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Todos chinos

Voy haciéndome a la idea de que el futuro de España consiste en adoptar el modo de producción asiático en su versión china. Se impone la chinoiserie laboral, la económica y la política. A china se le reprochan su obsceno desprecio por los derechos humanos, pero no su falta de democracia. Si un buen día se eliminaran las ejecuciones sumarias, las esterilizaciones obligatorias, los encarcelamientos por delitos de asociación u opinión y, a la vez, se mantuviera el mismo sistema de producción totalitario, el resto del mundo se rendiría al encanto chino. La democracia, digámoslo francamente, no tiene futuro global; me refiero a la democracia auténtica, la que exige de los ciudadanos una alta dosis de inteligencia y un gran índice de participación en los asuntos públicos. Lo que se lleva cada vez más es la democracia de mínimos, es decir, la democracia reducida a la gestión del voto sin contar demasiado con el votante. Se dirá que la vida cotidiana en el Primer Mundo se ha hecho tan compleja que requiere gestores expertos en todos los asuntos públicos. Pero esta complejidad es más artificial que real, pura burocracia, normativismo extremo que paraliza la misma vida que pretende regular y civilizar.

 

Compro el pan en una tienda de chinos. Sus dueños son un matrimonio encantador. Abren a la siete de la mañana y cierran a las once de la noche. Probablemente incumplen alguna de esas leyes que rigen el comercio local y que limitan las horas de apertura de un comercio. Si les obligaran a aplicarlas, no lo entenderían: es su negocio, es su dinero, es su tiempo, es su vida. Han tenido una niña, la segunda; a los pocos meses, la han enviado a China con la abuela. Son de Shangai, una ciudad que tiene casi los mismo habitantes que toda España: 44 millones. Se tardan doce horas en circunvalarla en automóvil. Es decir, somos enanos políticos y, probablemente, enanos mentales: pensamos que el futuro del mundo es la imitación de Europa, pobres. El futuro es la chinoiserie, el célebre modo de producción asiático. En todas las grandes ciudades del presunto Tercer Mundo se reproduce el mismo esquema: actividad frenética, ausencia de normas claras, ubicuo culto al comercio. No se cierran los comercios, no hay semáforos, nada parece obstaculizar el frenesí productivo. Ocurre en Delhi, en Bombay, en El Cairo. Se acude al trabajo sobre cualquier tipo de vehículos; en El Cairo he visto viajar a siete personas encaramadas en una motocicleta de media cilindrada. Semejante actividad produce enormes cantidades de dinero. Obviamente, pocos pagan impuestos, de modo que cada cual se paga lo suyo, cuando lo necesita. Lo público es deficiente o inexistente. ¿Cómo exportar el normativismo extremo de la UE a un país como la India, con mil ciento sesenta y seis millones de habitantes? Lo razonable es dejar que fluya la actividad, que el caos se organice solo. No hay semáforos en estas ciudades, de modo que el tráfico fluye lentamente, como si fuera magma. Desde las pirámides de Gizeh al centro de El Cairo se tardan una hora y cuarto, pero son ¡doce kilómetros de avenidas! La velocidad media de los transportes públicos de Sevilla, por ejemplo, es la misma. Pero en El Cairo viven dieciocho millones de personas y en Sevilla poco más de setecientas mil: parece evidente que la lógica del caos vence sobre la del orden. Trabajo a cinco kilómetros de donde vivo; el trayecto incluye cincuenta y dos semáforos. Todo un símbolo: Europa paralizada.

 

Los chinos que me venden el pan desconocen el concepto de tiempo libre, tiempo de ocio. El ocio es improductivo, no es negocio. Vender y comprar son para ellos, imagino, la esencia de la vida. Lo peor de todo no es que tengan razón, si acaso la tienen. Lo peor de todo es que son felices. Se les nota en la cara a cualquier hora, cualquier día. Son notoriamente felices.

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