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ArpaTokio, hierro y romanticismo, y volver a Murakami

Tokio, hierro y romanticismo, y volver a Murakami

Ilustración: ELG + MD AI

Caminaba por el bulevar Omotesando, los Campos Elíseos de Tokio, en medio de embajadas y de árboles. Me desvié para conocer la calle Takeshita, donde los jóvenes nerviosos compraban vaqueros y vinilos de rock and roll y las chicas con shorts galácticos parecían personajes de cómics. Seguí por Omotesando y me crucé con la calle Aoyama. Allí tenía su jazz bar el protagonista de Al sur de la frontera, de Haruki Murakami. He vuelto a leer ese libro. Me apasionó como ese hombre reencuentra a su amiga de la infancia a la que admiró a lo lejos durante años y que de repente se convierte en su gran amor trágico y definitivo. Que se ve con él de manera no programada y de pronto en un viaje al sur tiene la intensidad definitiva al borde de la muerte.

También volví a leer Tokio blues. Donde el protagonista que no se conoce bien se debate entre una novia desgarrada que llama a todo por su nombre a bocajarro y una aparición pálida que se consume en un sanatorio de las colinas de Kioto. Y acaba acostándose con una tercera mujer que lo observa todo. Y pensé en Japón con sus rigideces y sus normas de hierro, con sus tradiciones poderosas que ciñen todo comportamiento, su dominio de la sociedad sobre el individuo como aparece en las películas de Yasujiro Ozu. Ese hierro me asustaba y cuando los japoneses hablaban me parecía que estaban siempre cabreados y trataban de asustarse unos a otros.

Pero también me acordé de las películas de Kanji Mizoguchi. La emperatriz Yang Kwei Fei, en que esa amante de un rey de China (a la que se llama irónicamente emperatriz) se ríe de una forma apasionada y cósmica en la noche con el rey antes de que la burocracia todopoderosa del Estado la aniquile. El último crisantemo, donde solo la niñera le dice a un actor famoso lo mal que actúa, y por esa sinceridad el actor se enamora de ella, y luego son amantes contra el criterio de la familia y de todos, y al final cuando por fin consigue el éxito ella misma muriéndose le dice que salga a saludar a sus admiradores mientras ella lo observa y lo ama por la ventana. Y Los amantes crucificados, donde unos amantes afrontan la humillación y la muerte en aras de unas normas sociales inflexibles y todopoderosas.

Para mí Mishima solo es sensacionalismo fascista, con su personaje que quema El pabellón de oro de Kioto porque no sabe amarlo, pero también me acordé de Yasunari Kawabata con su romanticismo delicioso y sutil, en País de nieve un viajero ama fugazmente el reflejo de una mujer en la ventanilla de un tren, en Kioto un hombre ama a una mujer en los rasgos y el recuerdo de otra y a toda la ciudad en su atmósfera, en El albergue de las bellas durmientes un viejo observa cómo unas jóvenes dormidas despliegan su vitalidad leve sin tocarlas sobre unas sábanas en las noches.

En Tokio yo me alojaba en el Central Station Hotel y por la ventana veía el Café de Colombia donde desayunaba. Iba por la Ginza de las empresas poderosos con anuncios alucinógenos y conseguí encontrar un cine en un sexto piso sin saber una palabra de japonés, y vi una película solo por los gestos, un joven amaba a una joven, pero no se atrevía a decírselo y al final se atreve a hacerlo en un ascensor. En la estación de Sinjuku creí ser un microrganismo drogado entre 60 salidas, líneas de cercanías y de larga distancia, varios niveles superpuestos e infinitos pisos, una pantalla de televisión gigantesca, millones de personas lanzadas en todas direcciones. Me metí por Kabuki Cho, el barrio del vicio y la bohemia de pequeñas calles y teatros, y vi montones de bares diminutos dirigidos por una mujer, donde infinidad de clientes tomaban su sake como si fuera una ceremonia o una meditación zen, y no se veía por ninguna parte una palabra en inglés, miraba con los ojos desorbitados y una especie de fascinación, pero nada me invitaba a entrar.

Un día fui en un barco-autobús desde el mercado de pescado Tsujiki al barrio de Asakusa, en el norte. Allí se conservaba el Tokio de hace siglos, la vieja Edo de las estampas. Caminé entre la infinidad de tiendas curiosas, fui al parque del templo de la diosa Kanon y vi vagabundos elegantes apoyados contra los cerezos. Los cuervos graznaban misteriosos entre las espesuras, pero no se parecían al cuervo desesperante de Poe. Y me acordé de la vieja Edo del siglo XVIII donde florecían los comercios y los locales galantes, en un mundo dinámico y cambiante, en que se apreciaba el instante y el disfrute de cada imagen. Cuando surgieron los ukiyo-e o “imágenes del mundo flotante” de los grabados de Hokusai u otros que tanto inspiraron a la Europa de entonces, a Toulouse-Lautrec y al mismo Van Gogh. Entonces estaban en las antípodas del hierro y la rigidez y vivían en la imaginación y el cambio, en la fluidez que en Europa nos enseñó Bergson.

Y me acordé de que los samurai tendrían un código muy estricto e irían cubiertos de hierro, pero también practicaban el zen, que es la forma de religión más libre del mundo y el mayor acercamiento a la naturaleza. De modo que del hierro se pasaba a la levedad y el dejar estar y el romanticismo, lo inamovible se cruzaba con lo existencial. Aquellos grabadores en sus locales reverberantes de Asakusa fueron la primera forma del existencialismo (que es una derivación del romanticismo) y se anticiparon al Saint Germain des Pres de Boris Vian o Juliette Greco o a la pasión por el instante de Buenos días, tristeza, de Françoise Sagan.

Mucha gente cree que en Japón no hay más que hoteles cápsula. Y que todo es hormigón y no hay naturaleza por ninguna parte. Solo tienen que ver las colinas orientales o los riachuelos por todas partes de Kioto. Y que están muy occidentalizados porque tienen tecnología (como si fuera patrimonio de Occidente), aunque ellos saben conjugarla con la naturaleza y la sensibilidad. Los tópicos sobre los países dan la medida de la ignorancia que empobrecen el mundo entero con un simplismo desolador. Pero en Tokio yo veía de todo como en las novelas fascinantes de Haruki Murakami.

He vuelto a leerlas y capté cómo los personajes se buscan a sí mismos en desconciertos existenciales. Y se dejan llevar desde el hierro al romanticismo que tiene toda vida de verdad que no puede ser programada y conserva su fondo de pasión y misterio. Igual que en Tokio tienen el hierro de las estaciones de tren (qué vértigo cuando yo iba en el tren, pero al mismo tiempo qué delicadeza cuando iba entrando en las colinas orientales de Kioto o cuando llegaba entre los ciervos a Nara), pero al mismo tiempo tienen los cerezos y nunca los someterán a programas. Y tampoco las piedras colocadas casualmente en los jardines zen de los monasterios. Y tienen su sociedad todopoderosa con sus tradiciones, pero también tienen a sus individuos creadores que escuchan jazz, o que como el diseñador de kimonos de Kawabata se inspiran libremente en las abstracciones líricas (y en el romanticismo reminiscente) de Paul Klee.

El autor en Asakusa, Tokio

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