En la República Democrática Alemana. En la Alemania Oriental. En la Alemania Comunista. Allí, con paisaje hecho de Muro. Avanzados los sesenta, transcurridos los setenta y hasta el final de los ochenta. El Trabant, o familiarmente conocido como Trabi, es el omnipresente coche que se pasea ruidoso, pequeño y blanco por cada rincón de la región. Simpática simplicidad con cuatro ruedas y dos entradas a la aventura. O a la vida misma. O a quien sabe cuántas cosas más. Su nombre en alemán significa “satélite”. Lo bautizaron así tras someter el asunto de su nombre a una consulta popular. Y muchos otros, ignorando la democrática disposición, lo llamaron durante décadas “el vehículo de cartón”, referencia directa al Duroplast, el material soviético del que estaban hechos.
Hoy en Bonn, en otra ciudad y en otro lugar, en las cercanías de la estación de tren, descansa uno. Blanco, majestuoso. No hace falta acercarse demasiado para descubrir que este automóvil, que hoy duerme tranquilo en una calle de la ciudad natal de Ludwig Van Beethoven, nos interpela con una tonelada de historia. Y convive con los vehículos jóvenes, sabe guardar las apariencias. Maquillado, desnudo de pretensiones, limpio pese al largo viaje que lo trajo al siglo veintiuno. Me acerco y toco lo material de una historia.
Hace frío, los días de septiembre han venido grises. Hoy los grises alemanes son sin prisiones, sin prohibiciones, hay libertad. Podemos caminar por las calles y pensar libremente, desatar las ideas más locas, jugar con nuestros prejuicios, hacerles arrumacos para que dejen de llorar a los cuatro vientos, para que griten con mezcla de silencio, para que no nos ahoguen en un mar de primeras impresiones. Han llegado a la orilla de la calma, la violencia se ha ido, han vuelto los sueños. Embarcamos nuestros miedos, los despedimos y les prometemos inconscientemente que pronto nos volveremos a ver, en algún punto del planeta.
En Zwickau, ciudad sajona. Y en 1957. El Trabi sale al mundo. Más de tres millones de autos después, en 1991, nace el último parido en los hornos de hierro. La última criatura comunista. Hoy, si buscamos, podemos encontrar más de treinta y tres mil supervivientes. Los supervivientes de una historia que nunca termina de pasar. Que cotizan en veinte mil euros promedio. Que le sigue robando protagonismo al presente, historia que se hizo muro y que se derribó. Esta carrocería de cartón y resina traída de Moscú ha resistido las horas más amargas de las gentes. Ha contenido un primer beso prohibido. Ha abrigado a familias numerosas vestidas con la desesperación del porvenir. Ha sido refugio. Esperanza. Consuelo. Ha hermanado la soledad con el ruido y la huída. Y hoy, como dice una película, es el alegre resplandor de un tiempo pero con recuerdos.
Hoy en Bonn, donde le robo al tiempo y a la ciudad fotografías del Trabi, leo que mantener un Trabi es significativamente más costoso que hacerlo con un auto normal, de nuestras épocas. Un motor de dos cilindros más caro que uno de cuatro. Un auto que apenas sobrepasa los 110 kilómetros por hora es más valioso que cualquier otro que ágilmente le duplica la velocidad final. Y es que no sólo compramos cartón, metal y todo el ensamble de asuntos que arman un vehículo. Compramos historia. Compramos la anécdota. Los recuerdos. Somos dueños de un trocito de historia grande.
Por entonces eran necesarios veinte sueldos promedio para hacerse con un Trabi. O lo equivalente a diez mil marcos de aquella época. Era tal la escasez de automóviles y tan grande la demanda del Trabant, que para comprar uno había que anotarse en una lista para reservas y esperar hasta 10 años para la entrega. Semejante dificultad hizo germinar y reproducir un boscoso mercado negro, en el que se podían conseguir vehículos de segunda mano. Aunque parezca mentira, los usados eran más caros que los nuevos por la facilidad y rapidez para conseguirlos. Tenían una vida útil promedio de veintiocho años y por lo general, con algunas herramientas, ingenio y paciencia, cada propietario podía ser su propio mecánico. El Trabi, aunque consumía mucho combustible, era un auto sumamente sencillo. Los hubo en versiones sedán, descapotables y familiares.
El cine hizo un retrato del Trabant en la película Go Trabi Go, de 1991, en la que un profesor alemán, Udo Struutz, decide junto a su familia visitar el lado oeste de Alemania, aquel lado prohibido para los orientales. Derribado el muro y la división, inician su aventura turística a bordo del Trabi. Casi veinte años después, en 2009, un proyecto privado de inversión quiso devolver a las calles al Trabant. Se presentó un prototipo en una exposición de automóviles, de un llamativo color celeste y con líneas más estilizadas y modernas que el Trabi padre y con un precio comparativamente superior, cercano a los treinta mil euros. El proyecto no prosperó por temores de mercado, poco interés de los inversionistas y tal vez, por preservar la celosa nostalgia que el Trabi original aún hoy es capaz de transmitir.
En la Estación Central de trenes de Bonn la luz del día hace mutis por el foro y se presenta la noche. Es joven, apenas tiene oscuridad, pero tan pronto como termino de escribir estas líneas se hace mayor, más grande, más negra y las estrellas, en un cielo de fin de día, dibujan formas de libre interpretación. Por la ventana del tren, en mi regreso camino a Dusseldorf, las calles laterales a las vías, los autos y el Trabi. Se va pronto, se hace pequeño, desaparece.