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“Traición”, el principio es el final

Alguna vez he comentado que Harold Pinter vendría ser el resultado de la suma de las influencias decisivas de Anton Chéjov y Samuel Beckett, pues en su escritura se alían la capacidad del primero para transparentar los subtextos que, como las pelusas bajo las alfombras, se esconden en el corazón de la cotidianidad, y la incertidumbre insondable arañada por el estupor que transmite el segundo. En Traición (1978), que hay quien señala como la obra menos críptica de Pinter, el dramaturgo británico arma (o desarma, si se prefiere) el rompecabezas de una historia triangular en la que, a mi juicio, son perceptibles los ecos de los juegos temporales que J. B. Priestley había tensado metafísica y socialmente décadas antes. Don Harold inocula en una acción cronológica retrospectiva, que transcurre en nueve escenas, la primera en 1977 y la última en 1968, su carácter nihilista y su habitual carga de crudeza subterránea para diseccionar de manera sutil y con limpieza quirúrgica las relaciones de pareja, trazar con precisión de geómetra la curva de la infidelidad y asomarse a los claroscuros de la amistad en una pieza en la que el principio es el final. 

La esposa (Irene Arcos), el amante (Miki Esparbé) y el marido (Rául Arévalo), protagonistas de «Traición» (Foto: Vanessa Rábade)

Dos antiguos amantes se reencuentran dos años después de haber concluido su relación; comienza así un ejercicio de inversión temporal en el que las cenizas aparecen antes que el fuego, pues el espectador asiste primero a la ruptura y, tras sucesivas escenas “marcha atrás”, la función concluye con el comienzo del idilio adúltero, de tal forma que, al contemplar a los enamorados cuando apenas han empezado a internarse en los albores de la pasión, el espectador ya sabe que siete años después se habrán separado. Un catálogo circular de traiciones cotidianas regadas por el suave pero corrosivo licor de la mentira: Emma (Irene Arcos) engaña a Robert (Raúl Arévalo) con Jerry (Miki Esparbé), buen amigo de Robert, con el que mantiene vínculos profesionales, pues uno es editor y otro agente literario; y Jerry traiciona a su propia esposa y a su amigo, quien, a su vez, revela tener aventuras con otras mujeres.

Esta es la tercera vez que veo montada esta obra de Pinter si la memoria no me engaña, la primera en la añorada Sala Guindalera y la segunda en el Teatro Galileo. Bien patente en todas la capacidad de Pinter para generar malestar por medio de diálogos aparentemente triviales, en los que este maestro de la inquietud logra que los personajes den con frecuencia la impresión de encontrarse en un lugar en el que desearían no estar, por muy selecto o acogedor que a primera vista parezca. 

Irene Arcos y Raúl Arévalo en un momento de la función (Foto: Vanessa Rábade)

Israel Elejalde dirige con sensibilidad, vigor y eficacia la versión equilibradamente cocinada por Pablo Remón; la puesta en escena destila con persistencia de berbiquí la incomodidad antes señalada, la sensación de estar asistiendo a un extraño ritual de educado descuartizamiento dibujado con una estética de gamas frías, bajo la que se perfila el magma de las tensiones sexuales, las emociones y la amistad puesta a prueba. Creo que esta es la puesta en escena en que más y mejor he advertido la misoginia latente en el comportamiento de los personajes masculinos y la entrega (casi) desinteresada de la mujer, aunque en mi opinión hay algún detalle menor desacompasado, como que los actores vayan colocando en distintas escenas cartelitos con frases como “Estado de catatonia, “Éramos buenos amigos” o “Todo empezó en la cocina”, que más parecen caprichosas rúbricas de dirección que subrayados de la trama.

Jerry (Miki Esparbé)y Robert (Raúl Arévalo), una amistad traicionada (Foto: Vanessa Rábade)

Los tres actores están bien en esa clave de extrañamiento y cierta rigidez, de la trémula Emma de Irene Arcos al vanidoso y tenso Jerry de Esparbé, un pavo real que cree saber más de lo que realmente sabe; un punto más para el sinuoso y cínico Robert de Raúl Arévalo, que siempre parece saber más de lo que dice y los demás apenas intuyen. La pianista Lucía Rey pone un ajustado contrapunto musical a las interpretaciones y en alguna ocasión se suma a ellas como actriz incidental. La escenografía de Monica Boromello, coronada por un neón rojo con el título de la obra que aparece al comienzo y al término de la función, es un elegante ejercicio de estilo que crea con sobriedad distintos ambientes en blanco y negro, todos iluminados adecuadamente por Paloma Parra. 

Título: Traición. Autor: Harold Pinter. Versión y traducción: Pablo Remón. Dirección: Israel Elejalde. Escenografía: Monica Boromello. Iluminación: Paloma Parra. Vestuario: Sandra Espinosa. Sonido: Sandra Vicente. Producción: Jordi Buxó y Aitor Tejada (directores de producción), Pablo Ramos Escola (producción ejecutiva) y Víctor Hernández. Intérpretes: Irene Arcos, Raúl Arévalo y Miki Esparbé. Pianista: Lucía Rey. El Pavón Teatro Kamikaze. Madrid. 3 de septiembre de 2020.

 

 

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