Ángel Luis Luján Atienza (Cuenca, 1970) es profesor de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Castilla-La Mancha en Cuenca. Poeta, crítico acreditado y cuidadoso lingüista. Acaba de publicar, en la colección Lazambra de la editorial El Toro Celeste de Málaga, un copioso ensayo de casi 750 páginas –Una fuga raudal. Capítulos de la Modernidad poética en España– donde recorre la presencia, algunos importantes hitos y la estructura formal, semántica y pragmática, de la poesía española acaecida en el siglo XX, en la Modernidad Poética, como Ángel Luis Luján la denomina. En el grueso libro el autor habla de la estética, los conceptos y los temas de la poesía española del primer tercio del siglo XX; del poeta crucial Juan Ramón Jiménez, inscrito en este periodo (el título del volumen está tomado de un verso del libro Espacio de JRJ: «No soy presente sólo, sino fuga raudal de cabo a fin»); de Juan Rejano, ubicado en la Generación del 27, y de los poetas, cuyas obras transcurrieron después de la guerra civil, Diego Jesús Jiménez, Pablo García Baena y María Victoria Atencia.
Luján Atienza es diáfano en sus dictámenes: «La realidad lingüística está constituida por géneros discursivos concretos (sean estos literarios o no), que son atravesados por reglas generales de funcionamiento discursivo (reglas gramaticales, semánticas, etc.), entre las que se encuentra la de referencialidad.» Y esto lo explica para referirse a la poética del nombre propio. Aludiendo a Ferdinand de Saussure, Luján escribe que el suizo, máximo lingüista, semiólogo y filósofo, «dedicó una ingente cantidad de energía a tratar de demostrar que debajo de las formas poéticas se escondía un nombre propio.» Tal afirmación se atestigua en el ejemplo de León Felipe, aducido por Ángel Luis Luján, en el sentido de la orientación de la pregunta del poeta de Tábara (Zamora): «¿Quién soy yo?», sobre la que, el también farmacéutico, divaga: «En la mañana nos bautizan, al mediodía el sol ha borrado nuestro nombre y en la tarde quisiéramos bautizarnos nosotros.»
En la poesía escrita en España a principios del vigésimo siglo, el poema ya deja de ser reflejo del sentimiento, como ocurría en el romanticismo, siendo calco de la realidad (realidad más amplia que el mundo, como aseveraba Wittgenstein), procurando ser objetivo y, además, persiguiendo ser la realidad de sí mismo. A este respecto, Luján reproduce una cita de Ramón Pérez de Ayala: «Todas las almas, no ya las nobles y generosas, sino también las más viles y sórdidas, llevan en su intimidad profunda un yacimiento de sustancia poética.» Lo que quiere decir que la condición de esas almas, encauzada en el lenguaje de la poesía, son poemas, por encima de su psicología. En esta nueva poética, la autonomía del poema es fundamental. Se sustituye la sinceridad romántica por una cada vez más libre adopción imaginativa.
Entre los autores de esta época, Machado y Juan Ramón Jiménez, dos de los más importantes, hay notables diferencias. La inclinación sentimental de Machado se opone a la poética de Juan Ramón Jiménez por encontrarla conceptual en demasía. Todas las características poéticas que se desarrollan en estos años van prenunciando la vanguardia, que aflora especialmente en el 27, quedando, radicalmente, fuera el yo y primando el objeto, la autonomía del poema. Ángel Luis Luján lo aclara a la perfección: «La única manera de que el poema, entendido como puro lenguaje valga por sí mismo, es hacer que no remita a nada o que remita a absolutamente todo, que es lo mismo: la liberación de todo sentido por medio de las imágenes múltiples hace que la interpretación sea imposible, y que el poema no produzca ningún efecto fuera de su propia materialidad y su ser de palabras».
Ángel Luis Luján toma tres libros de Juan Ramón Jiménez para investigar el desarrollo de su obra poética: Arias tristes, Diario de un poeta reciencasado y Espacio, situados al principio, al medio y al final de su trayectoria. En el primero, bajo una apariencia de poesía convencional, JRJ realiza una notable innovación rupturista. Elude la comunicación como centralidad del poema, no queriendo ostentar identidad alguna en el papel de sujeto hablante, pretendiendo que el poema hable por sí solo. El alma del poeta ama sobre todo la materia, la estricta materialidad del poema, no su concepto ni su intención. «Ama más bien una rima / perfumada que una flor.» El hablante, por encima de todo, es un poeta; un poeta puro y no un hombre circunstancial. Y ese poema juanramoniano muestra desprecio por el receptor, pareciendo que «el emisor -como atestigua Ángel Luis Luján- no estuviera hablando a nadie.» Su antirromanticismo huye, con firmeza, de la sentimentalidad. «Su tristeza -resalta el crítico- no es tristeza por nada, es pura tristeza».
Pero el poeta utiliza el sabio recurso de simular estos efectos (la vaga esencia lírica, o esos versos, no tan de amor, que atienden más al paisaje que a la amada) con correcta sintaxis, con retórica musical, haciendo que el mensaje llegue al lector como un relato poético muy normalizado. «La poesía -escribía el propio Juan Ramón Jiménez- debe tener apariencia comprensible, como los fenómenos naturales». Luján concluye el análisis de este fenómeno afirmando que «el único hilo de intención comunicativa que nos queda es la pura forma poética, la suposición de un sujeto responsable de la ordenación poética del material lingüístico.»
Es fundamental la aparición de Diario de un poeta reciencasado para la innovación de la poesía española que devendrá a continuación. Ricardo Gullón (en cuya edición de Taurus reciencasado aparece, erróneamente, con dos palabras) escribe «que aportó flexibilidad y libertad» en ese ámbito, aunque también advierte que «acercarse al Diario como si este libro fuera una ruptura [de Juan Ramón Jiménez] con lo anterior, sería grave error. Es más bien la culminación de un cambio ocurrido por sus pasos contados y, desde luego, presagiado por los versos de Estío.» El mismo poeta dijo que era el primer libro de poemas en verso libre que se había publicado en España. No sé qué entendía Juan Ramón por verso libre de una manera tan total. Esto suena a farol, a declaración no muy cierta, pues muchos de sus poemas riman (hay asonancia de sobra en el libro; el poema CXIX presenta una perfecta rima asonante, distribuida en regulares cuartetos que exhiben la rima ABBA; lo mismo ocurre con el CLI, el CLX, el CCIX y quizá algún otro), y cuando no riman, conservan, la gran mayoría, un ritmo canónico, preceptivo, habitual. El libro, y esto sí resulta grandemente innovador para su tiempo, incorpora poemas en prosa, mezclando prosa y verso. Hay algún poema en prosa en el que sus párrafos, sus versículos, riman. Y la expresión, la dicción prosaica utilizada en muchas ocasiones, es, verdaderamente, una gran novedad para la época. Aparte de cortar la palabra, a final de verso, haciendo aparecer un guion, produciendo un abrupto encabalgamiento: elección novedosa en su tiempo. En la última sección del libro hay piezas dotadas de un lenguaje verdaderamente experimental, insertando eslóganes publicitarios, mensajes periodísticos, como acostumbraron a hacer, varias décadas después, los poetas de la antología de los novísimos, que rompieron radicalmente los moldes, en los años 70, de la poética habitual hasta entonces. Y Jiménez, en esa sección postrera de Diario de un poeta reciencasado, asimismo inserta la traducción de unos versos de Emily Dickinson. Yo, siguiendo su ejemplo, agregué, en uno de mis libros poéticos publicados, la traducción de un poema de uno de los heterónimos de Fernando Pessoa.
No es rara hoy día la opción del poema en prosa, cada vez más habitual. En un momento dado, Juan Ramón Jiménez dijo que pensaba pasar gran parte de sus poemas en verso a prosa. Ahí está su poema Espacio, subtitulado (Tres estrofas), que primero se publicó en verso, sólo los dos primeros fragmentos, en la revista Cuadernos Americanos, de México, uno en 1943 y el otro al año siguiente. Posteriormente, en 1954, la revista madrileña Poesía española publicó Espacio con sus tres partes en prosa. El paso de verso a prosa apenas sufrió cambios, «por lo que son reconocibles -dice Luján- patrones métricos, no sólo rítmicos, en la versión final, lo que hace que cualquier lector se enfrente a la incertidumbre de si está ante un poema en prosa, una prosa poética o un poema en verso prosificado.» Hoy hay poetas españoles que han abordado esta cuestión, por ejemplo Dionisio Cañas, con el fin de facilitar la comprensión del texto poético o dar comodidad al lector. Esto el propio Dionisio me lo confió, cuando yo estaba redactando la biografía sobre su vida y obra que luego se publicó. No sé, a estas alturas, hasta qué punto habrá cumplido, ejecutando la labor prometida.
En la cuestión de las influencias, a partir de Diario de un poeta reciencasado, el poeta moguereño también da un giro. Abandona ese sumo gusto que había sentido por la poesía francesa. Como puntualiza Ángel Luis Luján, se produce en él «un rechazo de la poesía francesa que por entonces le empezaba a resultar demasiado preciosista y en exceso pegada al oído. La obra de Valéry, por ejemplo, es un tipo de poesía pura que a Juan Ramón no le convence porque se queda demasiado en lo auditivo y melódico y no ahonda en la idea». Precisamente es lo que le empieza a atraer grandemente de la poesía contemporánea en lengua inglesa: la idea. Sin duda conocía a Poe (lo más seguro por las traducciones de Baudelaire) y a Whitman. Como, además, en el momento de escribir el Diario viaja a Estados Unidos, la voz de muchos poetas anglófonos le llega, nombrando a algunos, en el poemario: Longfellow, Lowell, Bryant, Aldrich, entre otros, apasionándose por Emily Dickinson, de quien aprecia sus «sombras extrañas». También se interesó por Ezra Pound, con quien llegó a tratarse. Ayudado por su esposa, Zenobia Camprubí (con quien se casa el 2 de marzo de 1916 en una iglesia de la calle 29 de Nueva York), traduce algunos textos de estos poetas.
En la Generación del 27 se dio una tendencia muy fecunda, llevada a cabo, principalmente, por sus dos más célebres poetas, Federico García Lorca y Rafael Alberti. Dicha tendencia es denominada neopopularista, si bien el crítico José Luis Tejada prefirió adscribir a Lorca al neopopularismo y a Alberti al neotradicionalismo. El primero tomaba como base el flamenco, mientras que Alberti se nutría de los antiguos cancioneros. Ángel Luis Luján ha realizado el estudio de esta tendencia tomando el ejemplo de un interesante autor del 27 no muy conocido: Juan Rejano (Puente Genil, Córdoba, 1903-Ciudad de México, 1976). Exiliado en Méjico tras la guerra, la mayor parte de su obra la publicó allí. La faceta neopopular en su creación la compaginó con otros rasgos notables derivados de su existencia de exiliado: la nostalgia y el sentir del destierro. Admiró mucho a García Lorca; uno de sus libros está dedicado a la figura del mítico poeta granadino. Sus poemas poseen un indudable sabor lorquiano: “A la media noche, / el río sueña que sube / por las espaldas del monte. // Que va subiendo / por el monte, por el aire, / por las llanuras del cielo. // ¡Que se convierte en lucero!”
Es habitual en la poesía de Juan Rejano una estructura de la canción tradicional que Luján muy bien señala: “su distribución en cabeza o estribillo y glosa.” Añadiendo que, en esta estructura, “es como si una palabra de la cabeza pusiera en marcha una energía que circula a lo largo de todo el poema.” En el poema recién transcrito, el concepto inicial, ‘subir’, se expande por el resto, llegando la acción a la estrella, al lucero. Esta resolución es repetitiva, como sucede en este poemita, siendo su principio: “Donde crece la corriente, / me puse a echar juncos verdes.” Y su final: “Donde crece la corriente, / amor, me encontré a la muerte.” Claro transcurso, en parte metafórico («juncos verdes»), entre nacer y fenecer.
Un momento decisivo para afianzar la condición de poeta de Juan Rejano es cuando reside en Málaga, al publicarse, por Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, la revista Litoral, la cual, según Paul Valéry, era «la mejor revista poética europea del momento». La poesía de Rejano, según análisis de Manuel Mantero, oscila desde el ‘yo’ al ‘nosotros’, partiendo de un compromiso individual, sintiéndose el poeta un hombre para después desbordarse asumiendo un destino colectivo. Siempre manteniendo el empeño de transformar las raíces poéticas populares en aires cultos, eruditos. Ensayó formas de versificar muy originales, como la utilizada en el poema «Homenaje a Narciso Bassols», de 1949, con 11 cuartetos en endecasílabos, en cada uno de los cuales riman en consonante los versos 2 y 3, mientras que el 1 y el 4 quedan libres: «Oh, Córdoba, oh, panal de los silencios, / largo jazmín en sombra amurallado, / ¿por qué llamas de nuevo a mi costado / si vives dentro de él, incontenible?»
Al acabar la guerra civil y declararse la espuria paz de Franco, todo se fue al traste. Los poetas que no se pudieron exiliar y se quedaron en esta miserable España eran muy conscientes de la grandeza anterior pero se tuvieron que someter a las circunstancias. El régimen naciente impuso una estética, la clasicista, acorde con el esplendor español: época de los Reyes Católicos, Carlos V, Felipe II y así, con los que el Caudillo se comparaba. No tardó en salir una revista poética que se llamaba precisamente Garcilaso. Poco antes había salido otra que se titulaba Escorial. Pero como la poesía era de una difusión minoritaria, el régimen hacía la vista gorda a cierta reacción poética. Los poetas, fuesen del bando político al que perteneciesen, todos, por ser poetas, se llevaban bien. Surgió la revista Espadaña. Las dos anteriores eran capitalinas, pero ésta salía en León. Espadaña fue la publicación contestataria. El resumen de las estéticas poéticas imperantes lo hace muy bien Dámaso Alonso, uno de los poetas del 27 que se quedó en la mísera patria. Su división es poesía arraigada versus poesía desarraigada, la primera conforme con el entorno y la segunda disconforme. Si la arraigada era clasicista, la segunda neorromántica. Al cabo de pocos años imperó, de un modo abrumador, una poesía realista, propiciada por el Partido Comunista de España, que tuvo un sobresaliente papel, en este caso cultural, dentro de la Dictadura. Se trataba de imitar el realismo socialista de la Unión Soviética. Lo que agradaba Stalin, cabreándose si se hacía lo contrario. Sólo en los años 70, con la aparición del grupo de los novísimos, este realismo se quebró y la España poética recuperó la modernidad.
Y de vanguardias, nada. Salvo una muy honrosa excepción: el Postismo. Surgido muy pronto, cuando aún no había concluido la Segunda Guerra Mundial, en enero de 1945. España estaba entonces para pocas vanguardias. Fundado por Eduardo Chicharro Briones, hijo del afamado pintor Eduardo Chicharro Agüera; por Carlos Edmundo de Ory y por el italiano Silvano Sernesi, el Postismo en principio cayó bien a las autoridades del régimen, pensando que podría suavizar su dura marca. Pero enseguida se dieron cuenta de que postismo tenía que ver con surrealismo y surrealismo con comunismo. Les cortaron las alas y el solo nombre de «postismo» se prohibió. Incluso en una gaceta salió una nota expresando que los postistas, por el mero hecho de serlo, merecían el manicomio, la cárcel e, incluso, el patíbulo.
He echado de menos que, en su copioso libro, donde Ángel Luis Luján habla de surrealismo, no haya sacado a colación el Postismo comparándolo con el surrealismo francés, movimientos ambos tan comparables. El Postismo redactó cuatro manifiestos, publicando los tres primeros. El manifiesto inaugural, firmado únicamente por Eduardo Chicharro, es un texto arquitectónico asombroso. Acompañó al primer y único número de la revista Postismo. El segundo número no se pudo ya llamar Postismo, por la prohibición referida, y se llamó La Cerbatana. Chicharro afirma que postismo y surrealismo tienen calefacción común; sólo calefacción común, pues las diferencias respecto a la escritura automática son grandes, radicales. El Postismo, que defendía, al igual que el ismo francés, la escritura irracional, se atuvo, sin embargo, a unas normas «rígidamente controladas» que perseguían el exclusivo objetivo de crear belleza.
El surrealismo fue proclive al mundo de la infancia. André Breton escribe que en el surrealismo se revive con exaltación, siendo «quizá la infancia lo que le acerca más a la ‘verdadera vida’.» El Postismo siente lo mismo. En las exposiciones que el Postismo celebró, exhibiendo su arte, participaba el niño Tony, el hijo varón de la pareja Eduardo Chicharro-Nanda Papiri. Antonio Chicharro todavía vive y él mismo puede atestiguar y explicar el dato. La aspiración del surrealismo era forjar una belleza convulsiva que se diferenciara, inapelablemente, de la belleza clásica. Una belleza guiada por la escritura automática, considerada, según subraya Ángel Luis Luján, «como un medio para dejar total libertad a la imaginación, que debe funcionar sin finalidad, motivación o lógica alguna, rompiendo por todos lados con la racionalidad del discurso.» En el primer manifiesto del Postismo se dictamina que «ninguna clase de prejuicios o miramientos cívicos, históricos o académicos puedan cohibir el impulso imaginativo.»
En parte, el surrealismo rechazaba la rima y, en parte, no. El Postismo, por el contrario, la acogió sin reparos. La primigenia praxis postista fue una colección poética, elaborada al alimón por Chicharro y Ory, a la que pusieron por título Las patitas de la sombra. Son romances, con rima asonante. Una anécdota: En un escrito autobiográfico Chicharro cuenta que a su, al principio, discípulo Ory, le enseñó a detestar a Lorca (así lo dice). Después de escritos los romances de Las patitas de la sombra se dieron cuenta de que, en ellos, la influencia de Federico García Lorca era innegable. Una parte muy importante de la poesía de Eduardo Chicharro es La plurilingüe lengua, compuesta de 52 sonetos. El molde no les quita nada de vanguardia: «Lama, laúd, polifacial ginesta; / la plurilingüe lengua de la estancia, / el discontinuo rótulo, jactancia / cristalina, suavísima y opuesta.» Hay licencias, claro. A veces hay alguna sílaba más, acrecentada no excepcional sino regularmente. Sonetos que comienzan por los tercetos y acaban por los cuartetos u otros en los que los tercetos abren y cierran la composición. La Generación del 27 adoptó en su poética posturas vanguardistas, pero vanguardia formalmente constituida -ya que adoptó los tres requisitos, según expuso Rafael de Cózar: manifiestos, revistas y estrépito, necesarios para que exista una vanguardia- sólo hubo una en la España del siglo XX: el Postismo.
Un dilema muy fértil en la marcha de la poesía española de posguerra o, por mejor decir, durante los años de la dictadura franquista, fue el de oponer el conocimiento a la comunicación. Ambos conceptos tuvieron claros seguidores. De la comunicación, Gabriel Celaya era absoluto defensor. Del conocimiento, los componentes, y afines, del llamado Grupo de los 50 fueron notables entusiastas. Los que apoyan el poema como conocimiento opinan que la comunicación, aunque venga dada por el lenguaje, es subsidiaria, no es lo esencial en la poesía. Los realistas, sobre todo los furibundos poetas sociales, pensaban que la comunicación era fundamental porque primaba, sin excusas, la indiscutible validez del mensaje. Optar por el conocimiento acabó siendo la decisión más acreditada. En el fondo, como afirmaba Wallace Stevens (y cito de memoria), «en el poema, el tema siempre es la poesía».
Los tres poetas con los que Ángel Luis Luján finaliza su amplia introspección sobre la poesía española del siglo XX – Diego Jesús Jiménez, Pablo García Baena y María Victoria Atencia- pertenecen a este último periodo. La poesía de Diego Jesús Jiménez sin duda es la más valiosa, pues la poesía de García Baena, muy galardonado, promotor del grupo Cántico, con revista incluida (personalmente fue muy simpático), viene a constituirse no mucho más que en una imitatio de la lírica de Luis Cernuda, y la de María Victoria Atencia no está muy asentada por la crítica. Como asevera el crítico, la poesía de Diego Jesús Jiménez está «fuertemente arraigada en la memoria», característica habitual en la lírica de la época, ya que personas como él, que nació en los años de plena posguerra, fue testigo sufriente de las adversidades que padecía la sociedad de su entorno dominada por una política tan injusta. En sus poemas emplea mucho el ‘nosotros’, ya que, como afirma Luján, esa primera persona del plural la utiliza para «implicar al lector en esa experiencia que debe ser compartida y solidaria.» Su libro La ciudad obtuvo el prestigioso Premio Adonais, muy resonante entonces, en 1964. He aquí unos versos que aluden al ‘nosotros’: «Se ha plantado el invierno, / y la casa del pueblo, / y los trigales y llanuras, y la serenidad / que conducen los ríos. / Allí, las ventanas al campo, nuestra casa / vacía.» Versos en los que destaca, por un lado, el anhelo de regreso al lugar de origen y, por otro, como escribe Ángel Luis Luján, una aguda intención en el sentido de que «poetizar es apelar al otro, incluirlo en el poema». Así: «Si hoy volviese a la casa / preguntaría si es a las nueve la procesión, si sale Juan pidiendo por las calles, / si han traído casetas para tirar, si hay toros / por la tarde, si hay banderillas para el anís o si aquel baile / sigue siendo en la plaza y hay amores / inútiles.» Y, claramente, el poeta asume ese tono, ético y estético, de rehumanización adscrito a la corriente de poesía desarraigada que estatuyó, clasificatoriamente, Dámaso Alonso.
Hay que felicitarse por la aparición de este abundante estudio crítico del profesor Ángel Luis Luján. Libro imprescindible que da con las claves de los aspectos fundamentales, oportunamente desarrollados, innovadores de la poesía española de todo un siglo XX. La investigación lingüística de la forma en los textos, clarificar los tropos, fijar las variantes significantes del discurso, nos ayudará enormemente a comprender grandes piezas de la literatura poética de la centuria. Todos sabemos que estamos mal de espacio en nuestras estanterías, pero tienen que acomodarse cinco centímetros y medio más de lomo, lo que no es poco. Hagámosle un gustoso hueco en nuestros anaqueles.