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Tomando forma: la abstracción en el arte árabe entre 1950 y 1980, a juicio en la Grey Art Gallery de la Universidad de Nueva York

Los occidentales suelen suponer enseguida que el desarrollo de la abstracción se ha limitado geográficamente a su parte del mundo, pero esto es un error, como muy bien señala la exposición Taking Shape (Tomando forma). No hay ninguna razón inherente por la que debamos constreñir el desarrollo de un estilo tan imparcial a una región o área. Además, que muchos de los artistas de la muestra viajaran y estudiaran fuera de sus países de origen o visitaran exposiciones internacionales, aprendiendo a mantener una creatividad que era esencialmente de público conocimiento, indica que los atributos particulares de un estilo –en especial de uno tan amplio como la abstracción– forman parte de una propiedad común: las palabras viajan muy rápido cuando las innovaciones son tan emocionantes como en el periodo evocado por esta exposición. A decir verdad, el mejor tercio de Taking Shape es tan logrado y original como cualquier arte abstracto realizado durante este periodo. Por lo tanto, nos encontramos con un conjunto de obras cuya inteligencia e ímpetu están a la altura de los progresos alcanzados en lugares como París y Nueva York. La exposición sugiere una pregunta mayor: ¿cómo damos sentido a una manera de pintar que viaja tan fácilmente entre culturas y en tan poco tiempo? Se puede aducir que el propio éxito de la abstracción es, en algunos aspectos, señal de una cierta superficialidad; las duplicaciones rápidas e incluso simplistas de un estilo se pueden considerar problemáticas, aunque también deberían ser demostrativas de la magnitud y amplitud de un modo de trabajo que aún hoy se lleva a cabo con éxito, dos generaciones después del periodo en que se concentra la exposición. Pero esta es una pregunta teórica, que uno puede explicar, más que responder. Es cierto que las muy diversas y excelentes pinturas de la muestra abogan por un momento que, en su época, llevó incluso a los moderadamente inspirados a una auténtica excepcionalidad, como ocurrió a principios del siglo XX con el cubismo.

Sin embargo, los problemas persisten. El último periodo que abarca esta exposición –la década de 1980– no queda muy lejos de nuestra vida actual. El arte abstracto ha avanzado, pero solo un poco, de modo que los cambios parecen relacionados con lo que vemos en Taking Shape. Esto probablemente significa que el arte no objetivo está aquí para quedarse, a través del tiempo y entre culturas radicalmente distintas. La internacionalización de un estilo particular no carece de problemas, puesto que es una ruptura brusca con la tradición de la cultura que practica la abstracción contemporánea. Al mismo tiempo, esto tiene sentido: ¿cómo podemos no consolidar los intereses a la luz de la capacidad que tenemos hoy de acceder a cualquier imagen de cualquier época, a través de internet? Curiosamente, las diferencias en la abstracción entre los distintos lugares son leves, pero reales: el arte del mundo árabe no es exactamente como las obras de otras partes. Pero, por supuesto, las diferencias son menores y no llegan a desafiar el Gestalt general del estilo. Aun así, el pequeño respiro que dentro del campo de la pintura abstracta permiten esas diferencias culturales deja claro que el género sobrevive entre distintas personas y regiones gracias a unas variaciones que son humanas, que se pueden rastrear hasta los límites de lo que podemos o no hacer. Un estilo no es tanto una plantilla como una casa con muchas habitaciones donde se llevan a cabo actividades interrelacionadas. De modo que la ligera variación en la expresividad que encontramos en mucho arte de tendencias similares es una consecuencia de la diferencia intrínsecamente humana y un reconocimiento de que el arte solo puede sobrevivir –y ser exitoso– si cambia, por poco que sea, las reglas del juego.

El tercio más logrado de las obras incluidas en Taking Shape sirve de ejemplo de lo excelente que puede ser un estilo de cualquier arte del mismo tipo que se encuentre en otras culturas. Esto es una señal de que, ya incluso a mediados del siglo pasado, los artistas árabes se estaban tomando en serio la ubicuidad del estilo expresionista de forma que los identificaban significativamente con sus colegas estadounidenses. Todos los elementos del gran estilo expresionista abstracto están ahí, en ejemplos desde lugares donde la mayoría no sabíamos que se estaba creando dicho arte. Esto hace patente que, muy seguramente desde el modernismo, el rastro del arte ha sido internacional, y que personas de todo el mundo estaban elaborando tipos similares de imágenes al mismo tiempo. No ha lugar en este artículo hablar sobre la forma de lograr esto, pero da la impresión de que los artistas árabes viajaban para ver las exposiciones, además de leer revistas de arte y estudiar en lugares donde la abstracción lírica ya estaba muy avanzada. Ninguna imagen puede mantener ya una autonomía perfecta, puesto que suele ser tomada prestada (¡o robada!) de inmediato en la comunidad de internet. Pero la apropiación fue claramente una pieza clave en la transmisión de una manera de pintar que, durante varias décadas, parece haber sido dominante en todo el mundo. De hecho, a juzgar por la exposición, hay poco en el arte que se pueda interpretar como específicamente árabe; lo que está presente es un diálogo con obras de arte similares realizadas en geografías lejanas. Se puede cuestionar si ese internacionalismo es útil. Este escritor, al menos, quiere que la historia del arte de diferentes culturas siga siendo autónoma y viviendo dentro del arte actual que se realice en un lugar concreto. Pero este es un idealismo improbable, y especialmente ahora, a la luz de las inmediateces de la comunicación –internet, las redes sociales– presentes en la mayoría de los hogares de todas partes.

Aun así, la práctica global de un estilo no significa que sus ejemplos sean popularmente conocidos en lugares alejados de los centros de cultura imperiales de Occidente. Ni tampoco que el arte refleje las especifidades culturales de lugares como Estados Unidos, donde se originó la abstracción lírica. Debemos recordar las turbulencias históricas del mundo árabe durante este periodo, enumeradas en los materiales de prensa: “La descolonización, el auge y la caída del nacionalismo árabe, el socialismo, la rápida industrialización, las guerras, la inmigración masiva y el boom del petróleo”. Cualquiera de estas transformaciones habría afectado fácilmente a la intelectualidad de los países representados en esta exposición, pero, dada la avalancha de cambios en el mismo periodo, solo podemos admirar la presencia y curiosidad constantes de estos artistas. Un cierto cambio puede afectar positivamente al panorama cultural, pero demasiado cambio puede devolver la cultura a las manos de los políticamente poderosos, cuyos gustos rara vez son liberales y casi nunca revolucionarios. Puede haber otras razones por las que el arte abstracto alcanzase un nivel tan logrado en la región árabe; la cultura árabe, en especial el diseño y la arquitectura, ha gozado de una calidad extraordinaria durante siglos. Tal vez la transformación del histórico impulso árabe hacia un idioma contemporáneo fue un resultado inevitable de todos los cambios sociales que rodeaban a los artistas en la época. Cualesquiera que hayan sido las razones, resultaron en logros notables a manos de personas altamente sofisticadas –mujeres y hombres– que hicieron un maravilloso uso de los elementos visuales que atendían al espíritu de la época.

Analicemos las obras en sí. Una de las más conseguidas de la muestra es el cuadro Otoño en el valle de Yosemite (1963-1964), de Etel Adnan, que ahora tiene noventa años y vive en California. Nacida en Beirut, estudió en escuelas francesas allí, más tarde hizo Filosofía en la Sorbona de París y después asistió a una escuela de posgrado en Berkeley. El cuadro, con su referencia al valle de Yosemite, en el centro de California, es una bella abstracción de cuadrados y rectángulos en una amplia gama de colores: rojo, verde, dorado y negro. Los colores casi se superponen, pero tal vez el mérito de la pintura resida en su fidelidad a los tonos del otoño, en vez de su construcción abstracta. El espíritu de la estación está vivo en la pintura, si no en sus verdaderas formas. Aunque es una pintura no objetiva, difícilmente podría haber funcionado de no ser por su fidelidad a los colores del otoño, una percepción figurativa, y no abstracta. En contraste, la completa no objetividad de la pintura esquemática de Samia Halaby, Cubo blanco en cubo marrón (1969), es tan simple como describe el título: un cuadrado blanco ocupa el centro del cuadro, enmarcado por la representación parcial de un cubo marrón mayor, con bandas que rodean la imagen central. Halaby, considerada una de las mejores artistas femeninas árabes en activo, vive en Estados Unidos desde 1951, pero no ha dejado de participar durante décadas en los movimientos modernistas y contemporáneos árabes. Lo ha hecho muy bien, y su actual trabajo equivale a un manifiesto sobre cómo mantener el impulso modernista y el interés de la pintura árabe.

El pintor egipcio Omar El-Nagdi, que murió el año pasado, era colorista, pero la pintura expuesta en esta muestra es mucho más limitada en sus tonos; parece un resumen de miles de marcas caligráficas árabes, donde una forma parecida a una estaca, con un extremo estrechado, se repite muchas veces en negro sobre un fondo tostado. La figuración general del grupo de formas es ovular, ligeramente redondeada, pero las formas individuales que componen la Gestalt hacen que la pieza sea visualmente asertiva, hasta el punto de resultar agresiva. La cultura árabe no ha hecho incursiones en la imaginación estadounidense de la misma manera que el arte del Este asiático, en particular el de China, pero eso no tiene mucha importancia: la caligrafía árabe está igualmente consolidada y lograda, como sus expresiones similares en el Lejano Oriente. Esto plantea algo interesante respecto a su lectura: ¿Cuán precisa puede ser nuestra interpretación del arte de El-Nagdi si esta se limita por la distancia y la omisión del conocimiento? El descuido no es del todo atribuible a Occidente; es intrínsecamente difícil dominar las formas y los temas de una cultura distinta y alejada de la propia. En el cuadro Ciudad II (1968), de Huguette Caland, vemos una serie de líneas ligeramente curvas que definen lo que podríamos percibir como formas mayormente rectilíneas en azul, gris, blanquecino y negro. Parecen respaldarse entre sí y superponerse levemente, sugiriendo edificios en pie ubicados unos al lado de otros en un entorno urbano. A menudo se dice que no hay figuración ni abstracción puras en ningún cuadro, por lo que esta pintura parece fusionar ambas maneras de trabajar.

Mohamed Melehi, de Marruecos, pasó diez años (desde 1955 hasta 1964) viajando por Occidente y estudiando en las principales ciudades de España, Francia, Italia y Estados Unidos. Sus esfuerzos dieron como resultado un estilo inmediatamente identificable, a base de “ondas”, donde los patrones abstractos ondulantes, muy coloridos, se pintaron por razones autónomas. Su contribución aquí, sin título y de 1970, es la imagen de una cruz ligeramente inclinada, no religiosa, y centrada por una fina línea curva. Las imágenes dividen el fondo en cuatro espacios, coloreados de rojo o azul. En esencia, e incluso de forma intrínseca, es una imagen alegre, en la que, sin embargo, los colores ligeramente oscuros establecen una agradable armonía de tonos. Uno siente cierto alborozo ante esta y otras muchas de las obras de los artistas de la muestra; no encontramos tanta exhibición de la melancolía que caracteriza a bastante arte estadounidense del mismo periodo. ¿Pueden las cualidades emocionales considerarse obligadas, e incluso dominantes, en una cultura particular? Es muy difícil decirlo, y exige un tipo de especulación que inevitablemente cae en la generalización, a menudo prejuiciada. Así que, a pesar de los instintos del espectador o escritor que atisba la cultura oculta en la obra que ve, seguramente lo mejor sea acomodar la imagen tal como es, mediante una lectura atenta, en vez de un torpe esfuerzo de adscribir lo que vemos a las cualidades generalizadas de una cultura particular. Hay un problema en pensar demasiado, en ver en la superficie de una pintura decididamente abstracta, como la de Melehi, una mayor complejidad de la que tiene, cuando, al fin y al cabo, transmite la fuerte sensación de que solo hace referencia a sí misma.

El pintor de origen libanés Nabil Nahas obtuvo su título de Bellas Artes en Yale a principios de los años setenta y ha desarrollado su larga carrera en Nueva York, la única verdadera ciudad del arte de Estados Unidos. Su obra de 1983, no titulada –¿por qué hay tantos cuadros sin título en esta exposición?– parece una pariente cercana del arte de Jackson Pollock o Clyfford Still, e incluso de las pinturas por goteo de la artista neoyorquina Pat Steir: verticales largas y estrechas de pintura que caen en cascada sobre el fondo negro. Es una pintura lírica de una belleza considerable, pero tal vez ligeramente anacrónica, creada dos generaciones después del apogeo del movimiento del que Pollock y Still eran miembros muy destacados. ¿Es esta obra una repetición académica del pasado? Dada su producción relativamente reciente, ¿cómo interioriza el público de Naha sus valores visuales y su estructura? Por repetir una cuestión ya señalada en esta crítica: el significado del expresionismo abstracto puede ser irrelevante, al haber sido elaborado y reelaborado hasta la náusea y haber perdido interés. Como el impresionismo, es un estilo tan intrínsecamente atractivo que es difícil determinar el peso actual de la obra que vemos. Al mirar otras pinturas de Nahas, la descrita parece un poco una anomalía, y quizá haya sido elegida para denotar que el estilo pictórico de esta muestra está en realidad muy relacionada con la postura estadounidense. Este podría ser el caso, pero la inclusión de la obra no le hace justicia del todo a un artista cuyo arte es más independiente –a pesar de haber estudiado en Yale y vivir en Nueva York– de lo que experimentamos aquí.

Taking Shape es principalmente una exposición de pintura, y las escasas esculturas incluidas no están a la altura del logro del arte bidimensional. Mohamed Chebas, de Marruecos, presenta una composición en bajorrelieve, realizada alrededor de 1970, que consiste en patrones abstractos cortados en un panel de madera marrón claro: una serie de líneas onduladas sesgadas hacia arriba se elevan sobre una forma octogonal con una fina banda rematada por un círculo en el medio de la forma geométrica. Es esquemática y agradable, pero carece de la profunda calidad emotiva de buena parte de las obras que se ven aquí. La otra escultura de madera que se mencionará es Interforma (1960), realizada por Saloua Raouda Chocair, del Líbano. Con solo 2,5 centímetros de profundidad, la obra tiene forma de paleta, redondeada en la parte superior y plana en la inferior. Consiste en seis ventanas –o aperturas– que atraen al espectador: tres aperturas redondeadas en la parte superior y tres rectangulares bajo ellas (tanto arriba como abajo, las aperturas están dispuestas de forma asimétrica). Esta obra se mueve más en la dirección de la auténtica escultura que la pieza de Chebas, pero también parece una impresión del arte de otras personas, en vez de una declaración independiente. Recordemos que el expresionismo abstracto, tal como lo bosquejaron sus creadores estadounidenses, se conformó principalmente con pintores, en vez de escultores; David Smith, el gran artista tridimensional del periodo, era un formalista cuya austeridad lo alejó hacia la dirección del clasicismo.

En resumen, esta excelente exposición, aunque es resueltamente visual, también contribuye a un diálogo social y político en curso, donde se está demostrando decisivamente que movimientos como la abstracción lírica o, más recientemente, el arte conceptual, tuvieron un impulso internacional y no se circunscribieron a una sola ciudad, como Nueva York. Ya no podemos cuestionar este punto de vista. Taking Shape deja muy claro que los artistas árabes incluidos en esta muestra eran proveedores culturales del más alto nivel, y que la calidad de su obra era fruto de la educación (a menudo en el extranjero), la interiorización de valores que pudieron parecer, al principio, extranjeros, y una curiosidad continua que el mundo del arte de Nueva York, entonces como ahora, no siempre comparte. En mi ciudad, hablamos mucho de boquilla sobre la diversidad, pero solemos relegar a los márgenes a los artistas de origen extranjero. No es el caso en la exposición de la Grey Art Gallery. Es de suma importancia que se nos presenten puntos de vista diferentes, quizá especialmente en Nueva York, donde nuestros intereses en la otredad tienden a ser superficiales. Samia Halaby, Nabil Nahas y otros pintores árabes siguen en Nueva York, nutridos, pero no siempre reconocidos, por las facciones progresistas del mundo del arte. En sus actuales circunstancias, el mundo del arte de Nueva York se está expandiendo de manera más amplia y profunda hacia áreas de crecimiento donde el origen de una persona, o su nacionalidad concreta, ni se olvida ni se rechaza. Podemos decir que Taking Shape se esfuerza mucho en disipar la noción de que el centrismo de Nueva York es la vara de medir de la abstracción lírica, un arte muy rápidamente adoptado por los maravillosos pintores y escultores, por lo general de geografías muy alejadas, presentes aquí.

 

Traducción: Verónica Puertollano

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