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Frontera DigitalTodo es kismet

Todo es kismet

Últimas y agoreras palabras de uno de los responsables de que se acuñara la expresión “Jóvenes Turcos” (Genç Türkler). Ismail Enver Pasha, también conocido como Enver Bey, fue uno de los militares de alta graduación que dieron el 12 de junio de 1908 en Salónica un golpe de estado –sería una exageración denominarlo “revolución”– para tratar de corregir la deriva imparable del Imperio Otomano, “el enfermo de Europa”. Aquellos jóvenes turcos, patriotas a machamartillo, querían darle un nuevo rumbo al imperio y consiguieron ilusionar por un momento a judíos, a albaneses, a eslavos, a cristianos ortodoxos, a algunos armenios e incluso a algunos árabes, a muchos ilustrados de aquel fascinante mosaico de etnias y religiones que era el Imperio Otomano a principios del siglo XX. Los resultados no fueron muy alentadores. La idea de crear un estado de derecho, igualdad ante la ley, abolir el sistema de milets o comunidades religiosas, para crear una ciudadanía otomana con un sultán como soberano constitucional era un programa demasiado ambicioso para hacerlo con aquellos mimbres y, sobre todo, con aquel sistema suicida de relaciones internacionales. Las minorías del Imperio respondieron a la mano tendida que se les brindó desde el balcón del ayuntamiento de Salónica (Selanik, Thessaloniki, Solum) y comenzaron a acumular fuerzas para luchar por la creación de sus estados naciones. El 23 de enero de 1913, tras el Golpe de Estado de la Sublime Puerta (Bâb-ı Âlî Baskinı) junto con Talaat Pasha y Djemal Pasha, Enver Pasha, formó el triunvirato conocido como “los tres Pashas” que rigió los destinos del agonizante Imperio Otomano hasta su derrota en 1918. Albaneses y eslavos en Europa. Los griegos soñando con su Megali Idea, “la gran idea” de restaurar el Imperio Bizantino, los árabes de la península arábiga, de Mesopotamia, Siria y Palestina con su sueño de crear un gran estado panárabe basculando entre sus ciudades santas: La Meca, Medina y Quds (Jerusalén). Y, por supuesto, los armenios.
No sé si procede decir que en 2015 conmemoramos el primer centenario de la catástrofe armenia, pero en realidad se trata de una conmemoración, pues la estamos trayendo a la memoria, como si comiéramos una a una las pepitas de una granada; de ese modo nos describía de una manera inolvidable Charles Aznavour en su breve, intenso y bellísimo cameo en esa película única que es Ararat la memoria: el acto de ir comiendo semillas de una jugosa granada. Conmemorar es recordar, y recordar es traer al corazón.
En el corazón habita, además del olvido, el dolor, y sólo se puede realizar un duelo por la pérdida con la memoria de lo acaecido. Los judíos saben mucho de esto. Los palestinos también. ¿Y los armenios? Qué equivocado estaba Hitler cuando le dijo a un colaborador suyo, hablando del exterminio de los judíos europeos, “¿Alguien se acuerda de los armenios hoy?”. Sí, claro que los recordamos. Cómo olvidar aquella catástrofe para ese pueblo, que lo borró de las tierras milenarias que habían habitado durante siglos en el Imperio Otomano, y en los imperios que lo precedieron: el selyúcida, el mongol, el califato de Bagdad, el califato de Damasco. Y mucho antes, en el Imperio Bizantino, en el Imperio Romano. Incluso en los reinos helenísticos y en el Imperio Aqueménida. Y antes, aún, remontándose al Imperio Asirio, a los Hititas y a Mitanni. A los tiempos de la Biblia, en definitiva. ¿Quién puede olvidarse de los armenios y de su símbolo, el Monte Ararat, donde encalló al finalizar el diluvio universal el Arca de Noé?
“Todo es kismet” fueron pues las últimas palabras de Enver Pasha, ya no tan joven turco, ministro de defensa del gobierno otomano que contribuyó decididamente a que su patria entrara en la Primera Guerra Mundial, contribuyendo a cavar aún más profunda la fosa de la Casa de Osmán y su agonizante imperio. Ese hombre fue el arquitecto de la catástrofe armenia. Y de otras menos recordadas, como la de los cristianos asirios y los griegos otomanos, quienes fueron incluidos en un mismo plan para “desactivar” (sí, es un cruel eufemismo) a las minorías cristianas del Imperio a las que se veía como una quinta columna (el término es anacrónico, pues surgió durante la Guerra Civil española). Sí, lo han notado, he preferido no emplear el término “genocidio”, porque no sé si es el adecuado.
El gobierno otomano fue responsable de lo que sucedió, de un plan deliberado para descabezar las élites de la comunidad armenia, en primer lugar en Constantinopla (Konstantiniyye, aún no era oficialmente Istanbul), en la noche del 24 de abril de 1915. “El domingo rojo” fue elegido por el pueblo armenio como su día del recuerdo, pues constituye la fecha en que para ellos comenzó el genocidio de su pueblo. Inmediatamente después comenzaron los desplazamientos desde las fronteras con el Imperio zarista de toda la población armenia hacia los desiertos de Siria. Los resultados fueron espeluznantes. La mayor parte de los desplazados murieron de agotamiento, de inanición, hubo masacres espantosas. Los turcos siguen hoy en día negándose a denominar genocidio a todo aquello e incluso consideran el propio término como una provocación. Los armenios consideran un ultraje a sus muertos que no se denominé precisamente genocidio a lo que consideran el holocausto de su pueblo, y su ciclo de duelo continúa, 100 años después, sin posibilidades por el momento de una reconciliación entre esas dos naciones.
“Todo es kismet”, pronunció pues Enver Bey antes de lanzarse el 4 de agosto de 1922 con su caballo, con el sable desenvainado, como nos ha contado Hugo Pratt en La casa dorada de Samarkanda de un modo que siempre recordaremos, contra un nido de ametralladoras guarnecido por una destacamento de armenios del otro lado del Ararat, de la Armenia Soviética, antes zarista, en el inverosímil lugar en las afueras de Dusambé, en la actual Tayikistán, entonces el Turkestán o Asia Central Soviética, durante los agitados años posteriores al final oficial de la 1ª Guerra Mundial, que al contrario de lo que siempre hemos considerado, no terminó en noviembre de 1918, como nos ha demostrado de un modo admirable el profesor Francisco Veiga en su último libro sobre la 1ª Guerra Mundial (Las Guerras de la Gran Guerra (1914-1923), Los libros de la Catarata). Hubo pues, en cierto modo, justicia poética. Quien a hierro mata, a hierro muere. Resonancias ancestrales del Código de Hammurabi y de la Biblia, de su Ley del Talión. Como la operación Némesis, en la que muchos armenios que sobrevivieron al exterminio de su pueblo fueron aniquilando uno a uno a los arquitectos de la catástrofe de su pueblo.
“Todo es kismet”. “Tem que ser”, como dicen con resignación los portugueses. O Mektub, Mektub, “está escrito”. Del turco quismet, a su vez del árabe quisma, “porción”, “parte”, “destino”, de un verbo qasama, “dividir”, “asignar”, “distribuir”, que a su vez se remonta a una raíz semítica q-s-m, “dividir”.
Destino, pues, “Todo es destino”, “Everything is written”, como le dicen a T.E. Lawrence los beduinos Houweitat en Lawrence de Arabia. “Destino”: fatum, hado, fado (otra vez, siempre, el Esplendor de Portugal), malhadado, fate en inglés.
Ojalá el destino se pudiera reescribir, y no estuviera ya escrito en una tabla de bronce. Ojalá se hubiera podido evitar tanto dolor, tanta amputación de la memoria. Aunque a veces sintamos con resignación que todo está escrito, como en un relato de Borges, en un sendero de caminos que se bifurcan. “Adiós, señores… ¡Todo es kismet!

 

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