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ArpaPoesíaTommaso Landolfi: Cancroregina

Tommaso Landolfi: Cancroregina

 

 

 

Cancroregina.
(fragmentos del diario de a bordo)

 

… 23 de marzo de 19…

Estos aparejos retorcidos o lustrosos, estos botones, estas llaves, estas palancas, estos complicados sistemas, racimos, haces, marañas de elementos de acero, de vidrio y vaya uno a saber de qué otra cosa; estos cuadros estas transmisiones estas distribuciones estas señales luminosas estos indicadores estos cuadrantes; estas articulaciones, estos ensambles y junturas; en una palabra, toda esta maquinaria infernal brilla cruel frente a mí, reconocible en sus más diminutas piezas por la luz blanca, espectral, que aún despierta pequeñas y vagas sombras azulinas, parecidas a las breves sombras de mediodía estival que, con un engaño similar, hablan de reposo, de esperanza, en aquel otro mundo tanto más vasto e igualmente estrecho… Oigo el habitual, ininterrumpido zumbido agudo, sibilante, que sólo por momentos sale del tono fino para superar el poder de percepción de mi oído y para perderse en una inaprensible, muda vibración sonora.

La Tierra está debajo de mí siempre más o menos en la misma actitud, con la misma mueca quiero decir, delineada en su rostro por el continente en el que nací, Europa; mueca del paso de las nubes, incesantemente velada y develada, en ocasiones alterada, contraída, pero en sustancia la misma, así como es constante la expresión general de un rostro humano presa de sus emociones. ¡Oh!, ¿no podría al menos estar condenado a contemplar una parte de esa Tierra que fuera desconocida para mí, y menos odiada?

Sobre mí, la Luna, la romántica Luna… que nunca inspiró tanto horror con su cara absorbente, hipnótica, blanca y negra, con sus desaforados remolinos de piedra calcinada.

El cadáver del muerto me persigue implacable.

Y bien, ahora que todo aquello que podía suceder ha sucedido de golpe, siento la necesidad de contar esta historia, de contarla desde el principio. ¿A quién, y por qué? ¿Para justificarme quizás? ¿Y de qué? ¿A quién, digo, debería enviar este mensaje? E incluso en el supuesto caso de que llegara a los hombres, ¿qué utilidad podrían obtener de él?

No lo sé, no me importa saberlo. Tal vez porque deberé fingir que tengo un lector estaré menos solo, y con eso basta. Tal vez estaré más solo, y será mejor aún: eso acelerará el inevitable fin, esto me dará el coraje de…

 

30 de marzo

Y bien, ya he narrado esta historia. ¿Por qué, vuelvo a repetir, y a quién? Si incluso un día cayéramos en la Tierra, ella y yo, ¿quién podría encontrar vestigios de nosotros o de este manuscrito? ¿Acaso no quedaríamos tal vez deshechos y, antes de llegar, no nos desintegraríamos en infinitas partículas? ¿Quizás he engañado la angustia, el terror, el remordimiento, el aburrimiento, el frío gélido, el vacío de dentro y de fuera, en fin, la desesperación? Ni por asomo. Sin embargo, he pasado casi una semana de esta eternidad que es mi vida. Más bien poco, para la eternidad. Pero le he tomado el gusto y quiero seguir: ¿quizás aunque siga eternamente tampoco pase la eternidad…? Por otra parte, ¿qué más me queda para decir?

Retomemos de todos modos la situación.

“Te escribo desde la celdilla de miel de una esfera lanzada al espacio…”. Pues, sí: justamente así. Sólo que no sé qué entendía el poeta por celdilla de miel, pero es cierto que yo al menos debería cambiar la eme por una hache. Ya han transcurrido meses (milenios) desde la muerte, desde el asesinato de Filano. Estoy solo aquí dentro, estoy solo y sin esperanzas, casi como antes de comenzar este loco vuelo; y sin embargo peor que al inicio, como tal vez iré diciendo. Solo, solo conmigo mismo y en mí mismo, en el vientre de esta ya odiada y burlona enemiga, cuyo curso no podré modificar, ni tener la menor esperanza al respecto.

¡Cuántos intentos he hecho desde entonces para arrancarla de su obstinada decisión, para ir reconduciéndola poco a poco hacia la Tierra, para llevarla tal vez a posarse en la Luna, en fin, para que este inmutable proceder, este girar sin salida, cese! Y todo en vano. Ya he dicho que no sabía nada de ella ni de sus órganos; y cuando me quedé solo me entre- gué de lleno a tratar de entender algo, sin resultados. Metódica y sistemáticamente, con dolorosa paciencia cada día renovada, por larguísimo tiempo toqué, acaricié, probé, moví cada interruptor, cada palanca, cada botón, experimentando las más variadas combinaciones, de los más diversos modos, coordinando o subordinando los movimientos. Y nada: no ha querido volver a su rumbo original de ninguna manera. Todo cuanto obtuve de ella fueron feroces y amenazantes quejidos, estertores, aullidos, reventones, bamboleos, desequilibrios; y entonces he debido desistir, ya que insistir habría significado arrancarla de su estabilidad, cualquiera que esta sea, y de todo curso posible, para precipitarla, precipitarnos inevitablemente en el más vano abismo. Y todo cuanto sé hacer es alimentarla para su fuga inútil y sin fin. Sin embargo, recuerdo muy bien que él, que Filano entonces no hizo más que girar un interruptor y mover una palanca; al haber vuelto a girar yo ese interruptor y reubicado la palanca, ¿no debió cada cosa volver a su lugar? Lo mismo da, y hace tiempo renuncié a mis intentos, me resigné, si es que tal expresión tiene aquí algún sentido. De la radio no hablo: esforzándo me por penetrar en su funcionamiento, la rompí de entrada. Además, ¿qué podría haber esperado de una comunicación con mis semejantes?

Y pensar que todo lo necesario para ponerme a salvo está aquí, aquí dentro y al alcance de la mano, pero es como si no estuviera, no sé sacarle provecho.
Las provisiones eran para dos o tres años, pero si fuéramos dos. Por el contrario, estoy solo, y por otra parte ya casi no como, es decir, no ingiero píldoras. Por lo que tal vez alcancen para siempre, para toda mi vida sin final.
Solo y sin esperanzas. Mas ¿cómo se puede vivir así sin nada, sin siquiera una lejana esperanza? Es cierto y, en realidad, una cosa sí espero: espero el coraje para morir.

¿No era yo aquel cuyo supremo voto era dejar el mundo? ¿Aquel a quien cualquier cosa le parecía preferible a vivir en él? No obstante, extraño es decirlo, desde que lo he dejado, desde aquella otra época, de veras ya no lo aborrezco, sino que más bien… Pero ¿por qué he escrito extraño es decirlo? ¿Qué puede haber de extraño en reconocer el bien después de haberlo perdido, o reconocer, en lo que se creía el peor de todos los males, el mal menor, precisamente cuando se ha pasado de un estado abyecto a otro más abyecto aún? Antes bien, este hecho debería parecer natural. Y quizá lo sea, pero no es mi caso. No se trata, para ser sincero, de que añore el mundo o lo desee al menos como el mal menor; no lo añoro ni lo deseo en absoluto. Pero sí amo la vida misma, que antes ni siquiera había sido capaz de considerar tolerable; sí, la amo, quizá comencé a amarla (ya sea esta una ley del corazón o un gesto anárquico y personal) cuando mi propia vida comenzaba a volverse desesperada, y cuanto más desesperada se hacía, tanto más la amaba. Así que ahora la amo por sobre todas las cosas. Entonces, si digo que quiero morir, interpreto que quiero querer.

¿Qué hay de contradictorio en esto? ¿No se puede, por ejemplo, amar con locura a una mujer y, al mismo tiempo, reconocer que es imposible toda o cualquier relación con ella, aunque sea sólo una relación con uno mismo, que no la involucre? ¿Y qué se hace entonces, se la odia tal vez? Al contrario, se desea no amarla, que es el modo más apasionado de amar, y sin embargo la relación continúa siendo imposible, literalmente imposible; pero tal vez esto es justo lo que nos gusta, y tal vez la amamos a ella misma en virtud de esta condición. A fin de cuentas, ¿no se ama también lo que se rechaza, o no se rechaza lo que se ama? ¿Y por qué entonces, de nuevo, he hablado antes de coraje? Y bien, quiero decirlo todo hasta el final (¡sólo me faltaría mentirme a mí mismo, siendo que mi lector es imaginario!): también tengo miedo. Bah, miedo físico de la muerte, pero miedo asimismo del después. Y, de hecho, si de un mal extremo he caído en otro más extremo, ¿no es igualmente probable que de este caiga en uno más extremo aún? Ya que es bastante notorio que la dirección de todo este asunto está indicada con claridad: esto es, que a lo largo del tiempo no me vengo moviendo, digo, considerando mi vida entera desde su comienzo, hacia el bien o, al menos, hacia un alivio de la pena, sino decididamente hacia lo malo e incluso hacia lo peor. Para ser más exacto, si me encontraba en una vida imposible, ahora me encuentro, en este estado intermedio entre la vida y la muerte que es mi estado actual, en otra aún más imposible; y si me tiene sin cuidado… Poco importa, y nada resolvería, que me dispusiera a amar con tanto más amor el tercer estado, el imposibilísimo.

 

 

 

 

 

 

6 de abril

¡Morir! ¿Cómo se muere? Hoy me desperté de mi breve sueño con la siguiente frase en los labios, cuyo sentido, por otra parte, se me escapa:
Se nace y se muere de la misma matriz.

¿Qué puede significar? ¿Apunta tal vez al ciego sufrimiento del morir, o a una identidad oculta entre estos dos supremos acontecimientos? Imagino que signifique sobre todo que para morir es necesario encontrar el modo, el pasadizo, sin duda; como en el fondo es necesario para hacer cualquier otra cosa (¿pero la muerte es un hacer o un padecer? Dios mío, según sea el caso). ¡Bella explicación, de cualquier modo…! ¡Oh, qué gran confusión tengo en la cabeza! Ya no entiendo nada acerca de mí ni acerca del… por cierto no puedo decir del mundo: de mí y de todo lo demás.

Y ayer me desperté con esta otra frase:
Si del sueño salimos tan reparados, ¿con cuántas y con qué renovadas fuerzas no saldremos de la muerte?

¿O esta, qué significa? ¿Qué relación guarda con la anterior? ¡Qué sé yo! Sin embargo, sólo para intentar dominar mi confusión mental, así, por frío ejercicio (pero no es verdad: por otra razón, sí, porque estas querrían ser palabras de esperanza), he elucubrado y conjeturado por largo tiempo, ignoro si sobre dichas frases, o al margen o independientemente de ellas.

Si del sueño salimos… etcétera. El concepto y la similitud no son por cierto peregrinos, pero al forzar más allá esta última, puede llegarse a datos que, diría, son de orden científico. Cuando, en otros términos, se afirma que el sueño prefigura la muerte o, al contrario, como en todas las doctrinas religiosas, que la muerte no es otra cosa que un sueño, tal imagen tiene sólo un valor poético, representativo, es decir, se refiere sólo a la esfera más exclusiva, a la actividad más opinable y menos definible, del hombre. En cambio, si se la transfiriera al campo mismo de la fisiología, como es natural según la amplia idea que de esta ciencia se han formado el filósofo y el poeta; si, en suma, se considera la muerte no ya en sentido figurado sino en el propio, como el reposo nocturno tras la jornada en la Tierra, inducido por el cansancio, hecho necesario por la propia necesidad de restablecer en una sola nuestras energías físicas y espirituales; estos son aproximadamente los resultados que pueden obtenerse:

Si calculamos en setenta años, es decir, unos veinticinco mil días en números redondos, la duración media de la vida humana, se tendría, por aquello que mejor amerite tal nombre, un valor de un millón setecientos cincuenta mil años. ¿Pero esta misma vida millonenaria no debería considerarse como un día de una vida más vasta? Y esta vida debería valorarse en cuarenta y tres mil setecientos cincuenta millones de años. Y así, si no hasta el infinito, al menos hasta lo indefinido. De manera recíproca (dado que la simetría, dimensión en realidad del todo arbitraria, parece ser la necesidad primera y casi el punto de honor de nuestras hipótesis), podría contarse, por el camino inverso, en nuestras veinticuatro horas un número indefinido de muertes, precedidas a su vez de vidas contraídas en el tiempo pero no por eso menos completas, o de ciclos de vidas uno dentro del otro; muertes o sueños, esos reposos, esos abandonos prolongados o breves de la conciencia de los que obtienen fuerza para vivir nuestro espíritu, como he dicho, y nuestro cuerpo. Sería pues bello imaginar que de principio a fin —me refiero a estas pequeñas jornadas o días y a estas eras, a todas estas unidades personales del hombre— cada una le hará dar un paso adelante en la vía hacia una perfección superior y que a ella todas concurrirán, componiendo de ese modo su vida perfecta, relevante y moralmente apreciable, sólo cuando se haya completado…

Y patatín patatán, ¿para qué continuar? ¡Al diablo con esta perorata! Hermoso pasatiempo, doy fe, la anterior especulación, que ha terminado por confundirme la cabeza, consuelo tal vez para los otros, para los de allí debajo, ¡pero no para mí, sin duda! En esencia, de ella se concluye que la vida humana es prácticamente eterna, que cuando se muere en realidad se hace todo lo contrario que morir, etcétera, etcétera. Ah, por Dios, de veras que no está mal como resultado. Todo lo que puedo deducir de ello es, si se quiere, que la muerte, o sea, el traspaso mismo, no es doloroso; poco. Ya, porque me he entregado a estas meditaciones con un propósito preciso: hacer que se me pase el terror, no tanto de la muerte en sí, como ya antes lo advertí, sino del post mortem. ¡Y en cambio! Estará bien, por ejemplo, que toda esa eterna vida concurra en la perfección y sea incluso superior, pero ¿perfección en qué? Ese es el punto. Yo, en verdad, no puedo no pensar que, en lo que a mí concierne, alcanzaría, alcanzaré al fin de los tiempos la perfección, sí, pero será perfección en el dolor, en la angustia, en el tedio.

Allí debajo, sobre mi continente natal, cae la noche. Allí debajo hay noche, la que hace meses no experimento. También hay atardecer, con sus gradaciones, con sus delicados y ricos pasajes, con sus miles de colores difuminándose uno en el otro; y no sólo este blanco y este negro, los dos colores del horror. Y hay una brisa tibia que reaviva la hierba y las flores del campo, las copas de los árboles, que encrespa la superficie del agua. Hay animales que toman el camino hacia la cálida guarida o el nido, hay… Hay también uno, un hombre como tantos (¡mi semejante!), que se dirige a su casa, después de un día de trabajo, y en su casa lo esperan su compañera, sus hijos y, ¿por qué no?, la conocida sopa humeante sobre la mesa… Y hay, hay… ¡cuántas cosas hay! Eh, eh, ¿pero antes no había jurado y perjurado que no añoraba el mundo en absoluto? Y justamente por tener que añorarlo, ¿debería añorar las cosas que más despreciaba? Los hombres pueden ser amigos entre ellos, se reúnen en familia, en sociedad; los hombres confraternizan, se casan, tienen hijos: he aquí lo que antes me daba más rabia y náuseas, lo que más me negaba a admitir y a hacer.

 

 

 

11 de abril

Decía, en mis escasos momentos de sinceridad:
Amo la vida más que a cada uno de sus máximos dones y más que a todos ellos juntos, ¡más que el honor, que la gloria, que el poder, que el genio creador, que la bondad, que el oro, que la libertad, que la luz, que el vino, que el juego! (Pero ahora advierto: ¿por qué en esta enumeratio no se mencionaban el amor y las mujeres? Hay una razón). Príveseme de todo esto, como se me ha privado, y de todo lo demás que la hace divinamente bella; ciéguense mis ojos, mutílense los miembros de mi cuerpo, concédaseme apenas respirar acurrucado en la penumbra, oyendo por siempre a la entrada de mi guarida los pasos de un enemigo mortal; pero que me sea dada la vida, y, sin protestar, sino por el contrario, con gratitud, aceptaré el legado.

Peste, lepra, cólera, vergüenza no me asustan: ¡con tal que no me quiten la vida! Si tuviera que mendigarle mi vida al más vil y abyecto enemigo por el precio de la más abyecta vileza, con una sonrisa hincaría las rodillas en el barro con la cabeza ante él, aunque fuera el último hombre sobre la Tierra.

¿Es verdad esto? Sí y no. Porque, en cualquier caso, entonces yo hablaba de la vida, no de esta media muerte, de esto que, sin embargo, no es vida. Pero veamos, ¿qué le falta a esto después de todo para ser vida? Digo, un hombre condenado a que su existencia entera transcurra en una dura cárcel, pongamos, la Máscara de Hierro, ¿sería infeliz como yo? No lo sé, pero creo que no. No, puesto que él viviría todavía en la Tierra, rodeado por sus semejantes si bien separado de ellos, e incluso en tal situación podría encontrar la paz del corazón; sí, incluso en esa desgraciadísima situación. Oh, he aquí el punto: la paz del corazón. ¿Por qué maldito, por qué diabólico motivo no puedo encontrarla? Y… tal vez precisamente por un motivo diabólico. ¿No podría, por ejemplo, resignarme a mi estado, cualquiera que este sea, y trabajar y esperar sereno la muerte, la muerte por causas naturales? Mi trabajo podría ser literario, y como siempre lo he soñado: un continuo, tranquilo y coherente trabajo en absoluta tranquilidad. ¿Dónde, entonces, encontraría una ocasión mejor? Tengo abundantes recuerdos, y aquí dentro sin duda podría emplear un tiempo flauber tiano escribiendo mis obras. Si después estas fueran

destruidas, si no tuvieran lectores, ¿qué importa? Un grande ya puso en claro que una obra de arte no necesita de una historia, ¿y no solía decir yo, con más o menos acierto, que la literatura comienza donde termina la literatura? ¿Dónde, repito, una ocasión mejor? De esta segunda literatura aquí dentro no se hablaría, por Dios… ¡Pero sí, trabajar! ¿Y cómo se puede trabajar tan desarraigado? Dios mío, ¿sería entonces cierto que la paz del corazón sólo puede hallarse en el mundo y entre los propios semejantes? Sin embargo, insisto: ¿acaso era mi culpa ser como era? Está bien dicho hallarse entre los propios semejantes, pero ¿si uno no tiene semejantes? Pero todos, dice, tienen semejantes. De cualquier manera, ahora es manifiestamente inútil divagar sobre este problema… ¿O habré errado del todo desde el comienzo? Sin duda, ni aquí ni allá se puede vivir con aquel con quien vivía y vivo: ¿no habría debido, no deberé por ventura darle otro giro, otro sentido a mi vida? ¿No hay algo que pueda iluminar esa vida, esta, la muerte y todo lo demás? Tendería a creer que sí, y bastaría con nombrarlo, bastaría con que encontrara la palabra para designarlo, pero no la encuentro. ¿O acaso no quiero pronunciarla, o algo me impide pronunciarla, algo tal vez cercano al orgullo, a un orgullo radical, ciego, quizás inconsciente? ¿No será sencillamente que no quiero darme por vencido…? Y, por otra parte, ¿vencido por qué, por quién…? De este modo, casi la pronuncio, esa palabra.

Además, debo dejarme de tanta perorata, aunque sólo sea conmigo mismo. Debo dejar sobre todo de pedirme explicaciones: la confusión que tengo en la cabeza aumenta y aumenta, no hay nada más que entender. He dicho que tengo recuerdos: los tenía, pero he perdido la memoria de todo.

Aumenta. Exacto, no quería decírmelo ni siquiera a mi mismo, he tardado hasta ahora en decirlo, pero ahora estoy obligado. Yo… ¿no es cómico todo lo que he estado escribiendo hoy? Si, debe de ser cómico porque, al mirarme en el espejo de acero de la pared opuesta, veo que río. Río convulsamente, sin emitir sonido. Río echando hacia atrás la cabeza, con los puños en las sienes… Río como el aquí Filano aquellas otras veces. ¡Señor, ayúdame! (Así la he pronunciado del todo).

 

 

 

 

 

17 de abril

Cómo hará para vivir aquel pequeño empleado que veo allí debajo entre el paralelo cuarenta y uno y el paralelo cuarenta y dos, no lo entiendo; un empleaducho con anteojos y el cabello engominado (pero ¿no es una extrañeza hoy en día?). Se apura de camino a la oficina después de haber almorzado con su querida familia; regresará a casa por la tarde; demasiado cansado para hacer o pensar en algo: cenará, se irá a la cama con su mujer, con quien sin embargo hace el amor sólo una vez a la semana; y a la mañana siguiente todo recomenzará. Sus chirolas no le alcanzan siquiera para renovar el guardarropa: tiene las asentaderas y los codos lustrosos por el roce. Tiene el aliento acre y entre los dientes siempre algún trocito de carne pasada. ¿Y además? ¿Qué más hay en su vida? Nada. ¿Cómo se puede vivir así?

En otras palabras, no lo entendía. Ahora lo envidio.

No es, ahora lo entiendo con claridad, que ella se haya enloquecido con su padre, no es, digo, el padre quien la hizo enloquecer, es ella quien volvió loco al padre, quien hace enloquecer a todos. Así, a veces una mujer le da el pecho a un sirenio, que la mira con ojos envenenados, o ni más ni menos a una serpiente, o concibe a un hijo que le come las entrañas. Esto último tal vez no le ha sucedido jamás a una mujer, pero a cualquier otro animal, si, y es lo mismo.

 

24 de mayo

Versos en tiempo de insomnio
EL PORROVIO

¡El porrovio! ¿Qué bestia es el porrovio? Me duele decir que yo mismo no lo sé, y lo mismo me sucede con la simplona. Él tiene un aire entre el tapir, el puerco o el babirusa, casi no tiene cuello. Aparece cuando la noche corre como una liebre al sol, con las orejas traspasadas por la luz; y cuando desde la sombra me espía y se incuba en mí la locura, agazapada como un gato, o mejor, como un excremento de vaca, con los ojos amarillos.

Hace mucho tiempo que mi vida se obsesiona con la búsqueda o la sistematización de las palabras. El porrovio se torna gris en la penumbra, el porrovio viene y va, el porrovio es una masa que no puedo deglutir. El porrovio no es una bestia: es una palabra.

¿Y eso a mí qué me importa? De hecho observo que mi vida no está para nada obsesionada con la búsqueda etcétera…; y además, aquí no hay noche ni penumbra; y por lo tanto Su decir es, por lo menos, inoportuno. Y bien, ¿no se habrá creído ya que me atribuye este pedo poético o que me engaña? En primer lugar, la escritura no ha sido imitada ni siquiera a la menos peor; en segundo lugar, ¿quién reconocería mi estilo? Eh, no, aquí está la mano de malhechores o, al menos de malechados, de malhenchidos, de malhabidos, en resumen, de una impúdica estirpe; esta es la obra de un persecutor, o de una persecuvaca. ¿Y qué quieren de mí, por favor, qué esperan que haga? Inútil esperar mi apoyo, incluso inútil que intenten sofocarme con estas bromas idiotas: yo me quedo en mis trece, y en mis catorce.

Y así fue como ocurrió, de todos modos. Estaba, junto a un cristal, observando tranquilo las catelentas del cielo construidas según un sistema musical muy interesante, cuando de repente esta hoja, apoyada sobre esta especie de escritorio, se elevó por sí sola y a través del aire vino a presentarse justo ante mis ojos como para que pudiera leer con comodidad lo que estaba escrito en ella: esta cosa de aquí arriba, precisamente, escrita, como ya dije, por mano desconocida (la fecha la agregué yo). No significa que aquí dentro se haya introducido otra vez algún personaje invisible, porque no soy para nada estúpido, y en ese mismo momento me puse a agitar la hoja con las dos manos por todas partes. Esta regresó entonces, como había venido, a su lugar. Repito, ¿qué significa esto? El hecho es de veras inexplicable.

Moriré pronto, lo intuyo.

Moriré, y entonces, entre otras cosas, tiene ella ganas de decir, ya nos las veremos con Cancroregina, Cancrorey, Cancroprincesa, Cancrofamiliareal, Cancroetceteraetcétera, Cancrocáncer. ¿Acaso se le ha metido en la cabeza, a este Cancro, dominar el universo?

30 de mayo

¿No he dicho que lo presentía? Estoy muerto hace dos días. Sin embargo, nada ha cambiado, ella tenía razón. Oh, si hubiera sabido que era así de fácil y que nada debía cambiar, me habría muerto antes. Pero ¿para hacer qué, si nada debía cambiar? Bah, no sé, pero de todas formas me parece que es mejor estar muerto que vivo.

Ahora que como sea estoy muerto, siento la necesidad de narrar esta historia, de narrarla desde el principio. Estaba solo y sin esperanzas… ¡Pero qué, al diablo la historia! ¿Por qué debería ocuparme en algo? ¿Por qué, por qué errado motivo debería contarla si estoy muerto? Mejor, con la serenidad que regresa al filósofo, mucho mejor es contemplar estas pantuflas. Que para huir de todo asedio malvado el mejor remedio es no hacer nada. Eso, aquí estoy feliz y contento, y con toda calma puedo cantar para mis adentros: ¡viva la Inglaterra y la Inglamar!

Ahora que las contemplo, siento la necesidad de narrar esta historia, de narrarla desde el principio.

Estaba solo y sin esperanzas…………………………………………………………………………………….

 

 

 

 

 

 

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Tommaso Landolfi (Pico, 1908 – Roma, 1979) está considerado una de las figuras más relevantes de la literatura italiana del s.XX.
Realizó sus estudios universitarios primero en Roma y luego en Florencia. En 1932 se licenciaría en lengua y literatura rusas, con una tesis sobre la poetisa Anna Ajmátova. Colaboró con revistas de Florencia, como Letteratura y Campo di Marte, y más tarde empezó a publicar también en revistas de Roma (OccidenteL’Europa OrientaleL’Italia letterariaOggi).
En 1937 publicó el volumen de relatos Dialogo dei massimi sistemi, al que siguieron Il mar delle blatte e altre storie y la novela La piedra lunar, ambos en 1939.

Fue encarcelado en Murate (Florencia), durante un mes, a causa de su oposición al fascismo. Tras el final de la guerra reanudó su actividad literaria, con obras como Racconto d’autunno, 1947, Se non la realtà (1960), Le labrene (1974), A caso(1975).
Al mismo tiempo desarrolló una intensa actividad como traductor de autores rusos y alemanes (Gogol, Pushkin, Novalis, Hofmannsthal) y colaboró en publicaciones como Il Mondo y Corriere della Sera.

A excepción de breves estancias en el extranjero, su vida transcurrió entre Roma, las casas de juego de San Remo y Venecia –a las que era tremendamente aficionado– y su residencia familiar en Pico.
Durante toda su vida cultivaría cuidadosamente su identidad de dandy romántico, a la manera de Byron o Baudelaire.

 

A pesar de mantenerse, por decisión propia, alejado de los círculos intelectuales y mundanos, su trabajo fue muy apreciado por autores como Eugenio Montale e Italo Calvino, quien editaría una antología de su obra en 1982.
Su obsesión por el juego, así como algunos otros temas autobiográficos, estará en el centro de sus obras más diarísticas La biere du pecheur (1953), Rien va (1963) y Des mois (1967). En 1975 ganó el Premio Strega con A caso.

En nuestro país se han traducido al castellano:
Invenciones. Tommaso Landolfi. Selección y prólogo de Italo Calvino. Traducción de Ángel Sánchez-Gijón. Siruela (Madrid 1991). Colección El ojo sin párpado, nº40.
Relato de otoño. Tommaso Landolfi. Traducción de Carlos Alonso Otero. Siruela (Madrid 1992). Colección El ojo sin párpado, nº44.
Tres relatos. Tommaso Landolfi. Edición de Idolina Landolfi. Traducción de Carlos Manzano. Siruela (Madrid, 2007). Colección Libros del Tiempo, nº252.
https://www.siruela.com/catalogo.php?id_libro=1101&completa=S&titulo=tres-relatos&autor=tommaso-landolfi

Los fragmentos seleccionados para esta entrega de la nube habitada han sido extraídos de la edición argentina de Cancroregina, publicada en 2013 por Adriana Hidalgo editora.
La traducción corrió a cargo de Rodrigo Molina-Zavalía y de Flavia Costa, quien anota lo siguiente en la página de la editorial: https://www.adrianahidalgo.com/libro/cancroregina-tommaso-landolfi/

«Inédita hasta ahora en castellano, «Cancroregina» es el nombre de una máquina asombrosa, improbable y tentacular, una nave espacial de “mil ojos” y “humor extraño”, inventada para viajar a la Luna y “mostrar a todos los hombres de buena voluntad nuevos caminos, para los cuerpos y para los espíritus”. La nouvelle es, de hecho, un inquietante diario de a bordo que el protagonista escribe durante lo que debía ser un viaje más allá de los confines de la Tierra, pero que después de algunas peripecias, comienza a ser un giro sin fin alrededor del planeta, una travesía sin meta y sin destino. Náufrago, desconectado del mundo, suspendido en una especie de limbo fuera del tiempo y del espacio humanos, el astronauta se hunde, con la acostumbrada ironía landolfiana –ese tono de falsa inocencia que contrasta con observaciones desesperadas y geniales–, más y más entre la reflexión y el delirio.
Se ha insistido en que ‘Cancroregina’ no es un libro de ciencia ficción; que el género es sólo un pretexto de Landolfi para ahondar en el vacío, la ausencia de sentido, las preguntas sin respuesta. Es probable, sin embargo, que aquí la excusa sea central. Que, como bien entendió la corriente new wave en la ciencia ficción, «Cancroregina» represente el locus donde ocurre la gran metamorfosis social y antropológica de la segunda mitad del siglo XX: el movimiento de vaivén de la imaginación desde el asombro práctico por el espacio exterior y el futuro lejano hacia el misterio metafísico y político del futuro inmediato y el espacio interior. Precisamente para hablar de esto, el género resulta una nave perfecta. La atmósfera en la astronave es alucinatoria y espesa; su protagonista habita en una zona de sí tan desamparada que difícilmente el lector pueda desembarazarse de lo que eso provoca en su propio ánimo. Pero ¿a qué es fiel un lector? Uno se aventura incluso al viaje literario de la locura y la muerte si la nave que lo lleva está cargada de un sentido sutil de la felicidad, de una secreta euforia, como sucede en «Cancroregina».»

 

Una bio-bibliografía más extensa de Landolfi puede ser consultada aquí: https://www.biografiasyvidas.com/biografia/l/landolfi.htm

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