace la transición de un significado al otro. Quiere transformar la postración en rebeldía haciéndonos ver que lo soñado en el sueño puede ser realidad. Quizá la grandeza de Calderón es poder expresar esas dos realidades, tan opuestas pero relacionadas, con una única palabra: sueño. Lo mismo que hará Goya cuando sentencie que “los sueños de la razón producen monstruos”. Lo monstruoso puede ocurrir porque se apaga la razón, durmiendo, y lo humano, porque la razón se enciende, soñando.

 

 

No basta ser libre para ser humano

 

Decía que lo que caracteriza a la tragedia barroca es la posibilidad de escapar al destino. Segismundo acaba liberándose de sus cadenas. Pero lo que llama la atención en la obra de Calderón es que la salida de la condición animal en la que se encontraba Segismundo y el acceso a la condición humana no es sólo asunto de libertad. Segismundo es liberado dos veces y lo que Calderón muestra es que no basta ser libre para ser humano. La libertad sería suficiente para ser libre si Segismundo volviera a un mundo de iguales, a un mundo en el que la violencia no hubiera roto la igualdad originaria y la violencia hubiera creado una sociedad de desiguales. Pero Segismundo vuelve a una sociedad marcada por la violencia, una violencia que se ha ensañado con él mismo. Con la libertad recién recuperada Segismundo puede utilizarla para la venganza, que es lo que hace en el primer intento –“De todos era señor, / y de todos me vengaba”–, o puede emplear su condición de ser libre para vencer la violencia que genera la opresión (las cadenas) y la desigualdad (el hambre).

 

El Segismundo de esta versión a cargo de Mayorga, dirigida por Helena Pimenta e interpretada por Blanca Portillo, pone la libertad al servicio de la conquista de su humanidad, por eso se hace violencia a sí mismo y es generoso con quien le ha hecho daño: “la fortuna no se vence / con injusticia y venganza, / porque antes se incita más; / y así, quien vencer aguarda / a su fortuna, ha se der / con prudencia y con templanza”, dice Segismundo en el momento más intenso de la obra. La libertad y el perdón se complementan en un gesto de conquista de la propia humanidad.

 

He oído decir a Juan Mayorga que esta obra quizá haya que situarla en la tradición judeocristiana. Creo que tiene razón. En esta tradición o en estas tradiciones el perdón va muy unido a la humanidad. En la narración bíblica, la historia humana comienza el octavo día con una transgresión. Y la respuesta de Yahvé no es la venganza sino el perdón que va a permitir al ser humano recorrer una historia que le lleve a recuperar la humanidad perdida. También en el cristianismo el perdón es capital. Lo original del cristianismo es la encarnación, esto es, la idea de que lo divino se hace humano inaugurando un tiempo en el que lo humano puede trascender sus límites. Esa encarnación en Jesús se presenta en Mateo 1,21 como “perdón de los pecados de su pueblo”, dando a entender que el perdón inaugura el tiempo nuevo. El cambio de una existencia humana errática a otra con sentido es fruto del perdón. La condición humana puede asentarse tanto en el territorio de la venganza como en la del perdón, pero es esta última la que le permite trascender sus propias miserias.

 

Se ha publicado ahora un texto escrito en septiembre de 1945, unos meses después del fin de la Segunda Guerra Mundial. El autor es un superviviente de un campo, Robert Antelme. Toma la palabra y la pluma para denunciar lo que están haciendo sus ex-compañeros, los supervivientes, que se dedican a visitar las cárceles francesas para torturar o matar a los prisioneros alemanes. Lo denuncia porque eso les coloca al nivel de sus antiguos verdugos y supone una negación de los valores por los que ellos lucharon en la Resistencia. Entiende que están en su derecho de no perdonarles y de exigir por tanto justicia, pero si emplean su situación de liberados para vengarse lo que consiguen es igualarse en inhumanidad con los nazis. El perdón en La vida es sueño no es un añadido circunstancial. Nos recuerda el gesto que convierte al animal racional que dicen que somos en especie humana.

 

 

 

Este texto fue leído en el seminario Memoria y pensamiento en el teatro contemporáneo, promovido por el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) de España.

 

 

 

Reyes Mate es filósofo y escritor, profesor emérito de Investigación del CSIC. Entre sus libros destacan La razón de los vencidos; Auschwitz. Actualidad moral y política; Medianoche en la historia La herencia del olvido. En FronteraD ha publicado La justicia no puede ser el resultado de una votación democrática, Auschwitz, justicia y deber de memoria, Memoria de la barbarie y construcción del futuro y El tiempo es el otro

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Notas


[1] S. Zweig, 2011, Montaigne, Alcantilado, 14

 

[2]  J.A. Maravall, 1996, La cultura del barroco, Ariel,  310

 

[3]  Benjamin, W., 1999, El origen del drama barroco alemán, Taurus, 66

 

[4]  Benjamin, 1999, 66. Es cierto que Benjamin matiza a propósito de esta cultura caracterizada como “estado creatural privado de la gracia” que  es “algo específico alemán” y que Calderón tiene que desenvolverse en un contexto mucho más religiosizado, pero el resultado es el mismo porque el barroco español endosa a la figura del monarca el poder de salvación que otrora depositara en Dios. Al no poder el soberano resolver positivamente los conflictos a los que se enfrenta el hombre de ese tiempo, descubre su soledad y que “el cielo está desalojado”. Cf Benjamin, 1999, 67.51

 

[5]  Maravall, J.A., 1996, La cultura del barroco, Ariel, Barcelona, 47

 

[6]  Cuesta creer que se haga justicia a la religiosidad del barroco reduciendo a Dios a “tramoya”. Eso no sería justo y tampoco lo pretende decir Benjamin. Él se atiene a la representación de la religión, a lo que Maravall llama poder de la Iglesia o Iglesia como poder. En el seno del mundo los actores sobrenaturales sólo intervienen como personajes que no alteran el orden del mundo. Incluso en el supuesto de que la Iglesia del poder actúe convencida de que Dios no escapa de la tramoya para intervenir en la historia –algo que es fácil aceptar teniendo en cuenta la historia– quedan todos esos hombres y mujeres del barroco que cultivan un mundo interior que subsiste más allá de la tramoya.

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