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Tony Judt: la sutileza de la responsabilidad

 

La semana pasada murió Tony Judt, uno de los historiadores más sobresalientes, brillantes y polémicos de inicios del siglo XXI, a consecuencia de la enfermedad degenerativa de Lou Gehrig. Judt se inmiscuyó activamente en la gran mayoría de los debates públicos de la última década, desde la construcción europea al conflicto de Oriente Medio. Sostuvo en varias ocasiones que de no ser por las invitaciones de periódicos y revistas nunca habría escrito más allá de su parcelado ámbito de investigación. Sin embargo es dfícil aceptar esta afirmación. Sus trabajos demuestran que no podía entender de otra forma su oficio. En España, el descubrimiento de este autor fue indudablemente tardío a través de su obra maestra Posguerra (Taurus, Madrid, 2005). La apuesta era muy osada por el tamaño del trabajo, casi 900 páginas, pero le precedía el aplauso del ámbito editorial anglosajón. Se trataba de un recorrido irreverente por la historia reciente del continente europeo desde el final de la II Guerra Mundial y había surgido en un taxi vienés en 1989. Al escuchar las noticias que llegaban de Rumanía sobre la revuelta contra el dictador Ceausescu, Judt fue consciente del fin de una era y que la caída del Muro alteraba un pasado que había que reescribir e reinterpretar. Tal y como señalaba un chiste soviético, “nuestro problema es el pasado, que siempre está cambiando”.

      Judt había nacido en el East End londinense en 1948 dentro de una familia judía de tendencias izquierdistas. Descendiente por línea paterna de rabinos lituanos, fue enviado por sus padres a Israel en su adolescencia para engrosar una organización juvenil del sionismo. Durante ese tiempo se convirtió en un ardiente defensor del mismo, llegando a instalarse en un kibutz de la Alta Galilea dentro de su ambiente puritano y provinciano, donde no se le permitía ni escuchar música de los Beatles. Su romanticismo también le llevó a convertirse en voluntario del ejército israelí durante la Guerra de los Seis Días en los Altos del Golán, primero como chófer y después en labores de traductor. Sin embargo, esta experiencia militar terminó por desengañar políticamente al joven británico. Tras la carrera compaginó sus estudios de posgrado en el King’s College de Cambridge con una estancia en la parisina École Normale Supérieure, donde se especializó en el universo político marxista francés. En 1979, Tony Judt publicaba su primer trabajo, Socialism in Provence 1871-1914, en el que pretendía desentrañar algunas de las líneas originales de la izquierda francesa. En ese momento, en un artículo hoy olvidado, atacó a gran parte de sus compañeros de profesión porque se encontraban desnudos de ideas y, sobre todo, de cualquier tipo de sutileza interpretativa ante la complejidad del pasado. Desgraciadamente, pese a su ejemplo, no hemos cambiado demasiado.

      Durante esos años profundizó en numerosas figuras intelectuales de la izquierda francesa, mientras ejercía de profesor en universidades del nivel de Cambridge, Berkeley y Oxford. En sus viajes por Checoslovaquia o Polonia fue tomando conciencia de un firme compromiso político, a la vez que se iban fraguando algunas de sus principales preocupaciones e intereses. Fueron años de aprendizaje que desembocaron en sus tres principales aportaciones sobre la historia intelectual francesa durante la década de los noventa: Marxism and the French Left: Studies on Labour and Politics in France 1830-1982 (1990), Past Imperfect: French Intellectuals, 1944-1956 (1992; en español: Pasado imperfecto, Taurus, Madrid, 2007) y The Burden of Responsibility: Blum, Camus, Aron, and the French Twentieth Century (1998). Con estas contribuciones se configuraba una voz particular y una original forma de entender la historia. El cuidado estilístico le emparentó con personajes tan dispares como Simon Schama, Ian Buruma, Mark Lilla o Niall Ferguson. Ya que, aunque en ocasiones no lo parezca, el historiador también debe tener su particular poética. Porque, como aseguraba, Benedetto Croce para leer historia primero hay que escribirla.

      A mediados de los ochenta, Tony Judt se estabilizó académicamente en la Universidad de Nueva York como profesor de Estudios Europeos. En esta institución consiguió fundar y organizar el Instituto Erich Maria Remarque, del que fue director hasta el final de sus días, dedicado a la reflexión y debate sobre Europa en Estados Unidos y al entendimiento mutuo entre americanos y europeos. Su figura se consolidaba intelectualmente con la entrada en la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias y en la Academia Británica y sus colaboraciones periódicas en The New York Review of Books, Times Literary Supplement o The New Republic. Muchos de los textos recogidos en Reappraisals: Reflections on the Forgotten Twentieth Century (en español, Sobre el olvidado siglo XX, Taurus, Madrid, 2008) demuestran su envidiable capacidad de síntesis, pese a la complejidad de los problemas históricos tratados. Un artículo sobre Althusser podía dibujar el ambiente intelectual de una generación y unos breves retazos biográficos de Juan Pablo II le permitían elaborar una sugestiva lectura de décadas de transformaciones eclesiásticas. En definitiva, pretendía que no se olvidara el siglo XX, porque la historia no había terminado como presuponían algunos. Gracias a estas virtudes, Posguerra se convirtió en un magistral testimonio de su tiempo, basado en numerosas lecturas y en sus observaciones personales. Escéptico y abiertamente incisivo por momentos es un texto al que deberemos regresar dentro de unos años. Como reconocía el escocés Neal Ascherson, en cuanto se reconoce la calidad de la obra, ésta asusta. ¿La razón?  Habla de nosotros; de la Europa que continuamos construyendo y recordando.

      Pero dos fueron las principales preocupaciones que no abandonó en su continua reflexión: los intelectuales y su correspondiente responsabilidad social y el papel de la historia para la comprensión del mundo presente. Particularmente dedicó generosos esfuerzos en desvelar la ceguera voluntaria de muchos de los grandes intelectuales europeos ante los desmanes ideológicos del comunismo. No podía ser de otra forma, ya que se consideraba discípulo de Annie Kriegel y George Lichtheim, dos de los grandes especialistas europeos sobre socialismo y comunismo. En este sentido son destacables sus opiniones sobre Eric Hobsbwam, “el historiador con más talento natural de nuestro tiempo; pero, sin que nada turbara su descanso, de alguna manera ha ignorado el terror y la vergüenza de esta edad”. Una brutal evidencia que pocos están dispuestos a señalar en nuestro país, donde el historiador marxista parece tener aún patente de corso. De esta forma, Judt advertía sobre los peligros de la tentación totalitaria y melancólica de cierta izquierda, así como del ahuecado contenido ideológico de la socialdemocracia. Aunque tampoco olvidó criticar y denunciar los errores y abusos cometidos por la administración Bush y sus mandarines neoconservadores.

      Con todo, sus aportaciones más polémicas fueron las relacionadas con el conflicto entre Israel y el mundo árabe, ya que denunciaba el escaso debate público sobre la materia entre los norteamericanos. A pesar de su pasado sionista, Judt nunca había tratado sobre los problemas de Israel hasta que Robert Silvers, editor del The New York Review of Books, le animó a ello. Su defensa de un único estado binacional en el que conviviesen israelíes y palestinos en igualdad de derechos despertó en 2003 una duradera y enconada campaña contra su figura. Las situaciones derivadas de este suceso llegaron a ser ridículas, como la extraña recomendación de no referirse a Israel en una conferencia que iba a tratar sobre la Shoah. Los ataques culminaron tres años después, cuando el consulado polaco de Nueva York canceló un conferencia del historiador británico ante las múltiples presiones de la Liga Anti-Difamación y el Comité Judío-Americano. En realidad, Judt solamente había pedido escapar de los lugares comunes y los clichés para poder comprender y debatir un futuro esperanzador para Oriente Medio. Al menos facilitó el surgimiento de un debate sin tapujos en los medios de comunicación estadounidenses.

      Estas denuncias no pudieron empañar el valioso ejemplo académico y público de Tony Judt, lo que le hizo acreedor del premio Orwell en 2009. En su concesión se destacaba su “inteligencia, perspicacia y coraje evidente” y su peculiar manera de entender la función pública del historiador. Ya entonces se conocía su enfermedad: una variante de la esclerosis lateral amiotrófica (ELA), que provoca la parálisis muscular progresiva, impide la movilidad e, incluso, elimina la capacidad de hablar. Una enorme determinación hizo que luchase contra las dificultades, dictando varios ensayos donde explicaba su dramática situación: Noche (prisionero de su propio cuerpo):

 

 

 

“Mi solución [durante las noches] ha sido repasar mi vida, mis ideas, mis fantasías, mis recuerdos, mis recuerdos equivocados y otras cosas semejantes hasta dar con hechos, personas o historias que puedo utilizar para distraer mi mente del cuerpo en el que está encerrada. Estos ejercicios mentales tienen que ser suficientemente interesantes para retener mi atención y ayudarme a superar un picor insufrible en el oído o en los riñones; pero también tienen que ser suficientemente aburridos para servir de preludio y ayuda al sueño. Me ha costado cierto tiempo ver que este proceso era una buena alternativa al insomnio y la incomodidad física, y no es infalible, ni mucho menos. Pero de vez en cuando me asombra, al pensar en ello, con qué facilidad parezco estar soportando, noche tras noche, semana tras semana, mes tras mes, lo que antes era una tortura nocturna casi insoportable. Me despierto exactamente en la misma postura, el mismo estado de ánimo y la misma desesperación suspendida con los que me acosté, lo cual, dadas las circunstancias, puede considerarse un triunfo importante”.

 

 

      Pese a estar “encerrado en un traje de hierro, frío e implacable”, siguió trabajando con la ayuda de los demás. De esta forma, Judt consiguió ganarle un último pulso a su destino y publicar Ill Fares the Land antes de su fallecimiento. Una especie de testamento vital donde conjuga su situación terminal y los dilemas a los que se enfrentan las sociedades modernas. Su atenta lectura -se publicará en septiembre en la editorial Taurus- puede ser un magnífico homenaje a un pensador incómodo. La última lección y el cierre simbólico a este rico recorrido biográfico se produjo en octubre del año pasado en el instituto Remarque cuando, paralizado por su enfermedad, dictó de memoria una conferencia sobre los éxitos y errores de la socialdemocracia. Cumplía con su propia recomendación: “Lo máximo que puede uno pedir es que quienes se comprometan en público y quienes pongan en la balanza de las elecciones políticas y morales el peso de su prestigio intelectual lo hagan con más cuidado, coherencia y responsabilidad que sus antecesores, y que midan el sentido y el impacto de todo cuanto digan y del modo que lo expresen”.

 

 

Bilbao, 8 de agosto de 2010

 

 

Joseba Louzao (Bilbao, 1983), historiador e investigador en el departamento de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco (UPV-EHU). Su ámbito de especialización es la historia de las religiones en el mundo contemporáneo. Ha publicado en fronterad Cómo se enseña la Historia en España y Vidas en susurros

 

 


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