El jueves por la noche fui a Rosemary’s. Litros de Budweiser a cinco dólares. En la tele, Bulls-Knicks y festival de triples. El negro Ayuso llegó diez minutos tarde, venía del Lebowskifest, una reunión de locos por la película de los Coen -entre los que me encuentro- a la que no pude ir porque tenía clase de estadística. Saqué un 92,5% en el examen. Empecé a celebrarlo solo. Llegó el negro Ayuso. John Turturro se presentó en el Lebowskifest y la gente, loca, dijo el negro Ayuso. Bebimos. Hablamos de mujeres y de cine. Un tipo nos pidió un cigarrillo, le dijimos que no fumábamos. Salimos a fumar, en su cara.
Afuera, otro tipo nos escuchó hablar en español y se puso a hablar con nosotros. Nacido en Nueva York, padres cubanos, un acento cubano impresionante, una cara de espabilado de cuidado, cinco años en los Marines. Ahora soy peluquero en Queens, en un barrio de polacos, dijo el amigo. Me gusta. Hago buen dinero. ¿Sabes polaco? No, sólo sé decir sirena, dijo, y otra cosa que no me acuerdo. Quiero vivir en España. Estoy ahorrando de a poquito. Mi madre está allí, en las afueras de Madrid. Vete a Madrid, le dije. Ok. Entramos y se sentó solo en una mesa y se bebió un litro de Budweiser y se fue. Buen tipo, lástima que se fue, negro. Sí. Buenas noches, negro. Buenas noches, tigre.
El viernes por la noche fui al Film Forum a ver Toro Salvaje. Cuando vi el anuncio no me lo podía creer. Pensé: voy, voy, voy. La apertura de esa película en pantalla grande merece los doce dólares de la entrada. Una nueva copia en 35 mm. que no sé muy bien si es algo bueno o no, pero que me gusta cómo suena. Sí, sí, y la vi en una nueva copia de treintaycincomilímetros. Fui con Carolina y en la fila hablamos de la universidad, de mujeres y de hombres y de cine. Nos hicieron esperar un buen rato, estábamos cansados. Entramos. Como siempre, el tipo más alto del lugar se sentó delante de mí. Arrancó la Cavalleria Rusticana y De Niro danzando como la muerte sobre la lona. No recordaba la escena en la que De Niro (Jake La Motta) la agarra a puñetazos y cabezazos contra la pared de la celda. Me puso enfermo. Cuánta tristeza. No soy un animal, no soy un animal, decía Jake. Cuánta razón.
Salimos del cine. En la esquina de Houston con la Sexta un taxista y un civil discutían. La escalada era evidente y las hostias parecían inevitables. Se subieron a sus cuádrigas sin tocarse un pelo y cuando arrancaron, jugaron a cerrarse, acelerar, frenar y otras cosas por el estilo. El taxista se cagó en la puta madre del civil y le lanzó algo desde la ventanilla. La cosa rebotó contra el coche y cayó cerca de una alcantarilla. Me acerqué a ver qué era. Un botecito de cristal. Esmalte de uñas. Carolina y yo nos reímos. Solo en Nueva York. Sí, solo en Nueva York.
Al llegar a Brooklyn Carolina se fue a casa y se llevó mi cartera que pesa como un muerto y yo me fui a ver a un amigo mío que se llama Andrés Noboa y que toca el blues o el blues es tocado en él o algo así. Toca de puta madre, vamos, y una banda mítica de este país a la que no conocía de nada, Blues Traveler, le invitó a tocar un tema en un concierto lleno de cincuentones con pasta y chicas que parecían más listas y mucho más guapas que sus acompañantes. Ahí me quedé clavado, entre bellezas, echando miradas furtivas sin sentido ninguno y Noboa salió y se marcó un solo del putas, como dice él, y la gente luego le vino a felicitar mientras nos fumábamos un cigarrillo afuera y una rubia que parecía una Barbie y hablaba como una Barbie y decía que le gustaban mucho las joyas se puso a hablar conmigo y me dijo que trabajaba en Camboya en una ONG que lucha contra el tráfico humano y entonces pensé que la noche ya estaba pasada de rosca o algo y que nada tenía sentido y que como a mi gente, a la gente que quiero, se le van solucionando las cosas por aquí ya me podía ir a dormir tranquilo. Y entonces, me fui.