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Mientras tantoTodo este caer

Todo este caer


 

El arte nace de lo intolerable, de una infancia maltratada que acompaña a la historia como una queja muda: Chet Baker, Morandi, Matisse, van Gogh. Para quien crea que la tortura es un fenómeno propio de la Edad Media, que se asome a Cartas a Theo, a De profundis, a Ecce homo… En más de un sentido el libro del pintor Alfredo Igualador (Todo este caer, Ed. Casus Belli) trata sin cesar del oficio de vivir. Supongamos que en nuestro orbe industrial una mayoría de humanos llevan una existencia privada, opaca y segura, un poco anodina, sepultada bajo la dedicación obsesiva al trabajo y a la especialidad profesional. La especialización, hoy casi anímica, nos salva de la soledad común ante una pregunta arcaica. Podemos entender el calificativo «privada» como un índice de una reducción de la existencia a la pantalla de la visibilidad y el éxito económico. Nos hemos expropiado, nos hemos privado de la sombra de vivir. La obsesión por el nivel de vida y el consumo; por la casa, el coche, el fin de semana y las vacaciones; finalmente, por una ansiada jubilación gloriosa son los hitos que jalonan el calvario de una entrega al dios de la historia que poco tiene que envidiar a la antigua y denostada vocación religiosa, que sacrificaba las vidas al más allá. Más de un pensador insigne ha establecido las conexiones anímicas entre la llamada interior de Dios, que vacía la tierra, y la llamada de una acumulación económica que debe salvarnos de una vida que esa misma llamada ha desencantando.

 


1 Ad hominem

 

Al parecer, el destino de Igualador es otro. Se corresponde con esa minoría de elegidos, por una sensibilidad de venas abiertas, cuya vida ha sido siempre tan atenta cerebralmente a los sentidos, tan inestable, que nunca han podido creer en otra cosa que en la tarea de ser capaces de vivir. Incluso a costa de descuidar la obsesión general por separarse en un nivel económico de seguridad u opulencia. Lo moral es en estos casos singulares el frágil absoluto, local y precario, en torno al que gira cualquier posible esperanza política. No es narcisismo, es la certeza de que lo común está muy cerca de una clandestinidad personal.

 

El bar donde desayunas y el run-run incesante de los parroquianos. Late en este libro una épica de lo cotidiano que se nota ya en el estilo de una escritura tensa y elegante; discontinua, pero capaz de mezclar muy distintos motivos y tiempos, mientras el rumor del mundo fluye. En un planeta fagocitado por el púlpito atronador de la información retirarse a cierta escucha de lo personal, a una inmediatez inaccesible a las pantallas, es un gesto muy político. Nos ahorra además la necesidad diaria de espectáculo, incluida esa performance vanguardista cuyo prestigio vive del abandono de la presencia.

 

«Los formatos obedecen a un impulso. Y los impulsos no tienen formato», escribe Igualador. Esto no es óbice para que él encuentre en la teoría, ante todo en la filosofía, una fuente de inspiración para resistir como pintor. Para darle forma, en suma, a una clandestinidad más fuerte que toda nuestra totalitaria conminación a la transparencia.

 

«No tener nada, luchar por todo». Onetti podría hace suya esta frase de Igualador, que nos recuerda un hundimiento central del alma a partir del cual algunos piensan, sienten y viven. Existen humanos, marcados por un extrañamiento natal, que no pueden abandonar la dedicación de mezclarlo todo, continuamente, con la multitud objetual y popular de lo vivido. Es posible que en un caso personal así los mismos objetos del entorno adquieran una vida secreta. Se es pintor, quizás, porque solamente una paleta de colores puede dar expresión a esa muchedumbre abigarrada de lo sentido. Alguien así es posible incluso que guarde con los muertos una relación tal como si todavía estuvieran vivos. Mientras, probablemente quiere a sus vivos como si estuvieran al borde de un peligro mortal.

 

Ninguna seguridad, nunca. Cualquier camino es un regreso: ¿a una escena originaria que no se puede fijar? Casi no hace falta Basho. Todo es viaje para quien ha saboreado los espectros que cabalgan en cualquier sede. Todo es trabajo para quien sabe del tormento de la materia, del acontecimiento que pulsa en la más ingenua de las situaciones.      

 

Estar al lado y sin embargo lejos, dice el pintor. Su estirpe, no menos política que artística, entiende la retirada del espectáculo mayoritario como un gesto ofensivo, crucial para la resistencia. «Qué puedes hacer con el deseo del hambre que no sea sentarte a la mesa con la necesidad». La inmensidad de la pobreza, no primeramente en las imágenes servidas, sino en la miseria moral de todos los entornos, le vacuna a uno contra los rituales del poder, también contra los del progresismo oficial. ¿Hambre, sed, necesidad de hogar o de compañía? Toda necesidad material es a la vez una necesidad de mundo, de otro universo.

 

 

Caída y principio 

 

Un árbol caído mata casualmente a un transeúnte y esto nos recuerda la contingencia que irrumpe y guía los sucesos, con una mano ciega. Los acontecimientos, inescrutables a veces en su profunda necesidad, se suceden como rayos caídos de un cielo sereno. De alguna manera pertenece al artista, o a cierta vivencia clásica del arte, la certeza de que la caída es la primera y última dirección. Hemos sido arrojados a la existencia, así que la caída es una orientación que en algún momento crucial ha de ser, además de irremediable, elegida. Intuir una gravedad común a cosas, bestias, palabras y hombres, y saber que el arte consiste en obedecer a esa fuerza magnética, reconcilia el accidente y el bien, el azar y el orden. Permite que el hombre establezca una relación moral con lo no humano.

 

Como si hubiera una causalidad infinitamente compleja en todos los pequeños sucesos, en el pulular de las mil situaciones diarias, y la tarea de lo que llamamos hombre fuera solamente escuchar ese latir, obedecer ese devenir necesariamente contingente. El clinamen de una desviación inicial que afecta a los átomos se corresponde con la orientación no elegida con la que nace todo ser humano. Ningún fatalismo aquí, puesto corresponde a la libertad de cada uno desenterrar esa cifra del comienzo. Cualquier camino es un regreso. Y el arte es aceptar la llamada de esa caída: en un momento crucial, saber tirar la escalera de nuestras mediaciones para que se produzca la irrupción de una fuerza exterior.

 

La pintura misma no trabaja con la similitud, sino que traza la deriva de cada diferencia. Incluso para solamente amarla, una cosa ya debe ser distinta de su canon. En lo que ya somos se esconde lo que podríamos llegar a ser. Pero hay que maltratar el cliché que siempre nos asedia, trabajar un lienzo que nunca está en blanco.

 

Recordemos, y esto se ha dicho de muy distintos modos, que si la industria conserva las cosas añadiendo una substancia que altera el original, a veces envenenándolo, el arte conserva abrazando la irremediable caducidad de las cosas. Desprenderse para apresar una caducidad, precisamente como incorruptible. De ahí esa eternidad, intermitente como una puntuación sin texto, que a veces vivimos en la más breve duración.

 

 

3 Tragicomedia

 

La exposición que precedió a este libro y los dibujos que lo acompañan nos hablan del esquema mudo, en rostros ovalados y anónimos, de una humanidad arrojada a la migración forzosa. La catástrofe de los refugiados, de los que emigran en condiciones extremas, de los mil parias que pueblan nuestras barriadas tiene en la pintura y en el pensamiento de Alfredo Igualador un lugar constante. 

 

Pero no solamente por las catástrofes visibles y mediáticas, provocadas por los mismos que después levantan las campañas de ayuda, sino por la propia catástrofe que es vivir. Por la vergüenza, diría Sorrentino, de estar en el mundo. Hay como una certeza de lo trágico de vivir que es en Igualador algo anterior a la primera ofensa, a la primera humillación, al primer accidente amenazante. A la vez, por fuerza, de esa conciencia de lo trágico -posiblemente, la simple conciencia de un absoluto individual- nace un sentido del humor fluyente, no siempre negro. Debe tener relación con esto la voluntad de rescatar un color en la incesante oleada de la tragedia, como una levedad de acuarela en el aura de los sucesos. Es la infancia que espera tras cada historia, incluso allí donde no parecía haber más que tristeza.

 

 

4 Pintar

 

Estamos enfermos de una voluntad intelectual de conciencia que nos separa del hálito de las cosas. También nos separa de unas personas que a veces sufren como cosas. La estrategia sin concepto, el impulso sin formato que se podría asociar a Alfredo Igualador, pintor y persona, consiste en retirarse de esta hipertrofia de la conciencia para ampliar el horizonte de lo posible. Esconderse para poder desear y abrazar.

 

La pintura misma se entiende desde un «bosque de tinta» que siempre nos rodea, siendo el primer modelo del artista esta aspereza sin canon ni cobertura que se muestra allí donde se interrumpe la realidad subtitulada que nos rodea y protege. Ya en el dibujo, entre las líneas, está implícito el color. El dibujo y la pintura esperan en el mero pulsar de los objetos. De ahí la duda de si se trata de rescatar la melodía incrustada en las cosas o hay que forzar una composición.

 

La vida entera es un collage incansable, una incesante alquimia de colores. Reflexionar es un tinte de azul. Meditar es aclarar las cosas con algo de blanco. Nos llama el contorno del siena. Masticamos un tono de ocre. «Las hojas, las vides y el barro nacen del color. El miedo, la fe y la ira nacen del dibujo»

 

 

5 Vuelo

 

El aliento de los materiales, los rotuladores, la trementina, la tinta, el serrín. También el iPad. La tinta rescata la vida oculta de lo necesario. Existe la pintura en virtud del dibujo y el color que espera en cualquier accidente. No hay negro sin tono ni sombra sin matiz. Por la misma razón, en contra de lo que pueda pensarse, nómadas son los que se aferran a una región central, mítica y real, que no cabe en ninguna sede. 

 

Una vez que todo está dicho, puedes levantar otra vez el vuelo. Al darle forma a lo ocurrido, el pensamiento, la pintura o la palabra permiten reconocer un sentido, una necesidad íntima en las contingencias. De alguna manera, si es envuelto por el aura de su dolor, eso ya está salvado. De ahí que, tanto en el libro como en la exposición de la galería Magda Bellotti, unas aves migrantes coronen las cien escenas de los humanos clavados al suelo, sufriendo.

 

Dejar ser, reconocer en su timbre propio y único, es el máximo homenaje a lo contingente. Solamente gracias a la gravedad y a la resistencia del aire, gracias a la irremediable caída de los cuerpos es como las aves pueden volar. Un aire sin gravedad ni turbulencias sería no sólo irrespirable; también haría imposible el movimiento. Viajamos sorteando accidentes del terreno, apoyándonos en ellos. Y el aire es también un territorio, tal vez el último y el primero.

 

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