El crítico literario Philippe Lejeune solía definir el pacto autobiográfico como aquel acuerdo entre el autor y el lector por medio del cual el lector acepta la veracidad de la materia del libro, coincidiendo el nombre de la portada con el yo del narrador se instaura de esa manera un contrato entre las partes: todo lo enunciado por el autor/narrador/yo es verdad.
El género autobiográfico se convirtió pronto en un clásico de la literatura, desde las estoicas reflexiones de Marco Aurelio, las crisis existenciales y religiosas de san Agustín, los lamentos de Leopardi, el pomposo narcisismo de Rousseau, la escritura poética de Marguerite Duras, el pesimismo de Sartre y la desilusión de De Beauvoir. En cada una de esas autobiografías el narrador parece alzarse victorioso e intrépido con la antorcha de la verdad en la mano, quizás olvidando que cada una de esas vidas es un relato literario de algo que ya pasó y aunque grite ¡sinceridad! en cada página y suplique ¡fe! en cada párrafo su naturaleza artificiosa no va a cambiar.
Hay lectores más crédulos que otros, es verdad, y sin embargo incluso las lecturas más superficiales e ingenuas son frutos del tácito acuerdo del que Lejeune hablaba. Pero ¿qué pasa cuando es el autor quien acusa de impostor al narrador? ¿Qué hacer cuando deslizando la mirada a cada párrafo nos damos cuenta de que el autor advierte que va a escribir sobre una vida (la suya) que siempre ha sido una ilusión, un engaño? Desde pequeños nos enseñan que en las fórmulas matemáticas el producto de dos números de igual signo siempre es positivo. Si se aplicara tal regla a la literatura ¿significaría acaso que la mentira autobiográfica se vuelve verdad cuando anuncia ser la quintaesencia de la impostura?
No estoy tan segura. Pero lo cierto es que en la autobiografía de la cantante punk-rock Laura Jane Grace, escrita junto con Dani Ozzi (escritor y periodista musical), titulada Trans. Confesiones de una punk anarquista y vendida (Altamarea), uno empieza a tomar conciencia de la futilidad del pacto. El recorrido doloroso de un adolescente que descubre una pasión incontrolable por el nailon de las medias de su madre rozándole las piernas y que se enamora del cuerpo esculpido de Madonna porque quiere ser ella. La transición de Thomas James Gables, hijo de un soldado que nunca ha ido a la guerra, hacia Laura Jane Grace anula de alguna manera la ecuación literaria de la autobiografía según la cual falso más verdad es igual a falso. Porque la identidad de la autora no se corresponde con la del protagonista. Golpe maestro.
Por lo tanto, no solamente el lector no duda ni una sola vez de la veracidad del relato, sino que además el estilo narrativo desconcierta por su franqueza. Si los problemas psicológicos y sociales relativos al proceso de aceptación y transición son narrados con amarga sinceridad, del mismo modo se relatan las contradicciones y la hipocresía ideológica del mundo punk. “Al principio, el punk y el anarquismo me atrajeron porque los vi como un medio para hacer un cambio positivo, hacia una realidad en la que todos éramos iguales. Aunque algunos de este mundillo todavía se aferraban a esos valores, con cuantos más punks trataba, más me daba cuenta de que la mayoría de ellos eran niños blancos privilegiados que se aprovechaban del idealismo” (página 72).
Es el relato on the road de las giras musicales, de su lado seductor y rebelde, y a la vez de su hipocresía y arrogancia, de las borracheras y el éxtasis, la cocaína, las setas alucinógenas, el sexo ocasional, los bares de mala muerte y los moteles sucios. Pero es también el relato que da cuenta de la ruptura del lazo entre el propio cuerpo y la identidad sexual y todas las repercusiones que la disforia de género puede ocasionar.
“La cocaína me provoca insomnio.
Tengo cambios de humor repentinos y depresión.
Bebo, como y me masturbo en exceso.
¿Qué clase de vida es esta?
Finjo sentir cosas porque estoy cansado de no sentir nada.
¿Quién soy si no soy quien finjo ser?
Si tuviera que expresar cómo me siento de verdad, lo que de verdad pienso, la gente creería que estoy loco” (página 88).
Las páginas del diario personal de Tom se entremezclan con las reflexiones de Laura en un vals sin fin en el que el pasado vuelve sin filtros para ajustar las cuentas. Pocas han sido las veces en las que una confesión literaria haya sido tan franca.