En la atmósfera de euforia que se impuso durante los años posteriores a la guerra, aún era necesario hallar un lugar propio. Bowman buscó trabajo en el Times, pero no había nada, y lo mismo le ocurrió en los demás periódicos. Por suerte tenía un contacto, el padre de un compañero de clase que se dedicaba a las relaciones públicas y que prácticamente había inventado el negocio. Podía conseguir lo que fuera en diarios o revistas: por diez mil dólares, se decía, colocaba a un individuo en la portada del semanario Time. Descolgaba el teléfono y, llamase quien llamase, las secretarias siempre le pasaban la llamada.
Bowman tenía que ir a su casa una mañana. Siempre desayunaba a las nueve en punto.
—¿Estará esperándome?
—Sí, sí, sabe que vas a ir.
Habiendo apenas dormido la noche anterior, Bowman se plantó delante de la casa a las ocho y media. Era una agradable mañana de otoño. La casa estaba en la calle Sesenta y algo, junto a Central Park West. Era grande y señorial, con altos ventanales y la fachada cubierta por un tupido manto de hiedra. A las nueve menos cuarto llamó a la puerta, que era de vidrio con un sólido enrejado de hierro.
Lo condujeron a una estancia inundada de sol que daba al jardín. A lo largo de una pared había un aparador de estilo inglés con dos bandejas de plata, una jarra de cristal llena de zumo de naranja, una gran cafetera de plata cubierta con un paño y, además, mantequilla, bollos y mermelada. El mayordomo le preguntó cómo quería los huevos. Bowman rechazó el ofrecimiento. Se sirvió una taza de café y esperó impaciente. Imaginaba el aspecto del señor Kindrigen: bien trajeado, de rostro enérgico y pelo cano.
Todo estaba en silencio. De vez en cuando se oían voces apagadas en la cocina. Se bebió el café y fue a servirse otra taza. Las ventanas se desdibujaban a la luz del jardín.
A las nueve y cuarto apareció Kindrigen. Bowman le dio los buenos días. Kindrigen no contestó ni pareció advertir su presencia. Iba en mangas de camisa, una camisa muy cara de ancho puño doble. El mayordomo le llevó café y un plato de tostadas. Kindrigen removió el café, abrió el periódico y empezó a leerlo acomodándose de costado junto a la mesa. Bowman había visto muchos villanos sentados así en las películas del Oeste. No dijo nada y continuó esperando. Por fin Kindrigen habló:
—¿Usted es…?
—Philip Bowman. Es posible que Kevin le haya mencionado mi nombre.
—¿Es amigo de Kevin?
—Sí, de la universidad.
Kindrigen seguía sin levantar la vista.
—¿Y es de…?
—Nueva Jersey. Vivo en Summit.
—¿Y qué es lo que quiere?
—Me gustaría trabajar en el New York Times —dijo Bowman igualando la franqueza.
Kindrigen lo miró un segundo.
—Largo de aquí —dijo.
* * *
Encontró empleo en una pequeña firma que publicaba una revista teatral y empezó vendiendo anuncios. No era difícil, pero sí aburrido. El mundo del teatro estaba boyante. Había montones de salas entre la Cuarenta y dos y la Cincuenta, una al lado de otra, y la multitud desfilaba por las calles mientras decidía en cuál iba a entrar. ¿Prefieres ver un musical o esta obra de Noël Coward?
Poco después le hablaron de un trabajo como lector de manuscritos para una editorial. El salario resultó ser menor del que ganaba, pero la edición era un negocio muy distinto: una actividad de caballeros, el origen de la serenidad y la elegancia que adornaban las librerías, del fresco aroma que desprendían las páginas recién impresas, aunque nada de eso fuese patente en las oficinas, que estaban cerca de la Quinta Avenida, en la parte trasera de un piso superior. Era un edificio antiguo, con un ascensor que se elevaba perezosamente dejando atrás rejillas abiertas y corredores de mustios azulejos blancos desnivelados por el paso de los años. En el despacho del director bebían champán: uno de los editores acababa de ser padre. Robert Baum, propietario de la empresa junto con un socio capitalista, iba en mangas de camisa. Era un hombre de unos treinta años, de altura mediana y rostro amistoso, un rostro siempre alerta y más bien feo con bolsas incipientes bajo los ojos. Habló afectuosamente con Bowman durante unos minutos y, convencido de que ya sabía bastante, lo contrató allí mismo.
—El salario es modesto —le explicó—. ¿Está casado?
—No. ¿Cuánto pagan?
—Ciento sesenta —dijo Baum—. Ciento sesenta dólares al mes. ¿Qué opina?
—Bueno, es menos de lo que necesito y más de lo que esperaba —respondió Bowman.
—¿Más de lo que esperaba? Entonces me he equivocado.
Baum tenía encanto y carácter, ambas cualidades auténticas. Los sueldos del sector editorial eran tradicionalmente bajos, y el que ofrecía era sólo un poco más bajo que la media. En un negocio incierto donde competía con grandes empresas ya consolidadas resultaba imprescindible controlar los gastos. Somos una editorial literaria, le gustaba decir haciendo de la necesidad virtud. No iban a rechazar un bestseller por una cuestión de principios. La idea, aclaró, era pagar poco y vender a mansalva. En la pared de su despacho colgaba la carta enmarcada de un colega y amigo, un editor de más edad a quien le había pedido que leyera un manuscrito. El papel conservaba las dos marcas de los pliegues e iba directamente al grano: “Se trata de un libro previsible con personajes huecos descritos en un estilo que crispa los nervios. El idilio amoroso es una cursilería carente de interés, de hecho acaba siendo repulsivo. Salvo lo absolutamente obsceno, no se deja nada a la imaginación. Pura bazofia”.
—Vendió doscientos mil ejemplares —dijo Baum—, y ahora van a hacer una película. Ha sido el libro que mejor nos ha funcionado. Lo tengo ahí como recordatorio.
No quiso añadir que a él tampoco le había gustado aquel libro y que lo había publicado persuadido por su mujer, quien dijo que la historia tocaría la fibra de la gente. Diana Baum iba rara vez a la oficina, pero tenía mucha influencia en su marido. Dedicaba su tiempo a un hijo llamado Julian y a la crítica literaria, que ejercía desde su columna en una pequeña revista de izquierdas, prestigiosa a pesar de sus escasos lectores. Gracias a ello era una figura conocida.
Baum tenía dinero, aunque era difícil saber cuánto. Su padre era un inmigrante que había prosperado en la banca. Sus antepasados eran judíos alemanes y sentía por ello cierta superioridad. Nueva York estaba llena de judíos, muchos de ellos pobres e instalados en el Lower East Side de Manhattan, Brooklyn o el Bronx, pero todos vivían en una esfera propia que, de algún modo, los excluía del mundo. Baum había conocido la experiencia de la marginación, sobre todo en el internado, donde hizo pocos amigos a pesar de su temperamento extrovertido. Cuando estalló la guerra renunció a una plaza de oficial y se alistó como soldado en la inteligencia militar, aunque siempre en puestos de combate. Una noche estuvo al borde de la muerte. Se hallaban en las llanuras de Holanda. Dormían en un edificio cuyo techo había saltado por los aires. Alguien entró con una linterna y empezó a caminar entre los soldados dormidos. Golpeó a uno de ellos en el hombro.
—¿Es usted sargento? —lo oyó preguntar Baum.
El hombre se aclaró la garganta.
—Sí —dijo.
—En pie. Nos vamos.
—Soy de intendencia, sólo estoy aquí como relevo.
—Ya lo sé. Tiene que llevar a veintitrés hombres hasta el frente.
—¿Qué veintitrés hombres?
—Venga, no hay tiempo.
Los llevó a oscuras por una carretera. Caminaban hacia el aterrador sonido de los disparos y el retumbar de la artillería. Un capitán daba órdenes en un ribazo.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—He traído a veintitrés hombres —dijo el sargento.
En realidad sólo eran veintiuno: dos se habían escabullido o extraviado en la noche. No muy lejos había un tiroteo.
—¿Ya ha entrado en combate, sargento?
—No, señor.
—Esta noche lo hará.
Tenían que cruzar el río en lanchas neumáticas. Casi a cuatro patas, arrastraron las lanchas hasta la orilla. Todo el mundo susurraba, pero Baum tenía la impresión de que estaban haciendo demasiado ruido.
Le tocó ir en la primera lancha. No temblaba: el miedo lo paralizaba. Sostenía el fusil nunca disparado como si fuera un escudo, por delante de su cuerpo. Estaban cometiendo una transgresión fatal. Sabía que iba a morir. Oía los murmullos que los otros sin duda podían percibir y el tenue chapoteo de los remos, que pronto iba a ser ahogado por súbitas ráfagas de ametralladora. Remad con la mano, dijo alguien. Los alemanes iban a abrir fuego cuando llegasen a la mitad del río, pero por alguna razón no ocurrió nada. La siguiente oleada fue atacada a medio camino. Baum ya había alcanzado la otra orilla. Por encima de él y más allá, toda la ribera era un infierno de disparos. Los hombres gritaban y caían al agua. Ninguna de esas lanchas consiguió atravesar el río.
Estuvieron atrapados durante tres días. Después vio el cadáver del capitán que les había dado las órdenes en la quebrada, un cuerpo medio desnudo con el pecho descubierto y los oscuros pezones hinchados como los de una mujer. Baum se hizo una promesa, no allí, sino cuando terminó la guerra: se juró que nunca más volvería a tenerle miedo a nada.
Baum no parecía la clase de hombre que había visto y padecido todo aquello. Era una persona hogareña y afable, trabajaba los sábados y, por respeto a sus padres, iba a la sinagoga los días más señalados; también por respeto a seres mucho más lejanos, los de aldeas arrasadas y fosas comunes. Al mismo tiempo, sin embargo, no representaba el judaísmo de los sombreros negros y el sufrimiento, el de las viejas tradiciones. La guerra de la que había salido entero e indemne, suponía, le había otorgado sus credenciales. Era casi indistinguible de los demás ciudadanos, salvo por su conocimiento interior. Llevaba su negocio a la manera inglesa. En su despacho, sobriamente amueblado, sólo había un escritorio, un viejo sofá, una mesa y algunas sillas. Lo leía todo él mismo y tomaba las decisiones tras algunas consultas con su mujer. Almorzaba con agentes que durante mucho tiempo lo habían menospreciado, asistía a cenas y en la oficina se habituó a ir todos los días de un lado a otro hablando con sus empleados. Se sentaba en el borde del escritorio y charlaba de forma distendida, ¿qué pensaban de esto o aquello?, ¿qué habían leído u oído? Su actitud era abierta y resultaba fácil hablar con él. En ocasiones parecía el encargado de la correspondencia, no el director, y a menudo contaba anécdotas, historias que había oído, chismes o noticias. Simulaba horrorizarse por las cantidades pagadas en los anticipos, ¿cómo ibas a publicar buenos libros si te arruinabas antes de venderlos? Nunca parecía tener prisa, aunque las visitas no solían durar en exceso. Repetía los chistes que le habían contado y llamaba a todo el mundo por su nombre de pila, incluso a Raymont, el ascensorista.
Bowman no fue lector mucho tiempo. El editor que había tenido un hijo encontró un empleo en Scribner’s y Bowman ocupó su puesto, no sin antes averiguar cuál había sido su salario. El nuevo trabajo le gustó. La oficina era un mundo aparte que no se regía por los horarios: unas veces tenía que quedarse hasta las nueve o las diez de la noche, otras estaba tomando una copa a las seis. Le gustaba leer los manuscritos y charlar con los escritores, ser el responsable de sacar un libro a la luz: las discusiones, la corrección de estilo, las pruebas, las galeradas, la cubierta. No tenía una idea clara del oficio antes de empezar, pero lo halló muy satisfactorio.
Era un placer volver a su casa los fines de semana y cenar con su madre (“¿Tomamos primero un cóctel?”, proponía ella) para conversar sobre lo que hacía en el trabajo. Aquel año ella cumplía cincuenta y dos: no aparentaba esa edad, pero la idea de volver a casarse pertenecía al pasado. Su amor y todos sus cuidados se centraban en la familia. Durante la semana, Bowman vivía cerca de Central Park West en una habitación sin baño que contrastaba con el lujo relativo de la casa familiar.
A su madre le gustaba tanto hablar con él que lo habría hecho todos los días. Le costaba mucho resistir el impulso de abrazarlo y besarlo. Lo había criado desde que nació y ahora, cuando él era lo más bello, sólo podía alisarle el pelo, e incluso eso llegaba a resultar embarazoso. Él iba a entregar a otra persona todo el amor que ella le había dado. Aun así, seguía siendo el niño maravilloso de aquellos años en que sólo estaban ellos dos, cuando visitaban a Dot y Frank y cenaban en el restaurante. Beatrice nunca podría olvidar a la elegante mujer que, viendo cómo el chiquillo intentaba atrapar los espaguetis con un tenedor demasiado grande para su mano, había dicho con admiración:
—Es el niño más guapo que he visto en mi vida.
Con papeles cosidos le había hecho cuentecitos de palabras y dibujos, lo había ayudado a escribir sus primeras letras, lo llevaba a la cama y lo oía decir, suplicante, “Mamá, no cierres la puerta”. Tantas noches que ahora parecían una sola.
Todos los días, todo aquello.
Recordaba el primer vello en sus mejillas, un atisbo de pelusa que ella fingía no ver. Luego empezó a afeitarse, el pelo se le fue oscureciendo y sus facciones comenzaron a parecerse a las de su padre. Cuando volvía la vista atrás se acordaba de cada momento, casi siempre con alegría; de hecho, sin otra cosa que felicidad. Siempre se habían querido, madre e hijo, sin interrupción.
Beatrice, la más joven de dos hermanas, había nacido en Rochester el último mes del último año del siglo, 1899. Su padre era un maestro que murió a causa de la gripe, la llamada “gripe española”, que se propagó por América en el otoño de 1918, justo al final de la guerra. Más de medio millón de personas murieron en escenas que recordaban la peste. Su padre se encontró mal una plácida tarde cuando caminaba por Clifford Avenue y murió dos días después con la tez demacrada, ardiendo de fiebre, sin poder respirar. Posteriormente tuvieron que irse a vivir con sus abuelos, que regentaban un hotelito en Irondequoit Bay, una construcción de madera con bar y una cocina muy amplia pintada de blanco que en invierno tenía todas las habitaciones vacías. A los veinte años se trasladó a Nueva York. Allí tenía parientes lejanos, los Gradow, adinerados primos de su madre en cuya casa había estado muchas veces.
Una de las imágenes perdidas de la infancia de Bowman era aquella mansión, que lo habían llevado a conocer cuando tenía cinco o seis años: un enorme y recargado edificio de granito gris que tenía, tal como lo recordaba, foso y ventanales de celosía. Estaba en algún sitio próximo al parque, pero jamás logró encontrarlo, como las calles de esa ciudad familiar que aparece reiteradamente en los sueños. Nunca quiso preguntarle a su madre si la habían derruido, pero había lugares junto a la Quinta Avenida donde tal vez podría haber estado.
Beatrice, quizá a causa de la muerte de su padre, que recordaba con nitidez, sentía un obstinado pavor al otoño. Había un momento del año, a finales de agosto, en que el verano asaltaba los árboles colmados de hojas con un poder deslumbrante, pero un día, de improviso, quedaban extrañamente quietos, como si temieran algo y se pusieran en guardia. Lo sabían. Todos lo sabían: los escarabajos, las ranas, los cuervos que andaban con solemnidad por los prados. El sol estaba en su cenit y abrazaba el mundo, pero tenía las horas contadas, todo lo que uno amaba corría peligro.
* * *
Neil Eddins, el otro editor, era un sureño de rasgos delicados y maneras corteses que llevaba camisas a rayas y hacía amigos con facilidad.
—Estuviste en la Armada —dijo.
—Sí, ¿y tú?
—No me quisieron, no pude entrar en el programa y me enrolé en la marina mercante.
—¿Dónde?
—Casi todo el tiempo en el East River. La tripulación era italiana. No había modo de que se hicieran a la mar.
—Poco riesgo de que os hundieran.
—Desde luego, no el enemigo —dijo Eddins—. ¿Te hundieron alguna vez?
—Algunos opinan que sí.
—¿Qué quieres decir?
—Es una historia demasiado larga.
Gretchen, la secretaria, pasó por allí mientras conversaban. Tenía una bonita figura y una cara atractiva sólo afeada por tres o cuatro granos inflamados en las mejillas y la frente, una innombrable enfermedad de la piel que la mortificaba, aunque ella nunca lo dejara entrever. Eddins gimió levemente cuando se alejó.
—¿Es por Gretchen?
Se sabía que tenía novio.
—¡Dios mío! —exclamó Eddins—. Olvídate del acné o lo que sea, podemos hacer que se le vaya. De hecho, me gustan las mujeres con aire de boxeador, con pómulos marcados y labios gruesos. ¡No veas el sueño que tuve la otra noche! Me lo hacía con tres monadas, una detrás de otra. Estábamos en una habitación muy pequeña, casi un cubículo, y ya había empezado con la cuarta cuando alguien intentaba entrar. ¡No, no, maldita sea, ahora no!, gritaba yo. Tenía el trasero de la cuarta casi en la cara mientras ella se inclinaba para quitarse los zapatos. ¿Te parece demasiado asqueroso?
—No, para nada.
—¿Tienes sueños así?
—Por lo general sueño con ellas de una en una —dijo Bowman.
—¿Alguna en especial? —preguntó Eddins—. Lo que más me gusta es la voz, una voz grave. Cuando me case será lo primero que le pida: háblame con voz grave.
Gretchen volvió a su escritorio esbozando una ligera sonrisa.
—¡Virgen santísima! —exclamó Eddins—. Saben lo que se hacen, ¿no te parece? Y les encanta.
Después del trabajo solían tomarse una copa en el Clarke’s. La Tercera Avenida era una calle de bares y bebedores, siempre a la sombra del metro elevado, bajo el estrépito que hacía al pasar sacudiendo los edificios de apartamentos y la luz que se colaba entre las vías.
Hablaban de libros y de literatura. Eddins sólo había ido un año a la universidad, pero lo había leído todo. Era socio de la Joyce Society y Joyce era su ídolo.
—No me gusta que un escritor me dé demasiada información sobre las ideas y los sentimientos de un personaje —decía—. Prefiero verlos, oír lo que dicen y sacar mis propias conclusiones. La apariencia de las cosas, me gusta el diálogo. Ellos hablan y lo entiendes todo. ¿Te gusta John O’Hara?
—No todo —dijo Bowman—, sólo algunas cosas.
—¿Qué tiene de malo?
—Puede llegar a ser muy desagradable.
—Escribe sobre esa clase de gente. Cita en Samarra es un gran libro. Me arrebató por completo. Y sólo tenía veintiocho años cuando lo escribió.
—Tolstói era más joven, sólo tenía veintitrés.
—¿Cuando escribió qué?
—Infancia, adolescencia, juventud.
Eddins no lo había leído. De hecho, reconoció que ni siquiera había oído hablar de ese libro.
—Lo hizo famoso de la noche a la mañana —dijo Bowman—. Pero es que todos se hicieron famosos de la noche a la mañana, eso es lo interesante. Me refiero a Fitzgerald, a Maupassant, a Faulkner cuando escribió Santuario… Deberías leer Infancia, adolescencia, juventud. Hay un maravilloso capítulo breve en el que Tolstói retrata a su padre, alto, calvo y con sólo dos grandes pasiones en la vida. Piensas que van a ser su familia y sus tierras, pero luego resulta que son los naipes y las mujeres. Es un capítulo extraordinario.
—¿Sabes lo que me ha dicho hoy?
—¿Quién?
—Gretchen. Me ha dicho que el Bolshói actúa aquí.
—No sabía que le interesara el ballet.
—También me ha explicado lo que significa “bolshói”: voluminoso, grande.
—¿Y qué?
Eddins ahuecó las manos expresivamente delante del pecho.
—¿Por qué crees que me cuenta esas cosas? —dijo—. He escrito un poemita para ella, como el que Byron le escribió a Caroline Lamb, una de las muchas mujeres, condesas incluidas, a las que se cameló, si puedo emplear ese verbo.
—Lo poseía el flujo dionisíaco —dijo Bowman.
—¿Flujo dionisíaco? ¿Qué es eso, me hablas en chino? Bueno, he aquí mi poema: Bolshói, allá voy.
—¿Y a qué se refiere?
—¿Me tomas el pelo? Pero si alardea de su delantera todo el tiempo.
—¿Cómo es el poema de Byron? —preguntó Bowman—. No lo conozco.
— Se afirma que es el poema más corto en lengua inglesa, aunque el mío es aún más corto: “Caro Lamb. Maldita sea”.
—¿Ésa era la mujer con quien se casó?
—No, ella ya estaba casada. Era condesa. Si yo conociera a una condesa o dos, sería mejor persona. Sobre todo si tendiera hacia la belleza, la condesa, claro. En realidad, ni siquiera haría falta que fuese condesa. Esa palabra suena demasiado ampulosa, ¿no crees? En el colegio tuve una novia (por supuesto, nunca llegué a nada) que se llamaba Ava. Un nombre bonito, en cualquier caso. Y además tenía buen cuerpo. Me pregunto dónde estará ahora que somos adultos. Debería buscar su dirección, a no ser que se haya casado, horrible perspectiva. Aunque tal vez no sea tan horrible considerado desde otro punto de vista.
—¿A qué colegio fuiste?
—El último año estuve en un internado cerca de Charlottesville. Comíamos todos juntos. El director tenía la costumbre de quemar billetes de dólar para enseñarnos la actitud correcta ante el dinero. Y todas las mañanas se tomaba un huevo duro, con cáscara y todo. Nunca llegué a tanto, y mira que tenía hambre. Estaba famélico. Seguramente me mandaron allí por culpa de Ava, para evitar lo que pudiese ocurrir. Mis padres no creían en el sexo.
—¿Y qué padres creen en el sexo?
Se sentaban en medio de la abarrotada barra. Las puertas de la calle estaban abiertas y el ruido del tren, como el estallido de una ola, ahogaba de vez en cuando sus palabras.
—¿Sabes el del conde húngaro? —preguntó Eddins—. Pues mira, había un conde y un día su mujer le dijo que su hijo se iba haciendo mayor, ¿no era ya hora de que supiera de dónde venían los niños, cómo lo hacían los pajaritos y las abejitas? Muy bien, dijo el conde, y se llevó al hijo de paseo. Fueron hasta un arroyo y se quedaron en un puente contemplando a unas muchachas campesinas que lavaban la ropa. El conde dijo: tu madre quiere que te explique lo que hacen los pajaritos y las abejitas. Sí, padre, dijo el hijo. Bueno, ¿ves esas chicas de ahí? Sí, padre. ¿Te acuerdas de lo que hicimos con ellas cuando vinimos aquí el otro día? Sí, padre. Bueno, pues eso es lo que hacen los pajaritos y las abejitas.
Eddins vestía con elegancia. Llevaba un traje veraniego de color claro y ligeramente arrugado aunque hiciera un poco de frío para ir así. Al mismo tiempo, lograba crear un descuido muy personal: tenía los bolsillos de la chaqueta llenos de cosas y necesitaba un corte de pelo. Se gastaba en ropa más de lo que podía permitirse, su sastrería favorita era la British American House.
—¿Sabes? En mi barrio había una chica que era bastante guapa pero un poco retrasada…
—Retrasada —subrayó Bowman.
—No sé qué le pasaba, era bastante lerda.
—No me irás a contar un delito, ¿verdad?
—Vaya, eres todo un caballero —dijo Eddins—. Antes había gente como tú.
—¿Dónde?
—En todas partes. A mi padre le habrías caído muy bien. Si yo hubiera tenido tu aspecto…
—¿Sí?
—Habría causado sensación en esta ciudad.
Bowman empezaba a notar el efecto de las copas. Se veía en el espejo situado detrás de la barra, entre las rutilantes botellas, traje y corbata, atardecer en Nueva York, gente alrededor, rostros. Tenía un aspecto limpio, tranquilo, que armonizaba con el oficial de Marina que había sido. Recordaba aquellos días con claridad pese a que ya no eran más que sombras en su vida. Los días en el mar. ¡Señor Bowman! ¡A la orden, señor! El orgullo que nunca perdería.
En aquel momento apareció por la puerta la chica que Eddins había intentado describirle, cara de boxeador, mejillas planas y nariz algo chata. Bowman vio la parte superior de su cuerpo en el espejo. Iba con su marido o su novio, llevaba un vestido ligero estampado con flores naranja. Destacaba, pero Eddins no pudo verla porque estaba hablando con alguien. Daba igual: la ciudad estaba llena de chicas como aquélla; o no exactamente llena, pero las veías por las noches.
Eddins se dio la vuelta y por fin la descubrió.
—¡Alabado sea Dios! —exclamó—. Lo sabía. Ahí va la chica con la que querría hacer el amor.
—Ni siquiera la conoces.
—No quiero conocerla, quiero follármela.
—Qué romántico.
En el trabajo, sin embargo, era un monaguillo e incluso daba a entender, o eso intentaba, que no se fijaba en Gretchen. Un poco distraídamente, le entregó a Bowman un papel doblado por la mitad y enseguida apartó la vista. Era un poema mecanografiado en medio de la hoja:
En el Hotel Plaza una tarde,
caro Gretchen le habló sin alarde:
Mi amor, parabienes,
qué grande la tienes.
¿Es mucho pedirte que aguardes?
—¿No debería ser cara Gretchen? —preguntó Bowman.
—¿Por qué?
—Es femenino.
—Anda —dijo Eddins—, devuélvemelo, no quiero que caiga en malas manos.
Adelanto de Todo lo que hay, la novela de James Salter que publicará el próximo 20 de marzo la editorial Salamandra, traducida del inglés por Eduardo Jordá.
James Salter (Nueva York, 1925) es escritor. En España ha publicado, entre otros, La última noche, Pilotos de caza, Años luz, Juego y distracción y Quemar los días, sus memorias. En FronteraD ha publicado el poema Todavía así y Hemingway: La mejor vida jamás vista, y sobre él han escrito Laura Ferrero (El rayo verde), Joseba Louzao (Quemar los días: vida y memoria de James Salter) y Pablo Mediavilla (Salter)