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Mientras tantoTodos queremos ser el New Yorker

Todos queremos ser el New Yorker


 

 

Vi el New Yorker por primera vez en el despacho de mi profesor de literatura comparada. Estaba sobre la mesa, al lado de una pila enorme de exámenes sin corregir. La portada era preciosa, en ella un montón de libros dispuestos verticalmente simulaban el skyline de una ciudad. Me quedé embelesada observándola. Es la mejor revista del mundo. Algún día habrá algo así aquí, dijo el profesor.

 

Mi fascinación por el New Yorker empezó entonces. Más adelante, ya terminando la carrera de periodismo, presentamos el proyecto de final de carrera con una revista llamada Sinestesia que pretendía, claro, como no podía ser de otra forma, ser el New Yorker de aquí.

 

Desde entonces he ido constatando que hay una especie de costumbre muy extendida en el periodismo español: todos queremos ser el New Yorker. Nos da igual saber que, de existir aquí, pocos lo comprarían. Eso es secundario.

 

Habitualmente no leo el New Yorker. Es cierto que algunos de los mejores relatos que he leído a lo largo de los años los he sacado de ahí, pero no estoy suscrita y me atrevo a decir, casi con miedo, que muchas veces no acabo los artículos porque son demasiado largos. Lo sé; soy una periodista de pacotilla, pero eso no es nada nuevo. Así que si alguna vez subo a Instagram una foto del New Yorker con un Latte y un muffin que vayan de conjunto con la portada, recordadme que eso se llama postureo y no os dejes el hashtag.

 

A lo que iba. No sé si lo habéis experimentado alguna vez, pero cuando nace un nuevo medio de prensa escrita, entre sus objetivos a menudo está “ser el New Yorker de aquí”. Y esta fascinación responde a algo más profundo que al deseo de alcanzar la excelencia de la revista. En España tenemos un gran complejo de país de segunda y, en consecuencia, queremos ser lo que no somos.

 

A lo largo de estos años he trabajado en multinacionales y he tenido ocasión de comprobar cómo los directivos, en sus habituales viajes al extranjero –pongamos Nueva York o Londres– volvían exultantes con frases que alababan la eficiencia de las oficinas extranjeras en contraposición a las de nuestro país de pandereta. Después de la queja inicial llegaba la fase en la que los jefes trataban de aplicar protocolos inútiles y aparentemente infalibles –que utilizaban fuera– aquí. El resultado: una pérdida de tiempo de seis meses que se resumía en una palabra: fracaso. El problema del niño copión que hay en todas las clases de los colegios es que aprueba los exámenes con éxito pero que suspende cuando se formula la pregunta de otra manera.

 

En Sobre la belleza, de Zadie Smith, la cita inaugural recuerda que «nos negamos a ser el otro». El problema es negarse a serlo mientras, a la vez, se espía por el rabillo del ojo lo que hace el vecino sin pensar que, quien sabe, quizás nosotros podríamos hacerlo mucho mejor.

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