Guest starring: Hughes
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Si Robinson demostró que un burgués arrojado a una isla desierta seguía siendo un burgués, Tony Genil ha demostrado en esta última edición de Supervivientes que un Artista es un Artista, habite el edén o el infierno, que ambas cosas puede ser una isla.
Poco conocía yo de Tony Genil, cabezudo en la cabalgata televisiva, caricato en la procesión ácida de la tele, pero me ha cautivado y estoy dispuesto a reconocerme fan. El histrionismo arrebatado de este hombre, su pathos aflamencado, sus gestos de torero dando el salto de la rana, sus caminatas circulares de payaso, su religiosidad de estampa, sus lágrimas freudianas a la madre, invocada a la manera del mariquita clásico, sus arranques de cojonudismo, su desprendimiento pellejil -como si la piel fuese un triste disfraz dos tallas mayor del que no podemos librarnos- me han divertido. No hay nada en él conseguido, enteramente logrado, pues Tony es un artista sin técnica, sin dominio, pero su esfuerzo, su proyección, su personaje, que no es otra cosa que la proyección pública de la persona, me ha confortado. Y seamos honestos: Tony, que no tiene más que esa proyección, necesita más que nadie de la tele para ser artista. Su proyección es la tele. Y en eso no es el único: la proyección pública que supone la tele hace nacer el personaje de la persona y en ese tránsito se encuentra encerrado el particular *arte* de algunos. Tony es uno de los mejores ejemplos y quizás al mendigar la tele mendiga su forma de expresión, esa forma novedosa de artisteo. Y Genil es Artista, que no autor. Parece haber dedicado su vida a hacer reír de forma más o menos voluntaria, intentando subirse al escenario –de nuevo, en Tony, el intento-, llevándose de la farándula un rebrillo, apenas la purpurina que se nos queda del leve contacto con la estrella. Su lugar no ha sido propiamente el espectáculo, sino los arrabales del espectáculo; no justamente el centro del espectáculo, sino ese lugar donde el espectáculo deja de serlo, donde casi nace la lástima y donde ninguna autoría hay que reclamar. Vivimos tiempos de mucha obra y de poco artista. ¡Yo tengo obra, señor, yo tengo obra!, nos gritan. Pero artista sin derecho es Genil, artista sin creación, de esos a los que les quedan las fotos, los recuerdos, que se van haciendo delirantes con la edad. A esos artistas no los representa la SGAE (oh, triste sino del gestor de la SGAE, siempre un exartista que al no poder trabajar ya la emoción maneja su transformación económica), sino que para ellos se crean formas gremiales de caridad: La Casa del Artista, donde se acaba recibiendo la sopa triste tras una vida de tumbos; La Casa del Payaso, donde las muecas de Talía nos observan desde un fondo surrealista y asistencial. Genil es de ese tipo de artista desventurado, tipo del que casi sale con su “No cambié”, al que se agarra como a su única propiedad, obra de Leo Dantés, nuestro Cole Porter de gasolinera. Genil no tiene obra, pero es que tampoco tiene técnica, no tiene arte. Un artista sin medio y sin derecho. ¿Podemos comprender qué doloroso resulta? Tony tiene sólo una propensión, una misión. No es una profesión que nazca de unos recursos, sino de una pulsión, de una intención feliz: divertir, ponerse en el centro, con esa cosa carencial de quien no tiene sentido del ridículo. Tony es el alipori absoluto, nos intenta hace reir hasta incomodarnos. Tony es del tipo de artista sin arte que se mueve por una amputación del sentido del ridículo. No sabe uno si esa carencia es congénita o biográfica y esto es lo terrible, si una vocación inicial, ambiciosa, ideal, como las de todo artista naciente, hubiera acabado aceptando la realidad dolorosamente. Falta saber, para amar aún más a Genil, conocer cuáles fueron sus, digamos, primeras grandilocuencias y si hubo en su vida un aprendizaje del ridículo. En este reality edénico y rousseauniano de Telecinco hemos visto a insignes personajes televisivos venirse abajo o evolucionar hacia formas dignas de lucha por la vida. Hay algo de aprendizaje, de desvelamiento del carácter: el desmoronamiento o la lucha, la introspección o la socialización, el nihilismo o el chill out frente a la playa, pero nunca como con Genil hemos visto la supervivencia de un tipo humano: la imposición del caricato, del Artista. Cabe dudar de si el caricato se impone al hombre por determinación o si lo hace por costumbre. Ha sido Genil más Genil con las “calamidades” (término que retrata el sufrimiento de postguerra, pues la penuria de postguerra fue siempre calamidad, un paso de fatalismo más allá de necesidad: necesidad con fatalidad, fatum del hambriento), quizás porque sea una forma de faranduleo que ha convivido con el hambre. Una forma pícara, andariega.
De esa estirpe de cómicos pequeños, torrebrunescos, Genil tiene un físico que le condenaba al humor, quizás sin valer para ello. Sumo decaimiento. Ni obra, ni técnica, ni físico. Forzado al humor, quizá naciera galán, quizá tuviera una hermosa mirada juvenil y rubia, quizás siendo extrañamente rubio entre Olivares, aspirara Genil al estrellato absoluto soñando con Tony Curtis y de esa forma su nombre artístico tiene ese mirar-a-las-estrellas y la cómica atadura al gentilicio. Nombre de cantante de orquesta, de autor de gasolinera, entre la parodia y el homenaje. El glamour en las más cercanas y desencantadas formas de espectáculo. Broadway en las boites de lumpen, en las plazas de los pueblos, en las discográficas marginales del submundo coplero. Afirma Tony haber “rodado junto a Omar Shariff El Doctor Zhivago” y quizás sea verdad, pero no como secundario, ni como figurante, sino probablemente como accidente del terreno.
No es casual que haya participado (entendiendo generosamente el verbo participar) en las superproducciones estilo Bronston, en las que EEUU empezaba a venir a España. El cine fue nuestro primer aperturismo y es Genil fue uno más de los subyugados por Hollywood y a su manera, tan lejana a la de Terenci Moix, su vida se entrecruza delirantemente con la de las grandes estrellas. Así, afirma haber compartido minutos con Sinatra en Torrevieja y lo hace como quien enseña un premio, con la ingenuidad de un fan. Se imagina uno a Genil como el elemento que faltaba en el rat pack de Sinatra porque a ver por qué no puede haber un Sammy Davis Jr. cordobés, y nos hace el enorme favor de ayudarnos a imaginar a Frankie en Torrevieja, del mismo modo que pensamos en un Tony Curtis parpadeando flemático entre olivos, como un ídolo lorquiano. Ese traernos el estrellato a nuestra tierra es una prolongación de la obra de Samuel Bronston, pero sin la grandeza de la superproducción, sino, por fin, como esa película en la que Alfredo Landa hace de Sinatra en el Paralelo, permitiéndonos imaginar que esos seres rutilantes que han conformado nuestras fantasías se avenían a pisar nuestras realidades, haciendo aquellas más cercanas y éstas un poco menos terribles.
El género artístico de Tony parece impreciso, pues ni canta ni baila ni interpreta, no es la risa, ni el llanto, sino una forma crepuscular, tragicómica y cutre de conmoción. Sea cual sea, parece profesarle una fidelidad errática, golpeada y esa fidelidad, que parece responder a los rigores de la vocación, encubre un cierto heroísmo, pues heroico es seguir el sino terrible de la vocación.
Mi gratitud de espectador.