Al cabo de los años he vuelto a ver Oleanna, de David Mamet. Otros actores, otro montaje. Me parece, tal vez por tenerlo más fresco, que en este, que firma en el madrileño Teatro Español Manuel de Benito e interpretan Jose Coronado e Irene Escolar, siguen claras las razones de John, el profesor instalado en un buenismo autocomplaciente, pero resaltan más o se hacen evidentes de forma inequívoca las de Carol, la estudiante esquinada que demanda al docente por acoso. Es inevitable situarse en un primer momento del lado del profesor cuya carrera se hace añicos en los acantilados de la corrección política. ¡Qué arpía la jovencita! ¡Qué manera de modelar los argumentos e interpretar los gestos para que respondan a su versión de los hechos! Pero es que su versión también es verdad. Cuando, por ejemplo, John, instalado en un ámbito de prepotencia, su despacho de la universidad donde da clases, toca a Carol en el hombro, él entiende que realiza un gesto de apoyo, pero más que su intención, si realmente fue esa, tiene relevancia cómo lo recibió ella, que afirma haberse sentido agredida.
Desde el principio, John se esfuerza por mostrarse amable con la alumna a la que ha suspendido y que asegura no entender sus clases (de Teoría de la Educación para más inri), aunque realmente él tiene otras preocupaciones en la cabeza y la reunión se ve continuamente interrumpida por las llamadas telefónicas que recibe. Cuando concentra su atención en Carol, está en todo momento intentando demostrar que es un profesor muy guay, tolerante y abierto, que entiende a la joven, que el sistema educativo es un desastre y tal y tal. Narcisismo, soberbia, autoindulgencia y asunción de una postura que responde a los patrones de ese sistema que dice despreciar y en el que está deseando consolidarse como catedrático. Carol está desorientada y se expresa incoherentemente, pero en el segundo acto es otra: ha encontrado su discurso, probablemente inducido por un grupo al que alude y que ha empujado la denuncia contra el profesor.
Bajo el paraguas de Aristóteles, David Mamet ha recordado en alguna ocasión que “un personaje es acción: exactamente aquello que hace, no lo que piensa ni lo que dice”. Los personajes de Oleanna hablan constantemente, pero no se comunican y tampoco se entienden tal vez hasta el final, cuando caen las máscaras, inconscientes o no, y queda al descubierto también lo que hacen, lo que han estado haciendo y cómo tras la esgrima de sus argumentos se libraba el combate de los hechos: la selva de las palabras disfraza posturas e intereses. Las razones de ambos son verdaderas, el arte supremo del autor reside, entre otros aspectos, en equilibrarlas sobre el escenario, que entendamos a uno y a otra, que no nos endiñe una tramposa obra de tesis con personajes como estereotipos andantes.
Mamet construye sus criaturas escénicas con carne de verdad, lo mismo que hace Claudio Tolcachir en El viento en un violín –la obra que ha estrenado en el Matadero– y que hizo en sus dos anteriores piezas, La omisión de la familia Coleman y Tercer cuerpo. Todo es también verdad en sus personajes. Entendemos el cariño agobiante de una madre por su inmaduro hijo treintañero, entendemos la desorientación inoperante de este, y la comprensión y el respeto que la empleada doméstica de los anteriores demuestra hacia su hija lesbiana que ansía tener un hijo, entendemos el amor que su novia siente por ella… Palpita la verdad teatral al mismo ritmo que la vida, aunque las situaciones planteadas se sirvan con una pátina de humor descoyuntado y frenesí melodramático. Todo está perfectamente engrasado, ajustado y medido. Su verdad nos resulta conmovedora.
Me ha parecido que no hay verdad, sin embargo, en la última propuesta de Angélica Liddell, Maldito sea el hombre que confía en el hombre: un projet d’alphabétisation, presentada dentro de la programación del Festival de Otoño en Primavera. La dramaturga, actriz y directora se ha convertido en manierista de su nihilismo, escupe su desprecio hacia la clase humana, reiterado ya en obras anteriores, como quien recita una y otra vez un mantra rabioso. Frente a momentos estimables acumula otros que son de una insufrible ansia provocadora adolescente. Por más que relate experiencias personales verdaderas y repita que ha sufrido mucho, sus diatribas, más allá de las constantes estilísticas de cualquier creador, suenan a fórmula comercial impostada: hace en el escenario lo que se espera que haga; amarrada a la noria de sus obsesiones circulares, la transgresión de antaño se ha trocado en tedioso ritornelo. Se le han abierto numerosas puertas internacionales, y me congratulo por ello, y hago además votos para que vuelva a ofrecernos espectáculo de la coherencia estructural y la fuerza de, por poner un ejemplo, su Trilogía de la afliccion. Ahora, la rabia enarbolada como enseña de marca ahoga la verdad.