En los momentos más críticos y apurados de nuestra vida social y política, nada más seguro que diluirse en el grupo y descargar en él nuestra ineludible responsabilidad. Tanto o más que el ser de los nuestros puede movernos la regla deseguir a la mayoría, acomodarnos a lo que está mandado y no llamar la atención. Abrazamos el ideal de la normalidad como norma de vida, según algunas expresiones estereotipadas lo revelan a las claras y en forma gradual.
1. Todos habrían hecho lo mismo. He aquí una disculpa frecuente cuando se insinúa o echa en cara nuestra condescendencia o cobardía ante injusticias que hubiéramos podido al menos paliar, ya que no frustrar o remediar. Esto es lo que, según relata H. Arendt, se pensaba en Alemania hacia 1950: que “los alemanes sólo hicieron lo que también otros hubieran sido capaces de hacer (…) o lo que otros estarán en situación de hacer en un futuro; por eso cualquiera que saque este tema es ipso facto sospechoso de fariseísmo”.
Tal es el peso de la opinión común, esa tiranía de la mayoría que elevamos a último tribunal de apelación en nuestro favor. Por ejemplo, en favor de nuestro silencio cómplice: todos hubieran callado en nuestro lugar; lo que pasa es que han tenido la suerte de no haberse visto en semejante tesitura. Incluso puede pensarse que ha sido un injusto azar que se nos haya sometido a nosotros, y no a otros, a esta prueba: ¡a ver qué hubieran hecho los demás en un trance parecido! Son muchos los que cultivan una idea de su integridad moral no sólo ingenua, sino engreída. Nadie tiene derecho, fuera del momento preciso y al margen de las circunstancias particulares, a echarnos en cara nuestra presunta cobardía. El propio Eichmann arguyó en su defensa que cualquier otra persona hubiera podido desempeñar su papel en la Solución Final, de modo que todos los alemanes serían potencialmente culpables por igual. Y con ello se daba a entender que donde todos o casi todos son culpables, nadie lo es. Pero es el caso que, aunque los ochenta millones de alemanes hubieran cometido los crímenes de Eichmann, no por eso hubiera quedado éste eximido de su culpa. Sodoma y Gomorra fueron destruídas por el fuego precisamente porque todos sus habitantes eran culpables.
2. Si no lo hago yo, lo hará otro. Podría proclamarse asimismo no ya que la diferencia entre hacer o dejar de hacer sería mínima, sino que no habría ninguna en absoluto, pues en cualquier alternativa alguien representará entonces el papel de agente y otro el de espectador. Dado que el resultado a fin de cuentas sería el mismo, ¿qué más da entonces que yo ocupe cualquiera de esos papeles? Ahí tenemos un argumento corriente entre los sujetos activos o pasivos del mal, a quienes para disculparse interesa subrayar su indistinción -y, por tanto, intercambiabilidad- respecto de los demás. Oigamos cómo replica Günther Anders a esta argucia: “Yo le pregunto, señor E.: ¿tiene algún derecho a ensuciarse las manos (y lavárselas después) porque, en caso de abstenerse, será otro quien se las ensucie? (…) ¿Justifica la posibilidad o la realidad de que otros se ensucien las manos el que uno se las ensucie? ¿Es uno mejor por el hecho de que los otros no sean mejores?».
Cabría someter este pretexto a la prueba de su generalización. Procuremos incluir todos los aspectos que afecten a la credibilidad del resultado y preguntemos qué pasaría si los demás, como uno mismo, aceptasen hacer u omitir eso que se cuestiona. Antes todavía, ¿por qué no considerar la posibilidad de un comportamiento que fuera socialmente más provechoso, al margen de cómo pudieran comportarse los demás? ¿No habría que tener en cuenta también el influjo que mi actitud de entrega o disidencia podría tener en otros? ¿Y cómo dejar de prevenir el efecto en uno mismo de una conducta permanente que desapruebo o incluso aborrezco? Una repetida inhibición de la mayoría en la denuncia de ideas y conductas peligrosas para el bien colectivo, ¿no comenzaría por restarles peligro a tales ideas y conductas hasta acabar admitiéndolas como convenientes para el interés general…?
3. Todos lo hacen. Un paso más y no resguardamos ya nuestra acción u omisión culpable tras lo que los demás harían, sino en lo que de hecho hacen; o, según el caso, en lo que nadie hace. Entonces se echa de ver algo decisivo: que no hay nada más costoso que desafiar la opinión común o la mentalidad vigente, lo que puede abarcar desde el lenguaje acuñado hasta los tópicos más vulgares. Cualquiera puede satirizar al ser más encumbrado, pero para llevar la contraria a una muchedumbre, a un claustro de profesores de tu Universidad o simplemente a la cuadrilla de amigos se necesita mayor coraje. Por eso suena tan ejemplar la divisa que el historiador alemán Joachim Fest hizo suya en pleno horror nazi: Etiam si omnes, ego non (Aunque todos lo hagan, yo no).
Tantas evasivas podrían tal vez condensarse en la bien conocida de que nadie es perfecto, que a su vez ofrece diversas variantes. Por una de ellas nos hacemos fuertes en la barata réplica del tu quoque, que aún conserva gran acogida en la dialéctica cotidiana: nadie ha de levantar su voz crítica mientras pueda serle reprochado que él tiene asimismo algo que ocultar, que incurre (o incurrió) en parecido pecado. Por la otra salta el reflejo automático del y tú más, que vendría a ser una modalidad cuantitativa del anterior. Y recuérdese de cuántas maneras pueden ambas fórmulas ponerse al servicio del espectador pasivo del mal: o bien paralizando su capacidad de denuncia, pues tampoco él está libre de culpa; o bien rechazando cualquier acusación de quien le reclame una respuesta más comprometida.