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ArpaTortura blanca. Entrevistas con mujeres iraníes encarceladas

Tortura blanca. Entrevistas con mujeres iraníes encarceladas

Sima Kiani

Nacida en 1965, Sima Kiani es bahaí y vive en Shahr-e-Rey desde 1970. Fue arrestada por primera vez por las fuerzas de seguridad el 9 de marzo de 2017 y puesta en libertad bajo fianza de 200 millones de tomane [alrededor de 45.000 euros] en abril de 2017. Era miembro de un grupo de servidores de la Fe que administraba los asuntos bahaís. El Tribunal Revolucionario de Shahr-e-Rey la condenó a un año de prisión por cargos de “propaganda contra el régimen”. “El servicio de inteligencia siempre estuvo al tanto de nuestras actividades, especialmente desde 1997, cuando allanaron nuestra casa y arrestaron e interrogaron a mi padre, que también era miembro de los servidores de la  Fe en ese momento. Yo también era miembro y de vez en cuando llamaba a otro de los servidores de la Fe y le hablaba sobre asuntos de nuestra comunidad, lo que se convirtió en una de las acusaciones más graves contra mí después de mi arresto”, explica Sima.

El testimonio de Sima Kiani

El 9 marzo de 2017 a las 7:30 de la mañana, me despertó la llamada de los agentes de seguridad a la puerta. Siete agentes, tras mostrar la correspondiente autorización, entraron en mi casa y, de inmediato, empezaron a realizar un registro. Mis padres, de avanzada  edad, se asustaron mucho por aquella violenta irrupción a esas horas de la mañana.

Al mismo tiempo que realizaban el registro, nos amenazaban. De forma constante, pedían a mi madre que colaborara con ellos, diciéndole que, si se prestaba a colaborar, yo volvería a casa en dos o tres días. Tras el registro, me condujeron a la Oficina de Seguimiento de Shahr-e-Rey, donde me realizaron los primeros interrogatorios bajo nuevas amenazas. Después me llevaron ante el Tribunal y, de allí, a la prisión de Evin.

Al principio, pensaba que me llevarían al pabellón general; no tenía noción de lo que implicaba estar recluida en una celda de aislamiento. Ya en Evin y una vez cumplidos los protocolos carcelarios, me permitieron comunicarme con mi familia. Para mi sorpresa, me llevaron a una celda de dos por tres metros y me entregaron ropa carcelaria. Entonces me di cuenta de que iba a quedar  aislada; ni siquiera sabía en qué parte de la prisión me encontraba. Tras dos días de incomunicación, quienes me habían interrogado vinieron para darme este mensaje: “Estos dos días te hemos dejado sola para que reflexiones y te des cuenta de dónde te encuentras”.

Los interrogatorios duraron diez días; se desarrollaron sin violencia, pero en un clima de tensión y constantes amenazas. Me decían que detendrían a toda mi familia, que me trasladarían a otra cárcel sin ningún tipo de contacto con ellos y que jamás les volvería a ver.

Durante el tiempo que estuve en aquella celda de aislamiento pude hablar por teléfono dos o tres veces. Mis familiares fueron muchas veces a Evin para verme, pero les decían que yo no me encontraba en esa cárcel.

Fueron diez días de interrogatorios en un cuarto; me decían que el cuartel en que me hallaba no era un centro de detención sino para el diálogo y la negociación. Era un lugar relativamente grande y amueblado. Durante las sesiones de interrogatorio no me vendaron los ojos y podía ver a quienes me interrogaban; ellos insistían en que no se trataba de un interrogatorio sino de un diálogo, de una negociación.

Diez días de amenazas e intimidación. La jornada terminaba con preguntas sobre mi entorno, sobre mis actividades y mi pasado. Después, me dejaban unas cuantas hojas para que, por la noche y en mi celda, contestara unas preguntas.

Por la mañana, miraban esas hojas y siempre me indicaban que no eran las respuestas que ellos buscaban. Después venían los gritos y las amenazas; me decían que no me dejarían libre, que me trasladarían a otra cárcel y que me dejarían allí hasta que me pudriera.

Lo que más me hacía sufrir era no tener nada para entretenerme y para pasar el tiempo; no había libros ni prensa, nada… todo esto me resultaba muy difícil.

Parte de los días lo dedicaba a rezar; procuraba dormir para no enterarme del paso de las horas. Mi celda estaba cerca del cuarto de los funcionarios de prisión, y me llegaban sonidos incomprensibles de los programas de televisión que veían.

Intentaba reconocer  esos ruidos y de esa forma mantenerme mentalmente activa, y terminé por familiarizarme con los sonidos.

Durante los diez días de interrogatorios me sentí mejor porque, para mí, suponía estar ocupada con algo y, por lo tanto, prefería que me interrogaran a estar sola en la celda sin poder hacer nada.

Un día, en contra de lo habitual, me vendaron los ojos y, acompañada por una mujer de los CGRI, me trasladaron en coche a otro lugar, aproximadamente a un cuarto de hora de distancia, a un lugar donde ni siquiera podía estar la mujer que me había acompañado. Por lo que escuché, parecía tratarse de un sitio solo para hombres. Sin que me dieran explicación alguna, me sentaron de cara a la pared. Pasada media hora, un individuo, que tal vez viera la preocupación en mi rostro, me dijo que quienes me iban a  interrogar venían con retraso.

Después de más de una hora, llegaron unos señores y me trasladaron a un cuarto pequeño. Me pidieron que escribiera que estaba arrepentida y que colaboraría con el Ministerio de Inteligencia.

Cuando se encontraron con mi negativa, empezaron de nuevo las amenazas, asegurando que procederían a la detención de mis amigos y familiares. Después de una pausa, volvieron a insistir en que colaborara o, de lo contrario, mi situación empeoraría. “Tú no has visto lo que es un interrogatorio. Tú decides”, me dijeron. Me amenazaron con que los interrogatorios se harían con los ojos vendados y contra la pared y, efectivamente, así lo hicieron. Creo que  con aquel cambio de lugar trataban de asustarme.

Tras serias amenazas, me llevaron de nuevo a mi celda. A partir  de entonces, los interrogatorios se llevaban a cabo contra la pared y así fue hasta las fiestas del año nuevo. Antes de las fiestas, el 20  de marzo, los interrogatorios finalizaron cuando firmé lo que ellos consideraban que valía como una confesión.

El inicio de esas fiestas fue lo peor de mi estancia en la cárcel. Los días pasaban lentamente y de forma difícil. No tenía nada  para entretenerme. Días lluviosos de marzo. El único medio para comunicarme con el exterior era una pequeña ventana pegada al techo y cubierta con una red. La funcionaria abría la  puerta tres o cuatro veces al día para traerme la comida, el té o los medicamentos. Esperaba impacientemente esos momentos porque me permitían tener noción del tiempo. Por ejemplo, sabía que de 7:30 a 8 era el desayuno; de 12 a 12:30, la comida, y, aproximadamente, a las 7, la cena. Intentaba abrir bien los oídos para escuchar el ruido procedente del exterior; ese era mi tiempo de ocio.

Padecía un estado de somnolencia permanente; dormía dos o tres horas y no tenía apetito. Pero, por otro lado, también tenía momentos muy agradables, y con el paso del tiempo esos momentos agradables fueron prolongándose.

Nunca me había sentido tan cerca de Dios y de Bahá’u’lláh. Disfrutaba de una sensación no experimentada hasta entonces. Quería sacar el máximo provecho de esos días tan difíciles; quería alcanzar la bendición de Bahá’u’’láh y pensaba que él me había apartado de mi vida cotidiana para que estuviéramos juntos, él y yo. Fueron momentos magníficos que no sabría explicar. Me sentía con tanta fuerza que era capaz de soportarlo todo.

Durante las fiestas del año nuevo no hubo sesiones de interrogatorio. Esperaba pacientemente las salidas al patio para tomar aire fresco; eran veinte minutos cada dos días. Con el paso del tiempo, las funcionarias ya me conocían mejor, de modo que aumentaron el tiempo de patio hasta media hora o más. Eran momentos placenteros en soledad, una ocasión para dar paseos, en los días lluviosos caminaba en una zona bajo cubierto, y los dedicaba a la oración en voz alta y a llorar y rogar a Dios.

Cuando volvía a la celda, sentía una iluminación espiritual enorme.

Cuanto más tiempo pasaba, más disminuían mis ganas de dormir y todo se reducía a dar unas cabezadas de vez en cuando. Como consecuencia de la mala alimentación, padecía dolencias renales y deshidratación. El día 2 de abril sentí una gran subida de tensión debido al estrés y a la deshidratación y tuvieron que llevarme a la enfermería.

El día 3 de abril, a las 9 de la mañana, me avisaron de que me preparase para bajar porque los interrogadores me estaban esperando.

Al entrar en el cuarto, se quedaron sorprendidos al ver mi rostro. Las primeras palabras de uno de ellos fueron: “Vemos que los veintiocho días en una celda de aislamiento han hecho mella en ti y que estás bien machacada”.

Les planté cara: “¿Por qué me mantenéis en la cárcel? Estoy enferma y mis padres me necesitan”. Ellos se limitaron a responder: “Cuando se acaben los interrogatorios te podrás ir”.

Cuando vieron mi determinación, dijeron que mi liberación no iba a ser tan fácil; que tenían que grabar un vídeo y, además, me indicaron que los interrogatorios continuarían incluso tras la liberación. De hecho, cumplieron su palabra porque, tras mi puesta en libertad, en muchas ocasiones, por teléfono, me siguieron convocando a la Oficina de Seguimiento, hasta que se encontraron en un callejón sin salida y dejaron de hacerlo.

Yo estaba totalmente en contra de grabar aquel vídeo que, para ellos, era la condición para mi puesta en libertad. Había perdido ya siete kilos de peso debido a la deshidratación. Los dolores de mi riñón eran tremendos y, además, había perdido visión en el ojo derecho. Cuando fui al médico, me dijo que, debido a las preocupaciones, había sufrido una importante inflamación de la retina.

Al día siguiente, es decir, el 4 de abril, de nuevo empezaron las duras amenazas; me decían que me retendrían tanto tiempo que sería olvidada por todos o que me llevarían a otra prisión incomunicada hasta la celebración del juicio. La presión continuaba.

Insistían en que la única condición para mi libertad era grabar ese vídeo; si no, ni siquiera habría juicio. Me explicaron que en el vídeo debía leer un escrito. Les pedí tiempo para pensarlo. Volví a mi celda y, tras horas de plegaria, decidí aceptar esa condición.

Me dijeron que la grabación del vídeo constaba de tres partes.

“En la primera parte te presentarás”, explicaron. “En la segunda, hablarás de tu actividad propagandística, y en la tercera parte, hablarás de los bahaís Yaran [los bahaís Yaran o ‘Amigos de Irán’ se ocupaban de las necesidades espirituales y sociales de la comunidad bahaí de Irán] y de tus comunicaciones durante la administración de la comunidad bahaí. También explicarás cómo el comité bahaí Yaran registró la casa de Bahá’u’lláh como sitio de patrimonio cultural”.

Dijeron que tenía que darles toda la información que tuviera sobre estos asuntos. Me ordenaron que no mirara al interrogador que estaba presente cuando me filmaban. Querían quitarme el chador que normalmente llevaba durante los interrogatorios, a lo que me opuse firmemente. Durante la filmación fui la única que habló y lo hice de forma descriptiva. No hubo preguntas ni respuestas.

Después de la filmación, se dictó mi fianza y me liberaron dos días después. Una hora antes de mi liberación me trasladaron de mi celda a otra donde estaba encarcelada una periodista. Solo en las últimas horas de mi encarcelamiento me di cuenta de que estaba en el pabellón de seguridad 209 de la prisión de Evin.

Finalmente, la tarde del 7 de abril, salí de aquella celda. Fue una experiencia irrepetible, tal vez única en la vida, agonizante pero excepcionalmente espiritual. Espero que sus buenos efectos duren el resto de mi vida. Sé que el futuro de mi país es brillante y que los prejuicios, el odio y la enemistad desaparecerán de la tierra.

 

Este fragmento pertenece al libro Tortura blanca. Entrevistas con mujeres iraníes encarceladas que ha publicado Alianza Editorial. Las entrevistas han sido traducidas por el Grupo Literario Sahan; los preliminares y el epílogo, por Manuel de la Fuente Soler.

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