Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoTodo o nada

Todo o nada


 

 

Hacía años que los veía en fotos: los arrozales. Esas terrazas que huelen a países lejanos donde se cultiva el arroz. Al llegar a Filipinas optamos por hacer un treking que recorría toda la zona de Banaue. Durante tres días estuvimos siguiendo los pasos de un guía de la zona que conocía los terrenos a menudo pantanosos donde se cultiva algo tan básico y tan necesario como el arroz. Recorrimos escarpadas montañas hasta llegar a los arrozales dando pasos minúsculos y casi imposibles para los que tengan vértigo. Yo no tengo y empecé a tenerlo entonces. Es difícil fijarse en el paisaje cuando se mira siempre hacia los pies.

 

No soy muy aficionada a los deportes de riesgo: tengo por norma no transitar los caminos que los animales evitan, por algo lo harán, ¿no? Pero estos días he estado contenta de abandonar mis viejos miedos. Las veces que estuve a punto de caerme no fue por lo difícil del camino, sino porque pensaba en la mejor manera de no arriesgarme a caer. Demasiadas ramas a las que agarrarse, en la cabeza y en el camino. Hay bajadas resbaladizas, pero es necesario hacerlas de un tirón, sin ramas o rocas que nos aseguren la estabilidad. También existen senderos angostos en los que por querernos mantener bien alejados del precicipio se nos acaban hundiendo los pies en el barro. Las torpezas más graves siempre se cometen por no querer cometerlas.

 

En lo escarpado del camino, en los pasos más difíciles uno aprende que no hay que vacilar. De lo que se da cuenta una en las terrazas de Banaue. Por las noches, cuando llegaba el verdadero momento crítico para las no-mochileras como yo, para las que llevamos Nike air en vez de botas de monte, mi radio de acción se limitaba a mi habitación, amenazada por enormes polillas que podían comerme en cualquier momento o escarabajos voladores del tamaño de una cabeza que intentaban atacarme si salía de mi escondite. Entonces, claro, qué iba a hacer: solo podía leer. Y tenía a mi amigo Karl Ove Knausgård que me amenizaba mis veladas de chica de ciudad. Entonces leí esta frase que, aunque hablaba de algo radicalmente diferente, del amor, me hizo pensar en el tema de los pasos que damos, no solo en la montaña si no en la vida:

 

“Creo que te gusto, estoy seguro de ello, pero no te basto, y eso lo sabes muy dentro de ti. Tal vez necesitabas a alguien, llegué yo, y pensanste que tal vez podría servir. Pero yo quiero ser alguien que tal vez pueda servir, no me basta, he de ser todo o nada.

 

Vamos: que no sirven las ramas. En la vida el tema no es que algo sirva. En Un hombre enamorado, Knausgård aborda el sentimiento más universal de todos: el del amor. Cuenta lo que es enamorarse de verdad, lo que ocurre. Y habla de algo que me pareció curioso y verdadero. Menciona la inmovilidad: la incapacidad de, en esas primeras fases de fascinación de una pareja, hacer algo cuando se tiene frente a sí al otro. Ocurre como en los precipios cuando se hace treking. Uno se queda quieto, parado, mirando al abismo y pensando cuál es la mejor manera de atravesar el vacío en vez de pensar que hay que saltarlo. O todo o nada. No nos sirven las ramas, hay que saltar.

 

Qué lejos está Knausgård y el amor de los arrozales de las terrazas de Banaue. Pero qué cerca están esas verdades tan sencillas en las que nunca caemos. Es verdad. Todas las veces que me he caído estos días ha sido por quererme apoyar en los lugares seguros. Y eso da que pensar.  

Más del autor

-publicidad-spot_img