Soy de mal y lento despertar. Ayer conseguí arrastrarme hasta la calle para desayunar a las dos de la tarde. El local era una monada: sillas y mesas de madera, buena comida, y plantitas creando una atmósfera de jardín, jodida, irremediablemente, cuando uno miraba al asfalto. Cinco todoterrenos y tres taxis cochambrosos competían por meterse en el mismo carril. Ni dios dejaba pasar a la ambulancia. A la vieja chepuda que intentaba cruzar le podían ir dando. Por fea y por vieja. El que descontrolaba el tráfico se rascaba el carallo, que diríamos en mi tierra, debajo de un adefesio de estatua en forma de parasol. Yo a lo mío.
La camarera me trata como lo que soy en Líbano, una desdichada sin oficio ni beneficio que vive por las noches y comienza un miércoles cualquiera cuando el resto de libaneses llevan ya ocho horas destrozando y hundiendo en el caos su propio país. Me siento donde me da la puta gana, no necesito un meapilas que me indique donde puedo hacerlo. Pero no solo no madrugo sino que además, oh vida perra, no tengo con quien salir a comer. La pobre extranjera desayuna sola y en la compañía de un libro, que ya hay que ser rara… Y para colmo de males, la muy desgraciada ¡no lleva anillo de casada a su edad!. Me merezco que me arrojen a la cara todos los pastelitos que me voy a zampar.
La gente me mira como a un bicho raro, estoy por empezar a rascarme la barriga y tirar mondas de plátano a los curiosos. Una pareja de tortolitos se dirige hacia la entrada. El aparcacoches sirio se encarga del Mercedes que han pagado después de varios meses sin nada en el frigorífico. Mi camarera, además de aguantar a la extranjera sin hijos, tiene que abrirles la puerta. Él es un retaco que revienta los pantalones vaqueros. Con unas gafas de sol de patilla dorada y una camiseta de color chillón violeta solo acentúa lo evidente: es un gordo de mierda. Su chica lleva escrito en la cara lo que todos sabemos: la perfecta pedorra disfrazada de garrula. Y aunque no se descuide se le escapa. La parejita exige que le muestren todas las mesas disponibles en el local, ninguna parece gustarles, se detienen como pasmarotes en medio del café, incapaces de decidirse, discutiendo donde la luz del sol acentuará más la belleza huidiza de ella.
Y yo me cago en ella, la soplapollas que viene a comer un cacho de pan con tomillo y a beberse un café aguado creyendo que esto es el Ritz, y en él, el soplapollas de su novio, que le sujeta el hilo del tampax por si a la muy mema se le cae; me cago en la puta familia que los educó a todos ellos. El problema de los libaneses no es que hayan sufrido demasiados años de guerra, no; el verdadero problema es que no han sufrido los suficientes. A estos tiparracos hay que destrozarles el mobiliario, los implantes y ese truño de zoco que han levantado, cincuenta veces más.