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Tragedias mexicanas

 

La tendencia contradictoria de la política mexicana se ha visto acentuada en los últimos días: es decir, por una parte, está su faz modernizadora y, por otra, su persistencia a funcionar fuera de la legalidad o contra ella.

 

En esa escena de tensiones, han confluido dos sucesos de extrema gravedad: 1) la ejecución de 22 personas en un supuesto enfrentamiento con el ejército mexicano en Tlatlaya, estado de México, meses atrás, cuya investigación señala a un oficial y tres soldados (de siete que participaron) como presuntos responsables; 2) el secuestro, tortura y asesinato de 28 estudiantes en Iguala, Guerrero (entre 43 desaparecidos), a manos del crimen organizado y en complicidad con el gobierno municipal.

 

Lo más inquietante de ambos sucesos reside en su constancia cotidiana, que está lejos de representar, como la versión oficial refiere, hechos “excepcionales” o “esporádicos”. Lo han consignado observadores internacionales: en México las fuerzas armadas vulneran los derechos humanos y practican la tortura por costumbre.

 

Dichos actos de barbarie muestran el reverso del discurso sesgado del gobierno mexicano, que ostenta frente al mundo su propaganda reformista mientras resulta incapaz de encarnar un auténtico Estado de derecho, o hacerlo valer en toda la República.

 

La inestabilidad y el auge violento en diversas partes del país remiten a la inercia de la guerra contra el narcotráfico, el descontrol autoritario y el protagonismo del crimen organizado en su sinergia con poderes constituidos, los cuales suelen emplear a éste como un instrumento gubernativo. Esto ya se ha mostrado antes en el caso de Michoacán, donde altos funcionarios y sus familiares surgieron como probables cómplices o encubridores de criminales.

 

El pasado 26 de septiembre, un grupo de estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa se apropiaron por la fuerza de tres autobuses de la central camionera de Iguala para dirigirse a dicho plantel. En breve, policías municipales alcanzaron los vehículos y dispararon sus armas, lo que causó la muerte de tres normalistas.

 

Al mismo tiempo, y en otra parte cercana, un grupo armado disparó contra el autobús del equipo de fútbol Avispones de la Tercera División y contra otro auto, lo que produjo el fallecimiento de tres personas más. Hubo también 25 heridos. Después de ambos hechos, 43 normalistas fueron secuestrados y desaparecidos, y 28 de ellos asesinados. Sus cuerpos fueron depositados en fosas clandestinas.

 

Las autoridades federales, a cargo ya de la pesquisa, hallaron cuatro fosas más el pasado 9 de octubre sin que se haya detallado información acerca de las posibles víctimas. El jefe del Poder Ejecutivo federal ordenó una investigación a profundidad “tope donde tope”. El gobierno del estado de Guerrero y el municipio donde aconteció la agresión contra los normalistas están en manos de Partido de la Revolución Democrática (PRD), de izquierda.

 

Asimismo, y de acuerdo con información de inteligencia, la comunidad de Ayotzinapa y los normalistas se caracterizan por su beligerancia anti-institucional de índole izquierdista-revolucionaria, suelen cobrar derecho de paso a quienes transitan en su territorio, aparte de ser una costumbre exigir de los vehículos ajenos la “ordeña” de gasolina. Con todo, es condenable el final inhumano de muchos de ellos.

 

El organismo estadounidense Human Rights Watch (HRW) ha descrito los actos de barbarie en Guerrero como lo peor desde la matanza de Tlatelolco contra estudiantes durante el movimiento de 1968.

 

La imagen-país de México en el mundo sigue sus signos tutelares ante la impotencia gubernamental: Águila, Sangre, Sol…

 

 

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