«Todo lo que hacemos en la vida es traducible. Es más, todo es una traducción» «La traducción puede ser mucho mejor que el texto original». Con este tipo de arengas, aleluyas al oficio-arte de trasladar ideas entre dos idiomas, empiezan mis clases en la universidad.
Allí, paso a paso, nos metemos en el universo de Borges y en sus reflexiones sobre los ensayos homéricos, releemos a Gregory Rabassa, que sabe describir muy bien sus episodios escuchando jazz hasta el alba con Cortázar, pero no puede explicar la intuición de artista que lo lleva a escoger tal o cual palabra al traducir a Antonio Lobo Antunes. Despacio, poco a poco, para que mi clase no sangre por completo, escuchamos lo que tiene que decir Walter Benjamin y George Steiner sobre los traidores (traduttore, traditore), la comparación de literaturas y el idioma universal de la música.
También nos dedicamos a ver los problemas causados por el Spanglish entre la juventud newyopolina; corregimos bloque por cuadra, grado por nota; explicamos las homófonas y los amigos cercanos y no tan cercanos; revisamos algún ensayo original–tal vez Villoro, Piglia o Vásquez–y hacemos el intento de traducir comunitariamente en Nueva York. Siempre sobran las ideas pero faltan los diccionarios. Por alguna extraña razón, a mis estudiantes les pesan los diccionarios más de lo que me pesaban a mí cuando estudiaba en Lima. Se niegan a cargar con la insoportable pesadez del mataburros. Recurren a las ventajas del iPhone pero, con frecuencia, el Internet nos juega pésimas pasadas.
El último fin de semana, en un exabrupto digno de mejores discusiones literarias y no de una parrillada celeste y jovial como la que celebrábamos mis amigos (muy vanidosos por haber derrotado con nuestra charla y sonrisas a un lluvioso domingo); grité que en mi país no se necesitan empleadas, ni servicio doméstico y que, el hecho de que las familias de clase media alta limeñas pudieran disponer de 1 ó 3 sirvientas no era nada de lo cual alegrarse, sino más bien una manifestación de nuestra decadencia y estancamiento.
No debí haber gritado. Mis amigos –cada cual sobreviviente de su propio proceso migratorio–reconocen el fondo del problema y tienen un diagnóstico similar al mío. Sin embargo, no se sienten en la capacidad, ni con la obligación, de cambiar las condiciones que permiten aquella sociedad. Algunos parecen dispuestos a tolerarlo indefinidamente. Otros, alegan por los beneficios que acarrea, y las comodidades que este tipo de vida pueden significar para quien aún goza del privilegio de poder pagarlo. La mayoría, atiende al proceso, sabe que este tipo de vida ya no es tan barato ni tan extendido; y aguarda al momento en que aquél sistema de clases sociales (donde una mira por encima a la otra) pueda ser archivado como «momento histórico». Creen que en algún momento sus nietos peruanos se sentarán a ver películas que describen el grado de sumisión de clase a otra clase–como en la película The Help–y sentirán cosquilleos de vergüenza.
Ayer, revisando entre papeles sueltos, encontré una viñeta de aquel maestro de la historieta llamado Juan Acevedo, en el cual una señorita de la clase alta (con ese tonito limeño tan dulce, bondadoso, comprensivo y cariñoso) le pregunta a la nana que cuida de los niños «Juanita ¿cuándo vas a tener hijitos para que sean los empleados de mis hijitos?».
Y acá empiezan las traducciones peruanas.
Ser bueno en el Perú no significa querer que esta situación cambie, sino esperar a que ésto cambie. Ser buen ciudadano en el Perú significa fijarse no tanto en este tipo de desarreglos inevitables de nuestro subdesarrollo, sino en observar otros aspectos del progreso, donde el cambio está más en nuestras manos. Se me ocurre: las protestas contra la explotación de la mina Conga, las marchas por la igualdad de los homosexuales; o los derechos de la Pontificia Universidad Católica por conservar su nombre a pesar de la intransigencia del Vaticano.
Me consuela pensar de que hoy, si lo pongo por escrito, no se escucharán mis gritos. Tal vez así, con esta pantalla entre nosotros, me aleje de los adjetivos de «caviar» que alguno de mis amigos me han endilgado. Por vivir en Estados Unidos con mi sueldo de profesor y mi honesto trabajo extra estacionando autos en un club de golf; por irme a Europa por tres semanas mientras en mi país siguen habiendo empleadas de servicio con un solo día de descanso y cama adentro (ya escucho sus voces diciendo «está cambiando, ya no es así, una empleada gana cada vez más, no sabes de qué estás hablando»).
A mi me sigue pareciendo incorrecto que los peruanos con buenos ingresos crien a sus hijos con nanas, inculcándoles la idea de que está bien tener a una mujer que te sirva, siempre y cuando le pagues un sueldo decente (dejando el término «decente» a la interpretación auténtica del libre mercado). (Este comentario, estoy seguro de que me va a merecer el adjetivo de «comunista»).
Entiendo que alguno de mis amigos, a los cuales les ha costado muchos días de pan con atún y esforzadas caminatas a medianoche hasta la lavandería; les genere tremenda nostalgia aquél país de hartos en el cual era posible abusar de nuestras empleadas y vivir la vida del niño rico sin serlo.
Teníamos las bombas de Sendero Luminoso metiéndonos en noches de terror; pero las suavizábamos entre las frazadas de los catres del cuarto de empleadas, disfrutábamos a nuestro modo de las penas de estas inmigrantes forzadas que llegaban a Lima apenas hablando español. Soportábamos los pequeños hurtos y deshonestidades de las empleadas de servicio porque ellas se encargaban de que no nos faltara el jugo de papaya por la mañana; y de que nuestras camisas olieran a fresco, recién planchadas, para nuestro primer día de trabajo.
Ellas no podían ir a la universidad (no les interesa, no quieren ,así es el mundo, no es justo para nadie) pero nosotros podíamos regresar bondadosos a contarles con nuestra voz de «todos somos víctimas del mismo sistema», cómo era la vida allá afuera. Mientras ellas nos recalentaban la cena antes de irse a acostar y nos decían «Joven ¿tiene ropita sucia para lavarle?».
A veces uno se pierde en la literatura, otras veces se pierde en los argumentos. «El mundo es azul como una naranja», escribía Paul Eluard, que era capaz de escribir bellísimo (e intraduciblemente, porque así es a veces la poesía a menos de que te consideres Jorge Luis Borges o Gregory Rabassa) en una época de la historia en que Francia–estoy seguro–estaba llena de empleadas mal pagadas.