“Es tan difícil encontrar el comienzo. O mejor: es difícil comenzar por el comienzo sin intentar ir más atrás”.
Ludwig Wittgenstein
Los años se miden por veranos. Tres meses de sol y de tregua, y de mensajes que nos devuelven los outlooks ajenos anunciando fechas de vacaciones. Tres meses de terracitas en las calles de la ciudad. De las quejas de qué calor, qué humedad, qué tremendo, a ver quién va a trabajar con este bochorno.
El verano empieza con la verbena San Juan y el incordio de los petardos. Mi primera borrachera fue, de hecho, en una verbena a la prematura edad de ocho años. Me tomé todas las frutas maceradas que habían quedado en el fondo de la jarra de sangría. En realidad, yo solo quería comer melocotón de postre. Luego, cuando le susurré a mi madre, asustada, que veía doble y que estaba mareada, me miró ojiplática
–Tú lo que estas es borracha.
Me metió en la piscina y dejé de ver doble. Mis inicios con el alcohol fueron prometedores.
La bienvenida al verano la da San Juan pero antes la daban también los cuadernos de vacaciones Santillana y los temidos campamentos de verano, ese remoto lugar al que tus padres te enviaban sin preguntarte si querías pasar dos semanas a las afueras de un pueblo de Valladolid. Y yo, claro, siempre fui una chica de ciudad.
Todos los veranos escribo sobre el verano.
Hago planes, compro billetes de avión, me organizo el trabajo haciendo malabarismos. Trato de ponerme morena –sin demasiado éxito– y comparo este verano al anterior, al otro. Sumo y resto. ¿Qué falta? ¿Qué sobra?
Todos los veranos recuerdo aquella obra que escribió Tennessee Williams, la de Suddenly last summer. No he visto la peli ni la obra, pero me gusta el título. También me viene a la cabeza ese libro de Coetzee que leí a trompicones un agosto solo porque se llamaba así, Verano. Y me aburrió. Quizás porque a Coetzee no haya que leerlo entre aceites solares y un tipo que grita de fondo “al rico coco de la Habana”. Porque al contrario de lo que se piensa, el verano no es un momento ideal para todo.
Todos los veranos pienso que no me gusta el verano. Y sé que suena extraño y algún psicoanalista haría bien en explicármelo, pero prefiero el invierno. Hala, ya lo he dicho.
Porque el verano tiene algo de melancólico. Uno siempre recuerda qué hacia el año anterior por esas fechas, algo que no ocurre –al menos a mí– en otros meses más anodinos como noviembre o marzo. Recordar es comparar. Justo mientras escribo esto, leo por casualidad una frase de Pablo d’Ors en el Libro del silencio: «Lo que pasa siempre es mejor que lo que podría haber pasado». No podría tener más razón.
Porque lo que pasa, al menos es real.
Pero a veces también me gusta el verano. Porque hay piscinas, colchonetas y recomendaciones de libros por todas partes. Y amores de verano de los de antes, de los que daban sentido a los meses de septiembre, octubre. Quien sabe si a todo un año o a toda una vida.
He leído antes un poema de Mary Oliver llamado ‘El día del verano’ que termina así:
Dime, ¿qué más debería haber hecho?
¿No es verdad que todo al final se muere, y tan pronto?
Dime, ¿qué planeas hacer con tu salvaje y preciosa vida?
Así que creo que a Mary Oliver le pasaba como a mí, que tenía lo que los ingleses llaman «mixed feelings» con el verano. Que quizás en esos tres meses de tregua se planteara cosas tan poco de verano como la de ¿qué planeas hacer con tu salvaje y preciosa vida?