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Mientras tanto“Todo son caminos”, de Lêdo Ivo (traducción de Amador Palacios)

“Todo son caminos”, de Lêdo Ivo (traducción de Amador Palacios)


Lêdo Ivo

Lêdo Ivo fue un poeta brasileño, nacido en Maceió, estado de Alagoas, en 1924 (por lo tanto este año se celebra su centenario) y fallecido en España, en Sevilla, en 2012, durante una tournée que realizaba por nuestro país. Fue uno de los más importantes miembros de la llamada Generación del 45 de aquel extenso país lusoamericano. Ivo, que vivió y trabajó durante un tiempo en Recife, residió definitivamente en Río de Janeiro desde 1943. Estudió para abogado, profesión de nunca ejerció, decantándose por una viva carrera periodística. Desde que en 1944 publicó su primer libro de poemas, As imaginações (Las imaginaciones), su copiosa obra literaria se desarrolló en la poesía, el ensayo y la novela. Ocupaba el asiento número  10 de la Academia Brasileña de las Letras. De 1986 data la primera traducción castellana de su poesía, vertida en el libro Las pistas, publicado en México, en la colección Luna Hiena, de la Universidad de Veracruz, en traducción y prólogo de Stefan Baciu. En 1989, por primera vez en nuestro país, apareció una selección de sus poemas, que yo traduje, para la editorial Olifante de Zaragoza, y a la que puse el título de La moneda perdida. No llegué a conocerlo personalmente, pero mantuvimos una relación epistolar muy fecunda.

La poesía de Lêdo Ivo está marcada por la certera captación de lo cotidiano proyectado hacia lo universal, germen verdadero de la autenticidad de lo poético, consiguiendo, de este modo, un resultado lleno de inmensidad. Si, en una primera apreciación, se le puede comparar con Pablo Neruda, por la aparente afinidad temática en el lanzamiento de sus dardos poéticos, los poemas del brasileño aventajan a los del chileno precisamente porque si, en Neruda, la factura final queda atrapada por una, a veces, demasiado estrecha concreción, los versos de Lêdo Ivo llegan, tal vez partiendo de los mismos pretextos, a una lectura poderosamente original. Así, su poema “La capa”, cuyo título podría pertenecer a las Odas elementales nerudianas, está constituida, sin embargo, con otra bien distinta factura. Las odas de Neruda tienen versos de muy pocas sílabas; y los poemas son de muchos versos. La razón es que la escritura de estos libros de odas fue subvencionada por el partido comunista (uno de los partidos comunistas, no recuerdo cuál), pagando a tanto por verso. “La capa”, de Lêdo Ivo, en mi traducción:

En el suelo de la infancia voy a hallar
todos los objetos que perdí:
la capa azul, el libro con estampas,
el retrato del hermano muerto
y tu boca fría, tu boca fría.

Mi capa azul, en el suelo de la infancia,
cubre los objetos y las alucinaciones.
Es una capa azul, de un hondo azul
que no se pueda nunca dar con él.
Azul como éste ya no existe.

Y a todos ustedes que son puros o reincidentes,
en el invierno vírgenes y repulsivos en verano,
les pido con un azul profundo:
cúbranme con esta capa el día que yo muera.

Cuando yo esté muriendo, pueden estar seguros,
una capa azul, de un azul profundo,
envolverá mi cuerpo de la cabeza a los pies.

También a primera vista pudiera parecer que la profusa obra de Lêdo Ivo está signada por la dispersión, frente a unas páginas que tocan casi la totalidad de los géneros literarios (incuso el del poema épico-dramático). No es cierto. La cambiante palabra de Lêdo Ivo siempre converge en la unidad, y el lector inteligente, en todo momento, ha de apreciar el guiño poético del cual parte el espectacular desarrollo verbal de la extensa producción del poeta de lengua portuguesa. He aquí ahora el poema “El laboratorio de la noche”, que he puesto en español:

Es el jardín que florece
-rápida alquimia de sueño-
en la tierra que codicia
un cielo de azul y cal.

Oh libro de poesía,
mi didáctico instrumento
de soledad y dolor,
eres, de noche, mecánico,
náufrago vuelto a la playa
o clima sin intuición.

¡Oh, no preguntes mi nombre!
Yo soy un rostro preciso
en un baile que ha cesado.
Soy la muerte, soy la puerta
de las imaginaciones.

Un cielo espera por mí
en un continente áspero
que ningún mapa registra.

La poesía de Lêdo Ivo es sencillamente grandiosa, porque todo lo toca, lo canta, lo transgrede, con la naturalidad del genio. Sus poemas tienen el timbre, el tono de los elegidos, la sabiduría de lo que parte inteligente e intuitivamente de lo próximo, lo local, para alcanzar con destreza, en vuelo imperceptible, lo universal, lo original (es decir, el origen, la verdad que no se cuestiona, el alma verdadera de la poesía). En la poesía de Lêdo Ivo, el contenido y la forma se comunican en constante movimiento y su efecto, su resultado, es la emoción causada en el lector, emoción única y, a la vez, detrás de cada lectura, siempre diferente.

Su libro de memorias Confissões de um poeta (Confesiones de un poeta, inédito en español), publicado en 1979 en Rio y Brasília, del cual el texto que hemos escogido es su penúltimo capítulo, constituye, además de la prodigiosa descripción del mundo alucinante que atesora nuestro autor, y amén de una poética sorprendente, un auténtico patrimonio para las generaciones venideras que amen la palabra literaria, y no sólo para aquéllas que tienen como patria la lengua portuguesa.

TODO SON CAMINOS, por Lêdo Ivo

Jóvenes poetas y prosistas me buscan o me escriben, pidiéndome consejos y alterándome con su aleteo de pájaros jóvenes, aún presos en los nidos. Me reconozco en esas voces ansiosas que creen en mi experiencia, y vuelvo a respirar los días distantes en que buscaba, en la camaradería y orientación de algunas figuras prestigiosas, el camino que en verdad sólo a mí a solas competía descubrir, lejos de impertinencias, y que me ha conducido a esta charanga que precede al polvo.

El camino de cada uno de nosotros es diferente, y aquél a quien buscamos, conminándolo con la pregunta decisiva, sólo puede indicar su propio camino. ¿Qué decir a esos jóvenes desconocidos y ardorosos que, en sus versos enrevesados y en sus prosas todavía soñolientas, esconden el misterio de vidas ávidas y esperanzas desmesuradas? Tal vez el mejor consejo sea éste: No pregunten nada a nadie. Sean como el turista que, perdido en una gran ciudad, acierta por azar, luego de incalculables idas y venidas, el camino del hotel. Lo que no encontramos solos, es indigno de nuestra búsqueda. Sean diferentes. Hagan de la transgresión íntima un emblema personal, como esos colegiales impenitentes que, despreciados y compadecidos por sus compañeros porque son los últimos de la clase, guardan sin embargo en sus corazones un tesoro envidiable, una riqueza que durará la vida entera, algo irrestituible como el rumor de la lluvia caída en la infancia.

¿Qué consejos dar a los jóvenes poetas que, en el simple hecho de buscarme y colmarme con el honor exagerado de ser el juez de sus destinos, parecen reconocer en mí la evidencia de un camino resuelto y un destino cumplido y, con sus aires matinales, se convierten en los emisarios de mi atardecer?

“Ecartez tout système, écoutez votre vie profonde, vos secrets” [“Rechaza todo sistema, presta atención a tu vida profunda, a tus secretos”], este consejo del Barrès glorioso al joven Mauriac principiante, y en el cual vibra toda la sabiduría goethiana, es el más bello que una inteligencia plena y madura puede dar a un aprendiz. Realmente, quien no presta atención a su vida profunda y sus secretos, y se deja oprimir por teorías y sistemas, nada es, artísticamente. La creación poética se inicia en la frontera misteriosa donde las teorías terminan, y desarrolla una vez más la batalla sin fin entre el hombre y el lenguaje, esa cosecha de amor e impostura, cólera e insolencia, nostalgia y esplendor.

Que el joven poeta, que ahora me escribe, aprenda a interrogarse a sí mismo, aprenda a errar hoy, para poder acertar mañana. Llegará un día en que, aplicado a un consejo ahora oído, habrá de añorar los caminos abandonados, como los viajeros acometidos por la nostalgia de los paisajes que se hurtaron a su mirada curiosa. Cuando llegamos al centro de la vida, que es el centro de nosotros mismos, y comenzamos a dudar de nuestras respuestas y a fijar en nuestro trayecto una mirada reflexiva, los consejos recibidos sufren una nueva apreciación, Entonces, responsabilizamos a los consejeros y maestros de antiguamente de nuestros desaciertos y extravíos. Comprobamos que casi nunca nos preciaban, limitándose a descender sobre nosotros una mirada generalizadora, que escamoteaba nuestra singularidad personal, como un etnólogo ante una tribu. Procuraban, esos guías solicitados, distribuir a diestro y siniestro el mismo consejo, la misma verdad absoluta, medicina infalible y triunfante presta a calmar todas las fiebres, como si no fuésemos cada uno diferente de los demás.

En mi caso personal, he tenido la fortuna de ser, en mi aparición, reconocido inmediatamente. Todavía, cuando una conveniencia editorial o una interpelación crítica me obligan a revolver viejos y casi pulverizados recortes de periódico, observo que muchos de los vítores no venían desprovistos del empeño en evitar que yo trillase demasiado camino, y este era, precisamente, el camino de mi singularidad, la vía que mis pasos certeros habrían de hallar la confirmación de mi diversidad. Más de una mirada experimentada y profesoral no veía con buen ojo la flor que yo traía en la mano, prefería que ésta llegase vacía, o sosteniendo aquella rosa conocida de todos, y por todos aspirada.

En la década de los 40, había una palabra tan habitual en la boca de los críticos como la propia saliva: despojamiento: Los jóvenes poetas eran conminados a despojarse. La ciudad de las letras amenazaba con no abrir sus puertas a los que osasen entonar algún canto considerado excesivo. ¡Cuántos pavos reales, entonces, no se doblegaron a esa imposición del terror literario, autodesplumándose y mudándose en gallinas grotescas! ¡Cuántas fuentes no se transformaron en grifos homeopáticos!

Presumo tener el derecho de proclamar que no me doblegué a las advertencias y dictámenes de los folletines y suplementos literarios. Continué siguiendo mi camino, aun en los años en que el simple hecho de surcar ciertas rutas constituía una condenación al silencio, una incitación al escarnio e incluso el levantarse, en el costado de mi navío, de cualquier ola inmunda.

En la comedia de la vida, acostumbran a ser aplaudidos los figurantes que se prestan a todos los papeles, a todo aceptan y animan, envaneciéndose de dar asilo a todas las verdades y mentiras. A esas criaturas porosas como el barro, creo preferir aquéllos que resisten en sus dudas como la piedra y el hierro. Esto significa que no entiendo que sea infinita mi capacidad de aceptar y comprender, convivir y tolerar. En un mundo en que palabras como diálogo y comprensión viven huidas en las comisuras de tantos labios automáticos, no soy insensible a las virtudes de la incomprensión y de ese calumniado monólogo que, dentro de nosotros, es nuestro diálogo íntimo de hombre a hombre. (Y mentiría si no dijese, aquí, mi convicción de que hay diálogos imposibles: entre el pobre y el rico, el flaco y el fuerte, el casto y el libertino, el creyente y el ateo).

Así, en la antología de jóvenes poetas donde todos son desoladamente iguales, hasta en el plagio de la imagen descabellada, busco a aquél que es desigual. En la hilera de los que todo aceptan y comprenden, busco la mano dispuesta a levantar el estandarte de la incomprensión o de la nueva y resplandeciente insolencia. En el rebaño de los ortodoxos, mi mirada se obstina en localizar al heterodoxo indeseable. Sé que se esconde siempre, dentro del universo de las rutinas y los aciertos, y que brilla como una estrella, la transgresión que redime, luz de semáforo que, en la oscuridad, está al servicio de la vida y de la esperanza del hombre.

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