Una de las mejores bandas de rock en español, liderada por el lacónico carisma de Andrés Calamaro, fue Los Rodríguez. No tenía la aparatosa necesidad protagónica de Soda Stereo, ni hacían mezclas como Café Tacuba o Los Fabulosos Cadillacs. Si bien hacían uno que otro pequeño coqueteo con los paisajes musicales del Caribe, el «Bob Dylan de Argentina» y su pareja, Ariel Rot, jamás perdieron su compostura rockera.
Los Rodríguez eran un éxito de fines de siglo. Recuerdo que había una muchacha con bikini amarillo que cantaba «Aquí no podemos hacerlo» y otra que bailaba flamenco con tacones frenéticos al ritmo de «Sin documentos». Durante aquellos años, para mí y mis amigos en Lima, Rodríguez sólo era una banda de rock.
Acá Rodríguez tiene diversas connotaciones. No por nada es el apellido más popular de Newyópolis. Es costumbre encontrárselo tanto en las páginas sociales como en las policiales. Circunstancias de todo tipo lo ponen en circulación mediática. Alex Rodríguez, el bateador más caro de los Yankees y amigo íntimo de Madonna, tal vez sea el mejor ejemplo; pero también están el director de Sin City Robert Rodríguez y la actriz de Avatar Michelle Rodríguez.
Sin embargo, el último Rodríguez en aparecer ha sido el más espectacular de todos.
Este hombre vino en un documental llamado Searching for Sugar Man y se llama–sin ningún aditivo: Rodríguez. Es un músico de Detroit, de padres mexicanos, que había permanecido en el olvido desde los años 70s. Su música les hará pensar en Van Morrison y sus letras en Bob Dylan; pero su historia les recordará un cuento de hadas.
A fines de los 60s, el adolescente Sixto Rodríguez se aparecía en los diminutos bares oscuros de su ciudad y presentaba el fruto de su trabajo: canciones sobre marginales, amores difíciles, drogas y sexo. Su imagen misteriosa, sus letras y la voz con que las cantaba, brindaban a su arte un tono poético. Alertado, un cazador de talentos fue a verlo. Lo fichó: Rodríguez tenía suficientes canciones para convertirse en una estrella. Grabó dos discos: Cold Fact en 1970 y Coming from Reality en 1971. Casi no se vendieron discos y todos se olvidaron del brillante futuro del poeta-cantautor. Rodríguez habría desparecido para siempre, si un curioso periodista sudafricano, a fines de los 90s, no hubiera llamado de larga distancia al ex productor de Rodríguez. «¿Cómo murió Rodríguez?» preguntó el periodista. «¿Cómo murió? Rodríguez no está muerto. Vive en Detroit–contestó el productor– y yo conozco su casa.»
Searching for Sugar Man nos lleva hasta los años cuando el apartheid era la ley de Sudáfrica. Nelson Mandela estaba en la cárcel. En ese contexto, algunos de los temas de Sixto Rodríguez, cuyos dos discos habían sido extensamente pirateados y difundidos por las radios sudafricanas, se convirtieron en himnos de la juventud blanca que protestaba contra el apartheid. Para esta generación, Rodríguez –gracias a temas como «Establishment Blues» donde canta: «El sistema pronto colapsará/ merced a una rabiosa tonada juvenil/ y ésa es la concreta y cruda verdad» (This system’s gonna fall soon, to an angry young tune/ And that’s a concrete cold fact )– era uno de los símbolos de sus batallas contra el régimen racista. Sin embargo, quienes se sabían sus canciones de memoria, conocían casi nada de su biografía. La explicación más creíble era un rumor según el cual Rodríguez–al fin y al cabo un producto de los 70s– habría cometido suicidio, disparándose sobre un escenario al final de un concierto. El periodista curioso que llamó a los Estados Unidos, jamás esperó que le dijeran que Rodríguez seguía vivo.
El resto de la historia parece sacado de las páginas de La Cenicienta: Rodríguez –después de su «fracaso» discográfico– trabajó como obrero de construcción y vivió, durante más de 25 años, en una casa en ruinas. Ninguno de sus compañeros sabía de su pasado artístico. Trabajaba semana a semana sin sospechar que lejos de aquella realidad, en otro continente, él era más famoso que Elvis. Los sudafricanos pensaron que era algún tipo de fraude cuando el periodista curioso y un grupo de entusiastas prepararon lo que sería la primera gira sudafricana de Rodríguez. Las hijas de Rodríguez no lo creían cuando la limosina se estacionó al lado del avión para llevarlas a ellas y a su padre hasta la ciudad.
Las grabaciones caseras que incluye Searching for Sugar Man dan fe de los conciertos multitudinarios, con muchachas histéricas coreando los temas y lanzándole los sostenes al músico cincuentón que les sonríe desde el escenario y les da las gracias, como si siempre hubiera sabido que su público sudafricano lo estaría esperando. Rodríguez regresó a Detroit con fotos y reportajes publicados pero nadie podía creerlo. Ni siquiera sus amigos del bar. Uno de ellos, al ver las fotos de una revista donde se ve a Rodríguez cantando frente a miles de personas dice que «pensó que se trataba de Photoshop«. Se ha necesitado este documental, para que los medios de comunicación norteamericanos le presten atención a este músico que hace un mes agotó las entradas del Hammerstein Ballroom de Manhattan y que en este momento recorre Estados Unidos en su primera gira.
En su programa de televisión, David Letterman le manifestó su alegría por el final inesperado de una historia increíble. Rodríguez se sacó el sombrero con enorme humildad y extendió la mano muy respetuoso, como si fuera Letterman, y no él, el invitado de honor.
Rodríguez posee un carisma lacónico como Andrés Calamaro. Sus letras también son historias llenas de imágenes que aparecen con violento cariño. Apenas habla, con mucha suavidad. Gracias a Searching for Sugar Man, la historia del rock de los Estados Unidos –y de la presencia hispana en esta historia– se ha reescrito. Uno y otro crítico repite en las reseñas de sus discos (todos reeditados y a la venta en iTunes) y de sus presentaciones en vivo: «Todos queremos a Rodríguez».
Y ésa es la cruda y hermosa verdad.