La mano que anda
Viejo tema del romanticismo más negro del que Nerval, por ejemplo, sacó buen partido, y luego Maupassant. Tal vez de ahí le venga a Buñuel, tan interesado en esas tramas góticas y tortuosas. Que el asunto le importaba es evidente, porque todavía en sus memorias se queja de que el cine de Hollywood, de la mano de Robert Florey, en La bestia de los cinco dedos, le había copiado toda una secuencia entera en donde aparece una mano de este tipo.
En todo caso, el deseo infantil de la mano que, independizada de cualquier control racional o de orden, hace cosas peligrosas y prohibidas, aparece explícito en una inolvidable secuencia de El ángel exterminador.
Debe entenderse como un eco lejano de aquel momento de Un perro andaluz en que vemos, desde un plano cenital, a una muchacha golpeando con un bastón una mano seccionada en medio de la calle. Como quien contempla el cadáver arrojado al vacío de un suicida.
Secuencia claramente melancólica que culmina aquélla otra de la palma de la mano con hormigas, al modo de una pantalla primaria donde un hombre proyectaba sus pulsiones libidinales.
Y antes, de la mano que, en el inicio del filme, corta sin misericordia el ojo de la muchacha.
Pagará caro estas acciones. Un perro andaluz es el relato, en realidad, del sometimiento y la extinción de este eros salvaje que la mano simboliza. Ahora, en El ángel exterminador, sucede como si aquella mano resucitase, 30 años después, en la noche burguesa de un atolladero mexicano. Y, por fin, como un espectro que vuelve para tomarse la venganza, saltase al cuello de todos aquéllos que la condenaron a muerte en el año 29.
Lo siniestro
Tanto Un perro andaluz como La edad de oro son, en buena medida, encendidos cantos al amor loco surrealista; al encuentro salvaje, por encima de cualquier circunstancia y decoro, de un hombre y una mujer. Diríamos que los surrealistas descubren dos cosas al mismo tiempo. Dos condiciones que van intrínsecamente unidas: por un lado la interpenetración entre el inconsciente y la realidad y, como efecto de esto mismo, la imbricación de lo sexual en lo visual. El tono específico que Buñuel y Dalí aportan en esta tesitura tiene que ver, sin duda, con el concepto de lo siniestro freudiano. Es decir, un interés en acontecimientos en los que la materia reprimida regresa de manera tal que desestabiliza la identidad unitaria del sujeto (he ahí la presencia del doble en Un chien andalou). Aunque también se trata de un impulso que, a su vez, arrasa con impiedad y crudeza las normas estéticas y el orden social. Casi podemos afirmar que el surrealismo se refiere a lo siniestro en todas partes, y que de hecho lo propone en la definición más conocida del movimiento, la del Segundo Manifiesto, de 1929: “Todo nos induce a creer que existe un punto del espíritu en el que la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, lo pasado y lo futuro, lo comunicable y lo no comunicable, lo alto y lo bajo, dejan de ser percibidos como contradictorios. Sería vano buscar en la actividad surrealista otro móvil que la esperanza de determinar ese punto”. He aquí, pues, lo que por ejemplo las escenas de petrificación y de rocalla ponen en evidencia al final de Un perro andaluz:
Al igual, por cierto, que las de putrefacción en el inicio de La edad de oro:
Que en la naturaleza petrificada o putrefacta no sólo se confunden los signos culturales y las formas naturales, sino la vida y la muerte también, como en la famosa mariposa-calavera que aparece en la primera película.
Esto, en fin, es lo que Buñuel y Dalí ponen ante nuestra mirada: que la pulsión de muerte está también teñida de erotismo, y que por tanto la destrucción puede causar sensaciones de placer, al igual que la muerte puede despertar el deseo. Esta es también la buena nueva que el marqués de Sade, en la forma ciertamente blasfema de un Cristo invertido, viene a predicar a este mundo en la segunda mitad de La edad de oro.
Ateo por la gracia de Dios
La escena es conocida por todos, y justamente famosa. Al final de Viridiana los mendigos se han hecho con el poder en la casa y, en medio de un banquete que promete ser, cuando menos, desordenado, Lola Gaos los interrumpe e invita al grupo a disponerse para una foto, de la que ella misma se encargará. ¿Cómo? Levantándose las faldas, de forma inesperada. El momento es captado, en su instante de turbia fulguración, como una versión irreverente de un misterio sacro: la Última Cena. Un caso ejemplar, se ha dicho, del ateísmo de Buñuel. El triunfo de una radical inmanencia que se impone, brutal, sobre cualquier articulación metafísica.
Pero lo que quizás no se ha comentado tanto es que esta revelación corrosiva y obscena –en un sentido literal, puesto que estaba fuera, o más bien por debajo, siempre por debajo, del relato hasta ahora regulado por la trascendencia– acostumbra a tener en Buñuel un marcado carácter cómico, como sucede singularmente en este caso. Con una comicidad también desgarrada, feroz, extrema; la que tiene que ver, por ejemplo, con lo que se ha llamado risa pánica (esta es la que muestra el Cristo que, de forma ciertamente siniestra, rompe a reír en Nazarín).
O la que linda con lo cruel, lo malicioso y lo macabro (las carroñas eclesiásticas de La edad de oro, el crucifijo que se desdobla en cuchillo, también en Viridiana).
En lo que atañe a esta escena del banquete de pordioseros, el gesto de Lola Gaos no es otro que el de Baubo, la mujer que ofreció de beber a Démeter cuando la diosa vagaba sin rumbo, afligida por la pérdida de su hija Perséfone en manos de Hades. Démeter, inconsolable, rechaza el ofrecimiento, y entonces Baubo se pone frente a ella con las piernas abiertas y le muestra el sexo; en el cual, al parecer, surgía el rostro del niño divino de Eleusis: Iaco, un avatar de Dioniso.
Gesto también en buena medida meduseo: trasunto del acto fotográfico o cinematográfico cuyo tema podría servir de pasto interminable para los biógrafos y los psicoanalistas que se acerquen al universo del director. Pero ya lo sabemos, en Buñuel lo visual y lo sexual siempre van de la mano. En todo caso, lo que a nosotros nos interesa destacar es, en definitiva, que el supuesto sentido ateológico del director va siempre acompañado de un exacerbado espectáculo cómico, incluso soez; por no decir que va condicionado por un estallido de risa pagana que no celebra otra cosa que el secreto sin secreto de la vida en su más pura inmanencia, frente el culto a la muerte y el oscurantismo de los poderosos y del clero. La fuerza vital misma que crece y hace crecer, como manifestaban precisamente los misterios eleusinos que comandaba Dioniso, a las plantas, los hombres y los animales. De este modo, e igual que sucede en los disfraces y las carnavaladas –tan del gusto del director aragonés–, el sentido de las cosas aquí se invierte: el sacramento, por ejemplo, se vuelve excremento, el cuerpo glorioso, cadáver putrefacto, el aparato de registro fotográfico órgano nefando y el sentido último –el de la cena postrera con su cuerpo regio y viril que se ofrece para la salvación del mundo–, ahora deviene banquete de indigentes articulado en torno a la visión de un sexo de mujer astrosa.
Semeja que, entre bambalinas, Dioniso lo celebra y se carcajea. Es la risa feliz, capaz de expresar un deseo de forma no culpable, de la que también habló por ejemplo Lévi-Strauss en Tristes Trópicos. Sólo que, visto así, bien podríamos decir entonces que el cine de Buñuel no es tanto el de un ateo confeso –si se nos permite la expresión– cuanto, precisamente, el de un espíritu bárbaro, o pagano o a-cristiano –pero no exento de un carácter o un interés, al menos, religioso– que se ríe del último dios, aquél que precisamente se había considerado el único. O, incluso, que es capaz de hacer reír a este dios mismo, severo, hierático y trascendente, para fundirlo entonces por terrenal comicidad con la atribulada y aguerrida y hasta vil especie humana. Entonces, el Cristo que ríe en Nazarín con una franqueza que se torna casi molesta, ¿no será más bien un redentor nietzscheano, un crucificado que es al tiempo un tormentoso y jovial espíritu orgiástico, dionisiaco, venido de tiempos quizás más plenos, más libres y felices?
Alberto Ruiz de Samaniego es profesor titular de Estética y teoría de las artes de la Universidad de Vigo. Crítico cultural y comisario de exposiciones, ha sido director de la Fundación Luis Seoane de La Coruña. Es autor de libros como Maurice Blanchot: una estética de lo neutro; Apuntes sobre algunas poéticas del inmovilismo; La inflexión posmoderna. Márgenes de la modernidad; Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo espectral, y Las horas bellas. Escritos sobre cine. En FronteraD ha publicado, entre otros, Ludwig Wittgenstein en su cabaña. El engaño y el estilo, Tocar una flor con las manos sucias. A partir de Wittgenstein y El corazón, si pudiese pensar, se pararía. Deporte y pensamiento.
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