Los desnudos y la procacidad son un clásico de la transgresión. La piel al aire, la genitalidad desinhibida y el erotismo pugnaz son bazas seguras para hacer subir la temperatura de los termómetros del escándalo y/o la expectación. Aunque la verdad es que el público aguanta lo que le echen. Temor a llamar la atención con una actitud de rechazo, prurito de ser tachados de pacatos y antiguos, morbo sincero, precaución, disimulo e indolencia son algunos de los sentimientos que se amasan en esa aceptación por parte de los espectadores de las sevicias más bien ligeras que algunos oficiantes les infligen en determinados espectáculos “transgresores”, que lo son las más de las veces a nivel literalmente epidérmico.
Hace poco, la compañía del coreógrafo y director canadiense Dave St-Pierre ofreció en el Matadero una propuesta de teatro-danza tan interesante como controvertida y atractiva: Un poco de ternura, ¡burdel de mierda!, segunda parte de un tríptico “sobre la humanidad, el amor la vida y la muerte” titulado Sociología y otras utopías contemporáneas. El caso es que, al comienzo del espectáculo, pródigo en desnudos y en escenas escabrosas aunque no tanto, ocho actores en pelota y tocados con una rizada peluca con tirabuzones rubios treparon por las butacas entre grititos en falsete y, adoptando posturas acrobáticas, colocaban sus nalgas y sus genitales a la altura de las narices de los espectadores en un recorrido salpicado de risas forzadas y cierta tensión. Durante esos momentos, más de uno rezaba para que el bigardo de turno se fijara en el espectador de al lado y no en él o ella. Pero todos, cuando les tocaba, aguantaban el tipo con dignidad y desenvoltura más o menos fingidas.
Mi amigo Javier Villán intentó alguna reacción disidente, pero sin éxito. Así lo escribió en El Mundo (24.06.2011): “…fracasé en mi intención de sublevar a los espectadores. Nadie movió un dedo, hubo risas estridentes, alguna carcajada, saludando las provocaciones, pero no percibí en el público esa risa inteligente, verdadero signo de identidad del hombre civilizado”. En una crítica muy divertida y un punto bizarra que titulaba Ni arte ni escena, esto es fisiología, explicaba sus maniobras para defenderse del agobiante exhibicionismo: “Yo iba a la función con ánimo participativo y lo hice. Primero un espectador despistado y vestido que, como era fácil de adivinar, se trataba de un actor, le puso el trasero en la cara a Manuel Hidalgo, que estaba a mi lado, y luego me lo puso a mí. Soy maleducado por naturaleza y me bastó con girar mi bastón inglés para que la empuñadura le diera en el mismísimo ojete. El actor pegó un respingo y dijo ‘sorry, sorry’.
En el escenario demostró ser buen comediante. Ya en la función propiamente dicha, uno de los nudistas que saltaban y reptaban entre el público, me puso cerca de mis gafas su trasero. Le solté dos bastonazos de los que se dolió con moderación y mimo. Me miró con cara de inocente y fue a asentar sus posaderas en el regazo de otro espectador. A un tercero al que ya tenía a tiro en la escalera, le tiré un suave viaje a los güevos; resultó ser un pichacorta y se me escapó. Poco sé de pollas, pero entre los bien dotados machos, me tocó un pichacorta. Una chica, en sostén y bragas, apenas se insinuó; nada especial, pero a ella no le habría pegado un bastonazo…”. “Resumiendo –concluía–, la exhibición constante de órganos genitales, las masturbaciones, los simulacros de orgasmos, no son teatro ni arte ni ballet; es fisiología primaria”.
He de reconocer que yo fui de los espectadores estoicos y aguanté mi ración alícuota de nalgas con resignada entereza y bien disimulada (creo) incomodidad. Pero me parece que Villán, sin equivocarse en su descripción, exagera con respecto a la falta de ambición y los logros del montaje. Más allá de la traviesa espuma de la provocación, de esas anécdotas de crudeza fisiológica, de poner en un brete al espectador concienciado que pasa con mohín de osado pionero por algunas horcas caudinas de las vanguardias en actitud disciplinada y disciplinante, más allá de todo eso, digo, hay un trabajo serio y arriesgado que hace añicos las convenciones de la cuarta pared, ironiza sobre el papel de bailarines y actores como sufridas marionetas baratas, increpa el letargo complaciente del público, cuestiona los parámetros de la masculinidad, explora las geografías de la angustia y los ensimismados abismos emocionales… Y técnicamente es irreprochable, bailarines y bailarinas están en espléndida forma física y la iluminación de Alexandre Pilon-Guay define y matiza ámbitos con maestría geométrica.
Hay momentos en este espectáculo que recuerdan la atmósfera provocativa del cabaret. Los protagoniza quien se autropresenta como Sabrina, dómina con hechuras de una Bettie Page dibujada por Robert Crumb, que, como de maestra de ceremonias, distribuye dosis de causticidad e ironía frente al respetable antes de sentarse sin bragas sobre una tarta de cumpleaños y protagonizar un episodio de autoestimulación con tal dulce material. Pero, desde luego, en Un poco de ternura, ¡burdel de mierda! hay también exasperación y búsqueda, exigencia, disciplina corporal, violencia gestual, y humor, un humor a veces inquietante, tensión sexual, coreografías turbadoras y desasosegantes, y una cierta actitud de pasar por encima de la belleza convencional que, paradójicamente, se resuelve en un final extraordinariamente bello en el que los oficiantes se deslizan desnudos sobre el suelo mojado como delfines gozosos. ¿Por qué la fisiología, que apela tanto a nuestros registros primarios como a las construcciones mentales del deseo, no puede ser un elemento más en el universo de la teatralidad?
Transgresión y fisiología
Entrada libre
el blog de Juan Ignacio García Garzón