“El cunnilingus y la psiquiatría nos han llevado a esto”. Tony Soprano
Conduces por la carretera que te devuelve cada tarde a casa mientras tarareas Stuck in the midle with you (hay que insistir en lo de arrancar con estilo una oreja; pregunten a Tarantino y a Michael Madsen, porque lo de Mike Tyson fue una simple pincelada), y de repente, recién llegado el estribillo, te adelanta por la izquierda un coche fúnebre, así, sin previo aviso, y entonces se te encogen las pelotas y tu volante se tambalea. Tartamudeas un par de veces y agachas la cabeza hasta que recuerdas que lo suyo conduciendo es mirar al frente. Ahora no queda otra; sujetas con la mano izquierda el timón y con el índice y el meñique de tu mano derecha golpeas el salpicadero del coche hasta que ves a la muerte desaparecer en el horizonte. Pasas el dorso de la mano por tu frente y suspiras aliviado. Supersticioso…, si, vaya. Y con la mente fría piensas en huir por un instante, pero acabas optando por seguir a casa, no te vaya a pasar como al criado del mercader de Bagdag, que por dar esquinazo a la muerte llegó puntual a su cita con ella en Samarra.
Recuerdo estar viéndome hace un par de años con una chavala de esas que hacen que a uno le tiemblen las cejas, y cada vez que salía de casa y me cruzaba con el badén amarillo que hay atravesado en mi calle, tomaba aire dos veces y lo pasaba aguantando la respiración y arrastrando primero la pierna derecha, no se fuese a ir mi ligue de ensueño a tomar por culo por una razón tan simple como no tocar madera. Porque hay formas y formas; como dar tres golpes en la mesa, no pisar las líneas, o cruzar el pie adecuado antes que el otro. En cualquier caso, poco más tarde, no se me había escapado el aire ni una sola vez ni había abandonado mis costumbres y el romance se me fue a tomar por culo. Cuestión de horóscopo o de astros solares, supongo.
Un muchacho de barba gris que coincidió a mi lado en el examen teórico de conducir, en el momento en que comenzó a restar el tiempo, antes de coger el bolígrafo y lanzarse a elegir respuestas, miró al techo con decisión e hizo toda clase de rituales. Yo le miraba de reojo sin saber si rezaba, bailaba, o sufría una especie de ataque. Después de agitarse, se echó el pelo con insistencia hacia un lado, se ajustó el reloj acortando una entrada en su correa, y por supuesto, por último, antes de empezar, dio unos golpes en el borde del pupitre recordándose a si mismo: toca madera.
Como el chicle de Ancelotti…, cada uno tiene sus guisas. Hay quien prefiere un trago y quien se enfunda con premeditación las medias; un color, los calzoncillos indicados, no decir que ya has follado antes del beso aunque sea la décima cita, no lo vayas a gafar, o hasta echarle la culpa después de una entrevista a las patatas fritas. Lo de la suerte es como que suene Renato Carosone y su versión de Mambo Italiano; uno nunca sabe dónde ni con quién le pillará bailando.
El tipo al que Mike Tyson arrancó un trozo de oreja, debió de entrar al ring despistado y tocó al meterse alguna cuerda. Y luego claro, el roce hace el cariño; y guantazo por aquí, guantazo por allá, terminaron abrazados, y en plena demostración de afecto a uno siempre se le escapa el riesgo de los abrazos. Holyfield debió decirle antes del combate a Tyson lo mismo que a Cómodo su padre Marco Aurelio, “no serás emperador”, y el que haya visto Gladiator ya sabe como terminó ese abrazo. Aunque el de los dos boxeadores no llegó a ser tan romántico. Cuando iban rumbo a reimplantarle lo que le faltaba de oreja, el trozo desprendido se quedó por el camino, así que desde entonces, aunque solo hubiese perdido una mísera porción, la gente se cruzaba con él por la calle y le miraba pensando (porque así de atentos somos):
—Pobre, se olvidó una oreja.
Vino el domingo pasado un amigo a contarnos que la chica con la que había quedado la noche del sábado, con la que llevaba tiempo queriendo acostarse, otra vez le había dejado la cita en rosas y nada; que tenía la regla. Entonces saltó uno y le dijo convencido:
—Mira tío, la próxima vez tienes dos opciones: O antes de que entre en tu casa rezas y tocas madera, o sonríes y pronuncias algo parecido a lo que le dice en Californication Hank Moody a la mujer encantadora que le avisa desde la cama de estar sin depilar de hace tiempo y con el periodo:
“No tenías porqué decírmelo, me importan muy poco estas cosas: estuve en Vietnam”.