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Todo en orden

 

I’m always looking outside,

Trying to look inside.

Trying to say something that’s true.

But maybe nothing is really true.

Except what’s out there.

And what’s out there is always changing.

Robert Frank

 

 

Para Teresa

 

9.

 

Enrique Valbuena tomó una bandeja y se puso en la fila del autoservicio detrás de una madre con su hija. Ambas compartían la misma bandeja. La madre se sirvió una ensalada de frutas y preguntó a su hija si quería otra. La niña dijo que no, que prefería un trozo de tarta de chocolate. Incorporó una porción de tarta a su bandeja y siguieron avanzado hacia la caja. La madre pidió un té y la niña volvió sobre sus pasos en busca de un refresco de naranja que sacó de la nevera.

 

Cuando llegó su turno pidió un café y la cajera le preguntó si no deseaba comer algo. Pensó en servirse un pedazo de tarta como el de la niña, pero concluyó que las cremas industriales de las tartas siempre le sentaban mal. Pagó y fue a sentarse en una mesa libre junto al gran ventanal que ofrece vistas sobre la pista y los aviones despegando un poco más allá. Nunca había dejado de sentir fascinación por aquella masa alzándose y que pudiera suspenderse el aire. Le parecía milagroso, fascinante.

 

Tomando su café y dando la espaldo al resto de la cafería vio reflejado en el cristal un rostro de mujer que le sobresaltó. Sintió que el corazón se le disparaba incontrolado y el estómago se le encogía hasta causarle dolor. No podía ser. ¿Qué hacía Gloria en el aeropuerto si siempre había detestado los aviones? Nunca consiguió convencerla de viajar a un lugar que la obligara a volar. Durante los años que duró su relación fueron siempre felices subiendo a trenes y automóviles, y barcos, o a lomos de caballerías. Fuimos muy felices, pensó.

 

Siguió escudriñando su rostro en el reflejo de la cristalera superpuesta al reflejo de los aviones haciendo maniobras para disponerse en la pista de despegue. No había duda, era Gloria, en el aeropuerto. Terminó su café y pensó en darse la vuelta y mirar de frente para cerciorarse de que estaba en lo cierto, pero se le antojó un gesto violento y agresivo. Observó cómo sumergía la bolsita de su infusión en el agua caliente de la taza sujetando el cartoncito como si tuviera miedo a ensuciarse los dedos. Es una manía de Gloria que siempre lo puso nervioso y casi siempre era motivo para una de esas discusiones tontas e irrelevantes que esconden otras diferencias que terminan convertidas en heridas y a la postre en reproches y al final en silencios.

 

Descubrió el modo en que rompía uno de los cuernos del cruasán y eso lo desconcertó porque Gloria jamás se habría manchado partiendo de ese modo un pedazo pringoso de cruasán. Aprovechó que Gloria estaba ensimismada y cabizbaja mandando un mensaje con su móvil para levantarse con la excusa de ir al servicio y ver de cerca a Gloria que sujetaba el móvil con la mano izquierda y el dedo índice en la boca como una niña distraída limpiándose de restos de cruasán.

 

Al volver del servicio comprobó la manera de Gloria de dejar caer los hombros y quejarse de molestias en la espalda. Siéntate bien y verás cómo desaparecen, le dijo siempre, pero Gloria nunca hizo caso y siguió torcida sobre una revista, o sobre el ordenador con la espalda encorvada y ligeramente ladeada. Se dolía, y entonces Enrique arqueaba las cejas y Gloria seguía en sus cosas ensimismada después de devolverle la mirada. Pasó a su lado y se sentó de nuevo junto a la taza de café vacía. Uno de los aviones alzaba el vuelo. Gloria acabó de mandar el mensaje y sorbió de la taza. Por un momento creyó que sus ojos se encontraban el cristal, pero Gloria tenía la mirada perdida más allá de la pista de despegue y del horizonte.

 

Recogió su móvil en el bolso y dio un sorbo más dejando el cruasán mordisqueado en el plato antes de retirar la silla para levantarse. Petrificado, dejó que Gloria se levantara y, girándose, enfilar el pasillo entre las mesas para perderse entre la multitud de pasajeros. Enrique la dejó alejarse y de repente dar media vuelta y volver sobre sus pasos. La vio caminar a sus espaldas en el reflejo del cristal con el corazón bombeando en la boca y se sintió decepcionado al ver que recuperaba un bolígrafo olvidado sobre la mesa.

 

Entonces se levantó y la llamó por su nombre. Gloria se quedo mirándolo con atención, ambos inmóviles sin saber qué decir, en pie. ¿Perdón?, dijo Gloria. Me he quedado muy sorprendido al verte en un aeropuerto, tú que sentías horror por los aviones. Creo que se confunde de persona, dijo ella dejando caer el bolígrafo en el bolso. No has cambiado nada, añadió Enrique a unos pasos de distancia. Disculpe, pero se trata sin duda de un error. Me llamo Gloria, efectivamente, pero siempre he volado en avión. Lo siento, creo que me confunde con otra persona, y Gloria desapareció entre un grupo de turistas que se arremolinaban en torno a la guía que daba indicaciones alzando mucho la voz.

 

 

12.

 

De acuerdo con las instrucciones dio unas vueltas al asiento giratorio. Al darse cuenta de que bajaba, en lugar de subir, cambió el sentido desenroscándolo hasta que sus ojos estuvieron a la altura de los ojos pintados sobre el chasis de la cabina. Preparó el dinero, echó la cortinilla y miró su reflejo en el cristal. Echó la cantidad exacta y en lugar de accionar el dispositivo que lanza los flashes pulsó el botón que le devolvía las monedas.

 

Con las piezas de metal en la mano trató de arreglarse el pelo sobre la cuadrícula que cubre el objetivo y volvió a cruzarse en la urna con su mirada, suspendida en un lugar de nadie entre la cámara y el vidrio de protección. Introdujo de nuevo la cantidad exacta y, sin moverse, esperó el primer fogonazo cuando el niño se asomó por debajo de la cortina e instintivamente giró la cabeza para ver qué ocurría. La foto se disparó.

 

—Gonzalo, no molestes –oyó que decían al otro lado de la tela.

 

Y el niño, que tan apenas alcanzaba a caminar, se incorporó dándose la vuelta llamando a trompicones:

 

—¡Mamá, mamá!

 

En la pantalla podía verse su retrato, de perfil e inclinándose a un lado, a la espera de confirmación para iniciar el proceso de revelado.

 

—Gonzalo, ven –volvió a escuchar fuera.

 

Y dijo que sí, que quería esas fotos. Salió fuera a esperar junto al fotomatón los cuatro retratos. Gonzalo doblaba la esquina agarrado a la mano de su mamá.

 

 

21.

 

Ignacio Marbán volvió a casa paseando, la película no le había gustado nada. Una historia más de conspiraciones. Caía la tarde y comenzaba a soplar una brisa fresca de otoño que arremolinaba las primeras hojas de los castaños de indias. Antes de llegar al portal comenzó a juguetear con el llavero. Quiso abrir con la llave pero no hubo forma de deslizarla en el bombín. Comprobó que era la llave correcta y después miró hacia arriba para cerciorarse que estaba en el número doce. Los portales del bloque son todos iguales y era fácil confundirse. Ya le había ocurrido en alguna ocasión. Estaba en el número doce y la llave era la correcta pero no había forma de abrir la puerta. Afortunadamente un vecino salía en ese mismo momento y entró en casa disculpándose.

 

No tomó en ascensor. Le había recomendado el médico que subir hasta el cuarto piso a pie era un buen ejercicio para el corazón. Al llegar a la puerta de su casa respiró hondo para recuperar el aliento y todavía jadeante apuntó en la cerradura pero tampoco hubo forma de hundir la llave en la cerradura. Resistiéndose a un incipiente enfado levantó la vista para cerciorarse que, efectivamente, estaba en el cuarto piso y zarandeó la cabeza en señal de desaprobación hacia sí mismo. Lo intentó de nuevo, sin éxito, y maldijo con un insulto aquella contrariedad estúpida. Llamó al timbre y esperó. Sabía que Azucena estaba en casa. Nadie respondía y llamó de nuevo, hasta oír una voz a lo lejos que preguntaba quién era. “Soy yo”, contestó Ignacio Marbán desde el rellano de la escalera. “¿Quién es?”, repitió la voz, ahora más fuerte al otro lado de la puerta. “¡Yo, Ignacio!”. Tras unos segundos de silencio la voz interrogó extrañada. “¿Ignacio? Azucena, no estoy para bromas, no sé que pasa con mis llaves, abre por favor”, replicó alzando el tono de su respuesta. Se abrió la puerta una rendija con el sistema de seguridad haciendo tope y el rostro medio escondido de una mujer que miraba entre sorprendida y asustada. “¿Qué quiere?”, preguntó.

 

Ignacio Marbán pensó que se trataba de una broma, que alguna amiga de su mujer que no conocía le estaba tomando el pelo. “Por favor, le puedes decir a Azucena que ya vale, estoy cansado, ¿puedes abrir, por favor?”, pidió con calma. “Disculpe, ¿por quién pregunta?”, quiso saber un ojo de mujer cada vez más inquieto. “Como broma ya está bien, es innecesario prolongarla porque me voy a enfadar. ¿Quieres abrir, por favor?”, pidió a una Azucena invisible que imaginaba detrás de aquella desconocida. “Disculpe, pero aquí no vive ninguna Azucena”, respondió la mujer. “Me llamo Ignacio Marbán, y vivo en esta casa donde tú estás con mi mujer, Azucena Reigosa, desde hace quince años”, expuso simulando controlar sus nervios. “Todavía no hemos terminado de pagar la hipoteca, por si te interesa”, añadió con cinismo. “Disculpe, pero se trata sin duda de un error. Llevo viviendo en este piso con mis hijos seis años desde que me divorcié. Se trata sin duda de un error”, anunció la mujer en tono de disculpa pero con firmeza. Ignacio Marbán quedó en silencio un instante, hizo un ir y venir entre letrero que anunciaba el cuarto piso y su manojo de llaves. Dudó unos segundos buscando torpe una disculpa. “Lo siento”, pudo añadir antes de que se cerrara la puerta.

 

 

37.

 

Cuando llegó su turno presentó el resguardo y se fijó en la adolescente que miraba su pasaporte, a juzgar por el interés, recién estrenado. Un primer pasaporte es una puerta abierta a los sueños, pensó, a los viajes y las personas que habremos de encontrar en el camino, e incluso cambiarán los derroteros de nuestras vidas.

 

—Aquí tiene –dijo el policía, ofreciéndole el libro de tapas de hule.

 

Al salir de comisaría echó un vistazo al suyo, inmaculado, y al abrir la última página se percató del error. Se habían confundido. El de la foto no soy yo, constató, primero molesto y luego desconcertado. Dio marcha atrás y pidió permiso a los de la fila para acercarse al mostrador.

 

—Disculpe, pero se han confundido de fotografía. Este no soy yo –explicó al mismo policía sujetando el pasaporte por el final con el dedo gordo.

 

Lo recogió y estuvo comparando con sucesivos golpes de vista la imagen plastificada y el rostro de Ernesto Guede Lluyot.

 

—Un momento, por favor. Monforte –llamó arqueando las cejas.

 

Su compañero no llevaba uniforme. Repitieron al unísono el ir y venir de su rostro a la última página del pasaporte.

 

—¿Me deja el Documento Nacional de Identidad?, si es tan amable –ordenó.

 

Con el pasaporte en la mano hizo unas comprobaciones y el agente de paisano escribió con un dedo y esperó mirando a la pantalla del terminal. Su compañero observaba inclinándose por encima del hombro. En la fila se oían suspiros de impaciencia. Tecleó de nuevo unos números.

 

—Denuncias en el mostrador del fondo –respondió sin moverse a un matrimonio con aspecto preocupado.

 

Ahora los dos policías ejecutaban una carambola a tres bandas, del monitor al pasaporte y a la cara de Ernesto Guede y vuelta a empezar. Monforte devolvió el documento a su colega y se levantó.

 

—¿Te traigo un café? –preguntó antes de marcharse.

 

Acercándose al mostrador tendió el pasaporte cerrado con el DNI.

 

—Todo en orden –concluyó, estampando un sello de silencio al final de la espera–. Dígame –preguntó al siguiente de la fila, que traía preparado su resguardo.

 

 

40.

 

Eduardo Sama se colocó enfrente de la puerta de salida a esperar la salida de los niños. Sonó la campana. Las primeras batas a rayas hicieron irrupción en el patio de recreo. Caras despistadas, ojos que buscaban como corderitos la mamá o el papá o el abuelo que aguardaba en pie con la merienda. Enseguida toda la entrada se llenó de carteras y abrigos que dejaban en brazos de los adultos sin apenas prestarles atención, tranquilos ya de haber llegado a buen puerto, desenvolviendo el bocadillo o las galletas o la fruta y protestando si la sorpresa no era de su agrado. Ya no quedaban clases por abandonar las aulas, sólo algún rezagado. Padres e hijos dejaron la escuela despacio y la algarabía se fue apagando hasta que la voz del bedel consiguió hacerse oír y llamar la atención a una pareja de niños que corrían todavía despreocupados por la cancha de baloncesto y, obedientes, recogieron sus cosas y salieron a la calle. Vamos a cerrar, dijo desabrochándose la bata azul junto a la puerta con el manojo de llaves en la mano, y Eduardo Sama dejó el último el patio del colegio.

 

 

55.  

 

Bajo la ducha de agua caliente pensó por un momento en una súbita interrupción en el suministro de gas. Resultaba estúpido suponer algo así, pero dudó si enjabonarse el cuerpo imaginando un chorro gélido cortándole la respiración y todo el cuerpo embadurnado de espuma. Orientó la alcachofa de la ducha sobre la nuca aumentando ligeramente la temperatura. El cuarto de baño se había llenado de vapor. Apoyado sobre las baldosas con el antebrazo casi quemaba la piel. Colgó la ducha del soporte y volcó el envase de champú cerrando los ojos. Y empezó a frotar las sienes y los sobacos y el pecho y las ingles. Pero el agua estaba ardiendo y quiso bajar unos grados. Torpemente. El frío lo sorprendió y retirándose abrió los ojos con el temor de una avería ahora cierta. Bastó con girar el grifo a la izquierda. Demasiado tarde. El jabón había entrado en los ojos y soltó un juramento. Inclinándose hacia detrás, metió la cara bajo el cono de filamentos a la vez que despejaba con los dedos la frente de mechones y de jabón. Pudo, al fin, abrir los ojos. Sintió por un instante el picor irremediable y las protestas y el empeño de su madre en seguir aclarando sin parar. Descolgó el teléfono para recorrer todo su cuerpo frotándose con la mano libre. Y pudo oler de nuevo el vinagre que derramaba su madre sobre la coronilla para sacarle brillo al pelo. Permaneció inmóvil bajo el agua un buen rato, apretando los párpados. Corrió la cortina para envolverse en la toalla. El espejo estaba cubierto de vaho. Alargó la mano dibujando un rosetón en el que justo cabía su rostro y sus ojos mirándole. Nada más.

 

 

61.

 

Brígida no había facturado aposta. Llevaba encima una bolsa y el tiempo justo de salir corriendo del avión nada más aterrizar en Orly, coger un autobús hasta Saint-Lazare, y subir al último tren de las 11.32.

 

—Hola bonita, ya estoy en Orly, ando con prisa. Tomo el autobús, así que no me alargo. Enseguida estarás en casa.

 

Y se metió el móvil al bolsillo. El autobús bordeó el parque Montsouris. Y entonces recordó la canción de Yves Montand interpretando un poema de Prévert. Au parc Montsouris, à Paris, sur la Terre, la Terre qui est un astre, tarareó en silencio, para sus adentros. Quien conducía era una mujer joven. Con decisión. Resuelta. Rápido. Saltándose las paradas porque nadie de los pocos que viajaban en el autobús hacía sonar el timbre de aviso. La noche era fría, pero sin lluvia. Esperó unos instantes en pie a que las puertas se abrieran y salió corriendo. Subió las escaleras mecánicas de dos en dos y cruzó el hall directamente hacia el andén número 10.

 

—Ya subí al tren. En un momentito estaré en casa tomando un baño caliente –añadió a su contestador desde el móvil cómodamente sentada.

 

Sonó la alarma y las puertas se cerraron. El vagón estaba casi vacío. Todavía quedaba algún viajero moviéndose para entrar en calor en los andenes de las estaciones por las que el tren pasaba de largo. Puteaux. Y entonces volvió a tararear a Montand y Prévert. En el mismo disco. Dans mon usine de Puteaux –canturreó. Próxima parada Courbevoie. Su estación. Quien le iba a decir que un día viviría en Courbevoie, el lugar donde nació Céline. Cuando dejó Santiago tras el golpe fue como unas vacaciones. Al menos al principio. Nada más llegar. París. Los libros. El canal Saint-Martin. El cementerio Père Lachaise. Tomar unas notas en su libreta en una de las mesas del café Flore. Montparnasse. Le parecía estar paseando por el manual de literatura del Liceo.

 

Tras las ayudas a los refugiados políticos llegaron los bocadillos de patatas fritas y mergueze. El trabajo nocturno y los trenes de cercanías. Aquello se parecía mucho al bienestar. Aunque nunca se sentiría del todo bien en esta lengua que no era la suya, por mucho que se empeñara en afinar las nasales. Y hasta contar chistes. Y lo que todavía resultaba mucho más difícil, reírselos a las secretarias del centro de Formación Permanente donde impartía sus clases de español para extranjeros. Nada más visceral y enredado con la lengua que el humor. Atávico siempre. Inexplicable y sutil. Absurdo.

 

Aunque lo más inexplicable y absurdo fue ver desfilar la estación de Courbevoie ante sus ojos. A toda velocidad.

 

—Disculpe, ¿a dónde va este tren? –preguntó dando un salto a una negra inmensa vestida con un bubu multicolor.

—Yo voy a Suresnes, pero creo que el destino es Versailles.

 

Efectivamente. El tren se detuvo en Suresnes. Puedo bajar y esperar un tren de vuelta en dirección a Courbevoie, calculó. ¿Pero quién me dice que pase un tren a estas horas y que, además, se detenga en Courbevoie?, pensó al tiempo que se cerraban las puertas y el tren reiniciaba su marcha. También hizo parada en Saint-Cloud.

 

—Tranquila –habló por el teléfono–, estoy en Suresnes, camino de Versailles. En el peor de los casos pasaré la noche en Versailles y mañana por la mañana estoy de vuelta. No te preocupes Brígida, cariño. Estoy bien. Estoy bien –repitió–. Hasta mañana.

 

Lo primero que hizo nada más llegar a su apartamento de Courbevoie fue prepararse un baño. Muy caliente. Ardiendo. Amanecía. Dejó el correo sobre la mesa del salón. Echó un vistazo. Facturas. Desde la ventana del piso once de su apartamento podía verse parte de la Défense. El día despuntaba brumoso. Echó un poco de agua en la azalea que languidecía sobre la encimera de la cocina. La calefacción funcionaba. Los obreros y empleados que subieron al primer tren con destino a París estarían ya en sus puestos de trabajo. El sonido del gluglú se hacía cada vez más agudo. Cerró los grifos. Volvió al salón y puso en marcha el contestador. Dejó la taza de café en el borde de la bañera y fue entrando poco a poco. Quemándose.

 

—Hola bonita, ya estoy en Orly, ando con prisa. Tomo el autobús, así que no me alargo. Enseguida estarás en casa –repetía su voz, metálica.

 

Tuvo que añadir un poco de agua fría porque el calor resultaba excesivo. Agobiante. Mojó la manopla y cubrió sus ojos.

 

—Estoy en Suresnes, camino de Versailles. En el peor de los casos pasaré la noche en Versailles y mañana por la mañana estoy de vuelta. No te preocupes Brígida, cariño. Estoy bien. Estoy bien –insistió.

 

Y tomó un sorbo de café. Despacio. Y tomó otro sorbo. Y otro más.

 

 

68.

 

Y al llegar al final de la carta tecleó en su portátil: ARMANDO AZAGRA, pero lo que aparecía en pantalla era otro nombre, completamente desconocido para él.

 

 

69.

 

Separada, escribió apoyando la cadera en el mostrador. 49 años, aunque dudó por un instante si poner su edad real, y añadió: cariñosa, romántica, pero tachó romántica y puso sin cargas. Alta, ojos y pelo castaño. Y releyó las cuatro palabras. Una vida en cuatro palabras, pensó. Sacó la cajetilla y prendió un cigarro.

—Disculpe pero no está permitido fumar.

 

Y se lo quedó mirando, tragando el humo despacio a posta, con gusto, sujetando en alto el cigarrillo entre sus dedos de uñas pintadas, como diciendo ¿y ahora qué hago yo con esto? Se acercó a la puerta y tiró el cigarrillo encendido fuera. Tachó también sin cargas para substituirlo por sincera. Busca hombre inteligente, comprensivo. A punto estuvo de añadir fiel, pero le pareció prematuro pedir fidelidad desde el principio. Desde antes del principio. No. De momento amigos. Y que busque a alguien a quien querer. Lo encontró un poco cursi. Un poco tonto. Con mucho amor y experiencia para compartir, mejor. Sin tanto remilgo.

 

Cuando le cuente a Rubén que he puesto un anuncio no se lo va a creer. Porque fue Rubén quien medio en broma medio en serio, en mitad de una discusión, me había dicho que necesitaba un hombre. Que me buscara un hombre, me soltó. Igual de impertinente que su padre. Volvió a leer y nada más empezar tropezó con la indicación excesivamente explícita al desastre que fue su relación con Ernesto. En lugar de separada puso mujer atractiva. Con sus años y atractiva cualquiera podía imaginar que se trataba de un mujer con experiencia, vivida. Porque estaba de buen ver. Si no de qué iba a estar allí perdiendo el tiempo. No. Empezar por un divorcio avivaba prejuicios innecesarios. Mujer atractiva. 49 años, alta, ojos y pelo castaño, cariñosa, recompuso en orden, busca hombre inteligente, desde luego, no como el capullo de mi ex, comprensivo, mejor dejar las cosas claras para evitar sorpresas, lo del amor se le antojaba ahora, de repente, un poco estúpido, para posible relación estable. La relación estable sonaba tan mal o peor que comenzar con el fracaso prematuro del divorcio. Para amistad y lo que surja, apuntó echándose un poco hacia atrás para ver cómo quedaba, releyendo por encima de las gafas. Para amistad y lo que surja, repitió. Y consideró una temeridad terminar de aquella manera. Para salir y amistad. Mucho mejor.

 

 

72.

 

Con el café humeante se sentó ante el ordenador y entró en su cuenta de correo. Mediante un rápido barrido Gabriel Arocha fue tirando sin abrir a la papelera los mensajes basura, cada día más numerosos. A punto estuvo de mandar al limbo de internet uno que anunciaba un abrazo en el asunto. Dudó por un momento, pensado que sería uno de esos mensajes que ofrecen relaciones con mujeres ansiosas de encontrar el hombre de su vida que eres tú. Esta vez sintió curiosidad, golpeó dos veces con el ratón y se abrió la ventana.

 

Se trataba de una mujer, en efecto, pero no ofrecía nada ni pedía nada. Escribía con familiaridad y tristeza, lamentando su ausencia y tratando de disimular lo mucho que lo echaba de menos con el relato detallado de un curso de fotografía, una excursión o la película tan aburrida que había visto el último fin de semana. En todos aquellos gestos, paseos, distracciones tontas, faltaba él. En aquella otra ciudad estaba lloviendo y le recordaba que había entrado en su restaurante favorito y al poco de sentarse y esperar a ser atendida no pudo más y se marchó. Confesaba haber entrado para desbaratar los fantasmas y hacer frente a los recuerdos sin dolor, pero fue incapaz de soportarlo porque el dolor todavía estaba vivo. Así lo escribía Blanca Omedes, que cerraba el relato triste de su empeño por olvidarlo con un abrazo.

 

Gabriel Arocha se puso también triste. Primero le dio lástima aquella mujer que todavía pensaba en él, en el otro que no era él pero que todavía lo amaba y pedía una excusa, un resquicio por donde colarse para decírselo.

 

Después se sintió incómodo sabiéndose intruso de un dolor ajeno. Por error le había llegado el correo de Blanca Omedes. Estas cosas ocurren, no era la primera vez. Por distracción es muy fácil enviar un mensaje a la persona equivocada solicitando una reunión o presentado un informe no solicitado. Cerró la ventana y lo desechó. Gabriel Arocha siguió con el ritual de la lectura de los titulares de los periódicos, y con el segundo café empezó a contestar a los correos más urgentes antes de ponerse a trabajar. Pero el amor de Blanca Omedes le impedía seguir adelante y se daba de bruces con aquellas palabras tristes en una ciudad lluviosa.

 

Abrió la papelera, recuperó el correo y respondió a Blanca que últimamente también deambulaba por su ciudad pensando en las terrazas y las avenidas por donde habían paseado su felicidad. Que también a él le dolían los recuerdos, pero la decisión estaba tomada y era mejor olvidar que seguir empeñados en soplar en las heridas como niños asustados. A Gabriel Arocha le gustó aquella frase que había escrito, se le antojó romántica, apropiada para una mujer que trataba por todos los medios de zafarse del amor y volver al amor. Concluyó con un abrazo afectuoso. La vida siguió su curso, aburrida y monótona, de cafés y correos basura, hasta que al cabo de unas semanas irrumpió en la bandeja de su servidor un correo nuevo de Blanca en el que daba las gracias y explicaba lo mucho que le habían ayudado sus palabras para seguir adelante con su vida. Que no obstante conservaba un cariño persistente que poco a poco se iba transformando en una especie de amor dulce y desvaído, ya sin la quemazón del recuerdo apasionado. Reiteraba abrazos rebosantes de cariño y de afecto.

 

Gabriel Arocha contestó agradeciéndole el esfuerzo por comprender las dificultades compartidas por ambos para superar sus ausencias y vencer al amor, y qué absurdo le parecía renunciar porque sí a la dicha sin necesidad, pero que las circunstancias, las dificultades hacían imposible una relación que se desgastaba en la distancia, y añadía que estaba seguro que sin esperarlo encontraría una persona llamada a hacerla feliz. Cerraba su carta con otro abrazo y un beso y un afecto sincero.

 

Pasaron los meses y fueron sucediéndose los correos que relataban más paseos y más películas con argumentos bobos, minucias que trataban por todos los medios de ahogar a paletadas un amor al que ninguno de los dos era capaz de renunciar, por mucho empeño que pusieran en describir con detalle el último libro o el viaje programado para las próximas vacaciones, cada vez se echaban más en falta. Y cuanto más lo sabían, lo negaban con mayor obstinación.

 

Gabriel Arocha esperaba los correos de Blanca Omedes con impaciencia, y nunca antes había sentido tanta desdicha como la mañana que entró en la bandeja de cuenta y abrió las palabras de Blanca que hablaban otra vez del amor, pero con otro nombre, y daba los detalles de cómo se habían conocido en la fiesta de cumpleaños de una amiga y le daba la razón y las gracias por el afecto y la delicadeza con la que había estado a su lado todos esos meses recordando inútilmente una llama que se transformó en calivo y al final se apagó para dejar sitio otra vez al amor, porque la vida era maravillosa y él un hombre maravilloso también. Y se despedía volviendo a los abrazos afectuosos y los adioses casi definitivos que se asomaban al precipicio de olvido.

 

Gabriel Arocha creyó morirse y escribió una respuesta tan desesperada como su amor roto. Y Blanca Omedes tardó unos días en contestar, y lo hizo con extrema delicadeza, asegurándole que también él encontraría la persona que tenía las manos llenas de felicidad, y aunque todavía no pudiera atribuirle un nombre, la vida le tenía reservado el azar de toparse con esa mujer en el momento más inesperado. Terminó su correo con un beso que rebosaba ternura, y nunca más volvió a saber de Blanca ni de sus paseos ni de la lluvia inmensamente triste en aquella otra ciudad.

 

 

in girum imus nocte et consumimur igni

 

 

 

 

Antonio Ansón es autor de las obras de narrativa Llamando a las puertas del cielo (Artemisa 2007, premio Cálamo 2008), El limpiabotas de Daguerre (Puertas de Castilla, 2007) o El arte de la fuga (Eclipsados 2009). Entre sus libros de poemas señalar Pantys mortels (Le Grand Os, 2007, con dibujos de Pepe Cerdá), y entre sus ensayos El ruido y la lira (Eclipsados, 2012) y Novelas como álbumes (Mestizo, 2000, seleccionado entre los finalistas del XXVII premio Anagrama de ensayo). En FronteraD ha publicado Bernard Plossu, el último beatnick

 

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