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Mientras tantoTodo incluido

Todo incluido


 

“En las noches templadas e interminables, vuelvo a saborearlo: los bailes bajo las palmeras, las copas en los porches (…)”.

Quemar los días, James Salter

 

El asunto es llevarlo con mesura. Discretamente. Porque una vez allí tienes al alcance de tu mano (a solo un leve balanceo de pulsera) lo que quieras: una cerveza, tres mojitos, siete cervezas, doce cubatas, seis margaritas, nueve martinis, quince cervezas… No te sorprendas si la cosa se va de madre y al despertar una mañana te escuchas desde el váter preguntando a tu mujer:

 

Cariño, ¿ayer volví con pantalones?

 

Eso es, hay que tomárselo con calma y algo de romanticismo.

 

Nos conocimos una noche de viernes. Me sonreía con el codo apoyado en la barra sorbiendo de una pajita un vodka con zumo de sobre y el flequillo de color rubio teñido cayendo sobre su frente. Me acerqué tambaleándome y conseguí que saliese a la pista conmigo. Entonces ella se reía, el volumen de la música apretaba, y yo trataba de enterarme de su nombre.

 

Pero de ella hablaré más adelante. Empezaré por la llegada al aeropuerto y el trayecto en furgoneta hasta el hotel mascando un chicle de frambuesa con la cara aplastada contra la ventanilla para intentar ver algo de la noche en Punta Cana. Alguna moto adelantando con pericia, un bar de copas junto a una peluquería y una tienda de recuerdos, todo abierto; un grupo de hombres flirteando con tres mujeres vestidas con medias de nylon y escotes, nueve farolas fundidas, un cartel que anuncia parrilladas a dos por uno, medio salón recreativo, un escrito en una pared agrietada que invita a follar por el culo, treinta palmeras torcidas, sudor en los arcenes, y el chicle de frambuesa pegándose a mi paladar tratando de complicarme el viaje.

 

Lo primero al llegar al Resort son las pulseras que una encantadora señorita nos coloca con cuidado en las muñecas. Las maletas ya están en las habitaciones, nos rugen las tripas y un carrito parecido a los que recorren los campos de golf nos lleva hasta la playa donde un buffet 24 horas nos espera con comida. Pechugas de pollo troceadas bañadas en salsa, bacalao rebozado, estofado de carne, postres de diseño, surtido de quesos, patatas fritas… y es medianoche, que te mareas de solo pensar lo que será cuando estén en funcionamiento las cocinas. El cielo está despejado y entre la oscuridad solo se oye el llanto de algunas olas rezagadas que rompen a escondidas en la orilla.

 

Una suite de un cuarto con cama de matrimonio, un salón con sofá cama, un baño con jacuzzi, y una terraza que asoma a tres pisos de altura sobre la piscina. Por las mañanas las cervezas del mini bar amanecen vacías y esparcidas por las mesillas o el suelo, y de forma inevitable el horario del desayuno se nos escapa; cuando despertamos a las 12 y media con un ligero cosquilleo de resaca llamamos al room service y pedimos lo que más reluzca de la carta. Al rato, un simpático muchacho llama a la puerta presentando un carrito con bandejas y nos tiramos sobre la cama a devorar lo que contengan. Vamos saltando del lomo con puré de patata bañado en salsa de setas, al club sándwich o el pollo a la villaroy, y varias tarrinas de postres (desde brownie hasta crema catalana), cuando media hora más tarde nos llega un mensaje al móvil con una citación a las 14:00 para comer en el restaurante italiano del hotel. Apuramos las últimas migas, nos echamos una camiseta por encima, aplastamos el pelo despeinado con las manos pegajosas y nos subimos a un carrito que nos lleva hasta el lugar de encuentro. Suspiramos mirando al cielo y tragamos saliva; más comida. Una camarera de nariz pecosa y dientes torcidos nos da una carta a cada uno. Se nos viene por delante algo de picar, un primer plato, un segundo, y postre. Y la bechamel del pollo todavía sigue tropezada en mi garganta. Nos miramos aturdidos mientras todo el restaurante se relame. Todo es delicioso, es un error perderse nada (bastante doloroso es ya lo del desayuno). Entonces comemos, claro que comemos, sudando, con lágrimas en los ojos, luchando contra viento y marea. Cuando terminamos siento que me han quitado la vida a base de entrantes y unos ñoquis carbonara. No es una mala forma de morir, pero si llego a saber que iba a ser tan sufrido hubiese elegido recibir la estocada final de parte de la pizza margarita (aquí la salsa de tomate puede ser maravillosa).

 

La siesta en las hamacas. Un tipo vestido de verde con mordiscos en las piernas se pasea por la arena cargando al hombro una bolsa repleta de cocos. En la mano derecha lleva un machete de esos que llevan escrito en el filo que nacieron para cortar cabezas. Se acerca a nosotros y nos invita a probar uno de los ejemplares por los que se ha jugado el pescuezo trepando, o eso cuenta; de la boca se le escapa mientras habla una dosis importante de saliva y tras siete movimientos certeros con la espada deja una entrada perfecta al interior del coco para poder beber sorbiendo de una pajita. Entre siesta y siesta echo un vistazo a un libro de relatos eróticos y cada quince minutos me veo obligado a una tregua. Tengo que lanzarme al agua a refrescarme porque me invade la urgente necesidad de echar a correr buscando una compañera con la que huir a unos arbustos dispuestos a salvar el mundo. Por lo demás, las tardes pasan con normalidad: algún kayak perdiéndose en el horizonte (nunca supe si volvían), y un grupo de señoras, confundidas entre tanto combinado, contoneándose en la arena.

 

Desde que entras al hotel te das cuenta de que nada de lo que pase fuera importa. Valen el alcohol de etiqueta, la carne de res, los sombreros Panamá, y puede que las propinas. Lo más cercano a la realidad son las algas de la orilla. Aquí amaneces como Woody Harrelson en su suite de After the sunset, los espejos son de seda, aquí se folla descalzo sobre un suelo impoluto que refleja. Aquí el mayor problema es elegir la marca de tu bebida, y si la cosa se tuerce no hay margen para disputas, como una dama a su marido por la mañana en la playa, te giras y sentencias:

 

Deja de criticarme y bebe.

 

La segunda noche salimos a unos kilómetros de allí. Una discoteca incrustada a la entrada de otro de los Resorts de Punta Cana. El resto de noches se alargarían en nuestro hotel, pero esta decidimos salir fuera. Un taxi y a otro hotel, vaya, que cuando se lo decimos al chico de recepción nos mira con las cejas inclinadas como pensando: calma, tampoco hay que ponerse aventureros. Subimos al coche en marcha con una copa en la mano y el precio del viaje pactado. El taxista, de mirada tímida y mejillas castigadas, fuma un cigarrillo que sostiene entre los dedos de la mano con la que agarra el volante, mientras que con la otra se acerca el móvil a la boca y manda por WhatsApp notas de voz a su mujer, amante o novia, o lo que sea, susurrando todo tipo de proverbios sexuales a sabiendas de que le escuchamos divertidos, y no puedo evitar imaginármela a ella esperándole tumbada en camiseta y sin bragas sobre un sofá empotrado a un lado de la puerta de la entrada de su casa, entreteniéndose con su voz grabada para hacer más llevadera la espera. Hace una pausa y nos apunta con el espejo retrovisor.

 

¿Queréis ir a un Night Club?…, conozco a las chicas. Si no chuleáis cinco culos cada uno esta noche yo me quito el nombre…

 

Termina la frase casi en un susurro. Sonreímos y declinamos la propuesta para seguir con el plan previsto. Es todo un fracaso; salvo por un par de muchachos además de una pareja que baila sensualmente y cuatro prostitutas que esperan la llegada de algún canadiense despistado el garito está vacío. Pagamos una copa y nos metemos en un autobús de ventanillas empañadas que sale pronto hacia nuestro hotel convencidos de pasar el resto de noches donde están las copas incluidas.

 

Entonces llega el viernes y al oscurecer nos duchamos, nos vestimos, y bajamos a tomar un primer trago antes de la cena. Una noche toca japonés, otra mexicano, otra asador…, y la última noche se me asfixian las costillas. Después de cenar el camino a seguir será siempre el mismo. Casino, donde perder unos chelines en las máquinas tragaperras y tomar las primeras tres copas, discoteca del hotel donde tomar las siguientes seis copas y agitar levemente las rodillas, para acabar tambaleantes rematando la faena en la barra de la playa. Vasos hasta arriba de Brugal extra viejo, un chorro de Coca Cola y media rodaja de lima.

 

Ella, la chica que bebe vodka apoyada en la barra con el pelo como empieza la canción (“Se peinaba a lo garçon…”), es argentina. Y después de bailar juntos con torpeza (mea culpa), me pregunta si les acompaño a ella y su hermano a tomar la última en la barra de la playa. Por supuesto. La noche acaba con un amigo enredado a una neoyorquina que le dobla la edad sobre un sofá de cuero dando vueltas de campana, uno de mis hermanos probando el jacuzzi en la habitación con una chica de Guatemala, el otro bailando como Nicolas Cage en Corazón salvaje como si el mundo no acabara. La chica argentina y yo terminamos en su cuarto pasando antes por una hamaca de la orilla, hablando de cosas que a la mañana siguiente yo no recordaría, vaciando todo lo que hubiese en su nevera y envolviéndonos bajo unas sábanas blancas que ruedan hasta acabar engañadas en el suelo.

 

Y cada noche no tendría un final muy diferente; cambiando a una jovencita rusa en el lugar de la muchacha neoyorquina, y la habitación de la argentina por la mía. Por terminar los dos por los sofás de las terrazas, por el mar, o por (de nuevo) su cuarto con cerrojo hasta que su hermano llama indignado desde el otro lado de la puerta. Por un carrito de vuelta al amanecer y un gesto de despedida.

 

La primera vez que estás en un sitio así te sobrepasa. Así que si una mañana hay una excursión para hacer snorkel y la noche anterior hay que tomársela con calma, la cosa siempre se complica y se termina bien entrada la madrugada tomando una penúltima copa (por culpa de la pulsera) hasta caer convalecientes en la cama. Después hasta las aletas se resienten, pero bueno, la inmersión la dejaré para otra ocasión; no es momento de un encontronazo frente a frente con catorce tiburones y un calamar gigante una mañana con resaca.

 

Hay que ir con ojo, sí. Se pierde la noción de todo y al final te pasa como a nuestro amigo, que el primer día, después de veinte margaritas, llegó a la cena de milagro, y una noche, tras habernos bebido hasta el licor de las lentillas, se tomó antes de meterse en la cama una pastilla para el dolor de cabeza y decidió convencerse de que había mezclándose en su estómago una combinación letal. Al menos llevaba pantalones (creo). “Si mañana no me levanto, dile a mi madre que la quiero…”, decía con la lengua atragantada, “a mi padre no, él ya lo sabe. Mi madre no creo que lo sepa”.

 

Y al final todo se reduce a eso, a volver a tu cuarto sin perder los pantalones. Pero claro, dedicas a ello tanto esmero que de repente te descuidas y dos noches seguidas vuelves al amanecer con los vaqueros puestos sin saber dónde estarán tus calzoncillos. Aunque bueno, dispuestos a perder algo, ¿por qué no? Henry Miller ya lo haría. Si al final se nos ve el plumero y no es por el alcohol, lo que nos pierde es el romanticismo, desde luego. Y se me ocurren pocas cosas tan románticas como perder los calzoncillos.

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