“Los peces y los árboles se parecen”. Ese es, quizás, uno de los inicios más bonitos que he leído en un libro. Pertenece a Bilbao-New York-Bilbao, del escritor vasco Kirmen Uribe. ¿En qué se parecen los peces y los árboles? A simple vista, no en demasiadas cosas. Volví a esas líneas hace unos días, cuando Kirmen Uribe presentaba su libro en Londres, ahora traducido al inglés. Volví también a esa otra historia contenida en el libro que había olvidado y que también me había cautivado. Su padre, pescador en Ondarroa, salió un día cualquiera a faenar. Llevaba el anillo de matrimonio colgando de una cadena en el cuello, no en la mano porque en ese caso hubiera sido más fácil perderlo. Y en una noche de tormenta, de sacudidas, de mares embravecidos, el collar saltó y el anillo se perdió en la inmensidad. Al cabo de un tiempo, mientras la madre de Kirmen limpiaba unas merluzas, encontró una alianza de oro dentro de una de ellas. Cuando se fijó en las letras y en los números que tenía grabados, se dio cuenta de que eran los mismos que las fechas de su boda. Es decir, que un hombre había perdido su alianza en el mar y de entre todo el océano, de entre todos los peces, ese hombre había acabado, no solo pescando sino llevando a casa a la merluza que se había tragado su anillo.
Esa es la historia con la que creció Kirmen Uribe. Un anillo que pasa por muchos sitios hasta regresar milagrosamente a su dueño. Su madre contaba convencida la historia y, fuera real o no, los niños del pueblo crecieron pensando que en el mar había anillos que se perdían y se recuperaban. Luego, eso se convirtió en leyenda. Más tarde, cuando Kirmen creció, se dio cuenta de que otra gente de distintos lugares de la tierra también había escuchado el relato. Pero hablaban de otros mares, y de otros países muy lejanos a su Ondarroa natal. ¿Era cierta la anécdota de la madre de Kirmen? ¿En qué momento pasamos a creernos nuestras propias ficciones?
El miércoles pasado llegué a Londres y llovía. Justo cuando aterrizamos, el tipo sentado en la otra fila de asientos se me puso a hablar. Me había estado fijando en él porque se había pasado las dos horas de vuelo sumergido en un libro, pero, de repente, cada tanto, lo cerraba, cogía una grabadora y empezaba a hablar. No logré escuchar lo que decía. Simplemente pensé que, o bien era un loco, o un investigador (las pintas no ayudaban). De repente, viendo que yo había estado escribiendo en el portátil, me preguntó si era escritora. Le dije que lo intentaba. Entonces él me respondió que estaba escribiendo sus memorias. “Me voy grabando y luego lo transcribo. Los recuerdos aparecen de improvisto y los que no son necesarios, la mente los elimina. Por eso, hay que apuntarlos rápido”. Mi impresión acerca de que era un loco tomaba cada vez más fuerza hasta que me dio su tarjeta. “Soy neurocientífico y me dedico a estudiar la mente, los recuerdos, cómo los elaboramos y cómo más tarde rechazamos todo lo que no es necesario para vivir.” Me contó mucho acerca de sus investigaciones, de la capacidad que tiene la mente para curarse a sí misma. Me quedé pensativa y me olvidé de preguntarle algo al hombre: entonces, ¿por qué nos quedamos con los malos recuerdos? ¿Es algún tipo de defensa? Sea como fuere, el tipo se despidió recordándome que tenía su tarjeta. “We can heal people in twelve minutes.” Doce minutos. ¿Curan los recuerdos?
En la charla que dio Kirmen Uribe en el Kings College de Londres, volvimos a esa vieja historia del pez, el anillo y los recuerdos. Entonces, me vino a la mente el científico loco del avión. En realidad, muchas veces ficcionamos los recuerdos hasta que acaban conformando nuestra realidad más íntima. ¿Importa que algo sea verdad o mentira? A veces creo que no. No es tan importante que la madre de Kirmen encontrara el anillo, lo importante es que los niños crecieran creyendo que esas cosas ocurrían. Que el mar no solo se cobraba la vida de tantos pescadores sino que era un lugar en el que anillos perdidos se recuperaban. Todo está conectado. Los árboles y los peces miden su crecimiento con anillos, los del árbol están en el tronco; uno por cada año, los de los peces están en las escamas. Hay un extraño hilo que une realidades que están completamente alejadas. A un científico loco que viaja en un avión grabando su vida, a una chica que llega a Londres tratando de acabar un artículo, a los recuerdos de un escritor vasco de Ondarroa. En definitiva, Kirmen Uribe tenía razón: los peces y los árboles se parecen. O como dice su versión inglesa “Fish and trees are alike”.